martes, 30 de agosto de 2011

Trocitos de nada.



Hay cosas que no me gustan nada, como las abejas, los gallos, o escuchar ruidos extraños cuando estoy sola en casa.

Hay cosas que me dan mucho respeto, como los perros grandes, el mar o mi profesor de Gestión de Alimentos y Bebidas.

Hay otras cosas que me dan miedo, como perder los nervios cuando no concilio el sueño o cuando tengo la sensación de que voy a vomitar.

Son preocupaciones un poco absurdas, ¿verdad?

Pero ahora hay algo a lo que le tengo verdadero pánico.

La soledad.

Me da pavor no tener a nadie a mi alrededor, aunque no me estén prestando atención. Necesito tener a alguien cerca, sentirme protegida y segura de que no me va a pasar nada. De que, si me rompo en pedacitos, alguien va a estar ahí para darme palmaditas en la espalda mientras lloro como un bebé.

Porque siempre me rompo. La soledad me aplasta y me hace sentir débil e indefensa. No puedo luchar contra algo así. La sensación de que no hay nadie para ayudarte si lo necesitas es más dolorosa que una descarga eléctrica.

Y tal y como están las cosas ahora, ¿quién está dispuesto a quedarse conmigo y a consolarme mientras berreo como una niña?

domingo, 28 de agosto de 2011

Coulants de chocolate.

También conocidos como "los esos de chocolate que, cuando los partes con la cuchara, el chocolate de dentro hace ¡puf!".

Fáciles, rápidos y baratos. ¿Para qué decir más?

INGREDIENTES (6 unidades):
- 125g de chocolate negro 70% de cacao o superior
- 125g de mantequilla
- 150g de azúcar
- 4 huevos (dos de ellos, sólo las yemas)
- 50g de harina

1) Desmenuzar el chocolate en un cazo con la mantequilla cortada en trocitos. Fundir ambos ingredientes al baño maría a fuego lento. Cuando formen una pasta marrón homogénea (¡y con muy agradable olor!), dejar que se enfríe un poco.

2) Mientras se derriten el chocolate y la mantequilla, mezclar en un bol los dos huevos, las dos yemas y el azúcar hasta que formen una masa uniforme. A continuación, añadir el chocolate fundido y la harina, previamente tamizada, y remover bien.

3) Untar los moldes con mantequilla (yo utilicé un molde continuo para magdalenas, aunque supongo que también servirán moldes tipo flaneras, o incluso tazas corrientes que se puedan meter en el horno). Para garantizar que la masa no se pegue, se pueden espolvorear ligeramente con un poco de harina. Nunca falla. Repartir la masa en los moldes y meter los coulants en el horno precalentado a 190ºC.

4) Hornear hasta que tengan por fuera un aspecto esponjoso (aproximadamente 20 minutos). Estarán listos cuando, al pincharlos con un cuchillo o palillo, salga limpio por los extremos y manchado de chocolate por el centro de los coulants.

¡Más fácil, imposible! Se pueden servir con una bola de helado de vainilla, un poco de nata o con salsa de chocolate, fundiendo a fuego lento en un cazo 110g de chocolate negro, 175g de azúcar y dos cucharadas de mantequilla. Yo iba a servirlos con la salsa, pero resulta que, mientras estaban en el horno, Carlota, mi hermana y yo... en fin, nos comimos parte del chocolate que íbamos a usar para eso...

¡Y aquí la evidencia! Por favor, no se metan con la calidad de imagen del iPod de Carlota.
















Se comen calientes, recién salidos del horno, o con un par de vueltas en el microondas. Observen que, por dentro, el chocolate queda calentito fundido. ¡Ése es el chocolate que, cuando lo partes, hace ¡puf!

Que sepan que, cuando mi tía los probó (mi tía Cristi es sinónimo de máxima autoridad en las labores de repostería), me ordenó (ella no pide, ordena) que los preparara para Nochebuena. ¡Ése es el mayor de los honores que alguien en mi familia puede recibir: encargarse del postre en Nochebuena! ¡Qué feliz soy!



















¡Gracias a mi hermana y a Carlota por hacer de pinches!

viernes, 26 de agosto de 2011

PKMNHOLIC.



Mi tiempo de juego en Pokémon Platino ha pasado de 70 a 95 horas en menos de dos semanas.



¿Qué demonios estoy haciendo con mi vida?


martes, 23 de agosto de 2011

El laboratorio de Komui: "sala de charla" especial agosto.

¡Buenas noches! Bienvenidos a esta edición especial de El laboratorio de Komui, una vez más sin Komui. En esta ocasión, y continuando con la idea original de Adsito, voy a mostar abiertamente cien grandes verdades sobre mi persona. ¡Es el momento idóneo para cotillear de gratis!

1. Mi nombre real es un misterio porque casi nadie lo usa.

2. De hecho, sólo mis familiares, mis compis de facultad, y extrañamente mi novio, me llaman por mi verdadero nombre.

3. Tengo 19 años y mi cumpleaños es el 14 de diciembre.

4. Cumplo el mismo día que Ciel Phantomhive, el cuquérrimo protagonista de Kuroshitsuji.

5. Mido un metro y medio.

6. La razón biológica a por qué soy tan bajita es que padezco un trastorno hormonal de carácter hereditario (hipotiroidismo).

7. Durante muchos años me sentí muy acomplejada por mi baja estatura porque mis compañeras de colegio se metían mucho conmigo.

8. Con el paso de los años he aprendido a aceptar que, si no fuera chiquitita, no sería yo misma.

9. En septiembre empiezo tercer curso de Diplomatura en Turismo, especialidad en Administración Hotelera.

10. Desde que tengo nueve años he querido dirigir hoteles.

11. Aunque cuando era más pequeña quería ser detective.

12. Soy una otaku orgullosa.

13. D. Gray-Man y Black Lagoon son los animes que vería una y otra vez sin cansarme.

14. Shaman King es el anime de mi infancia, y también volvería a verlo.

15. Ahora mismo estoy viendo Code Geass, y francamente, me está encantando. Tampoco tendría problema en verla varias veces.

16. Suzaku Kururugi me pone mucho con esas mallas blancas.

17. Como ha quedado demostrado, tengo mis parraques de fangirl obsesiva.

18. Soy una apasionada de los videojuegos, especialmente de los RPG y los juegos de rol.

19. Mis sagas de juegos favoritas son Kingdom Hearts, The Legend of Zelda y Final Fantasy.

20. La saga de Pokémon también tiene y tendrá siempre un huequito en mi corazón.

21. Sí, tengo casi 20 años, y juego a Pokémon. Y no tengo ningún problema en decirlo.

22. De hecho, tengo un Gengar que sólo al nivel 52, ya peta culos.

23. Ahora mismo estoy jugando varios juegos: Kingdom Hearts, con Carlota, en nivel experto, con Cadena del Reino y con todos los extras (incluido Sephiroth); Dragon Quest: El periplo del rey maldito, con Mr. Pelos; Baldur's Gate: Dark Alliance II; Pokémon Platino y The World Ends With You.

24. Para terminar el Kingdom Hearts, sólo nos queda la pelea final con Ansem, Sephiroth, y fabricar el Arma Artema.

25. Me encanta cocinar.

26. Mi punto fuerte es la repostería: muffins, pasteles, tartas, galletas...

27. Paradójicamente, mi novio es diabético, y no puede comer nada de lo que cocino.

28. Mi comida favorita es la libanesa.

29. Me pirran el curry y las lentejas estofadas de mi madre.

30. Mi enemigo natural es el aguacate. No puedo ni olerlo.

31. Soy alérgica a la penicilina y a todos sus derivados.

32. Hablo inglés con mucha fluidez, y tengo un nivel medio de alemán y básico de francés.

33. Me gustaría aprender japonés.

34. Mi color favorito es el rojo.

35. A pesar de mi corta estatura, no suelo ponerme zapatos de tacón.

36. No me siento identificada con ningún estilo ni tribu urbana.

37. Lo mío son los vaqueros + camiseta, en plan jacoso.

38. Me encanta leer, aunque no tengo tanto tiempo como quisiera para dedicarme a la lectura.

39. Me encantan las novelas de Sherlock Holmes.

40. Practico aerobic y step desde hace varios años.

41. Ésa es precisamente la razón por la que un extraño gran número de personas alaban las virtudes de mis nalgas y mis piernas.

42. Yo, sinceramente, no creo que tenga tan buen culo.

43. Mis piernas... bueno, admito que no están mal.

44. Nunca me despierto más tarde de las diez de la mañana.

45. Me gusta llevar las uñas de las manos pintadas de colores escandalosos, como azul turquesa, amarillo o naranja.

46. Sólo he suspendido un examen en toda mi vida.

47. Fue en 2º de ESO, un examen de Matemáticas. Potencias y fracciones, para ser más exactos.

48. En estos momentos, mucha gente que conozco me habría dado una colleja.

49. Me encanta la cerveza, aunque no soy capaz de tomarme más de una porque mi cuerpo no tolera bien el alcohol.

50.  Razón por la cual no bebo.

51. Tengo un marcado acento canario, y no me importa.

52. Llevo dos años de feliz relación con el que ha sido mi primer novio, más conocido como Mr. Pelos.

53. Perdí la virginidad a los 17, y fue un completo desastre organizativo.

54. La segunda vez fue una historia completamente diferente.

55. Desde ese día, tengo una necesidad biológica extra que, cuando no es satisfecha, me pone de muy mal humor. Niños, no tengan prisa.

56. No me gusta bailar. Soy totalmente arrítmica.

57. La ducha despierta a la cantante de ópera que llevo dentro.

58. Me gusta todo tipo de música excepto el reggaeton, el bakalao y el flamencorro.

59. Especialmente me gusta el rock, el punk y el grunge.

60. Mi grupo favorito es Three Days Grace.

61. No puedo morirme sin ir a uno de sus conciertos y enseñarle las tetas a Adam Gontier, el sexy vocalista. 

62. Me gusta dibujar, aunque no lo hago especialmente bien.

63. Me habría encantado concursar en Humor Amarillo.

64. Soy muy buena jugando a juegos de mímica.

65. Conocí a mi mejor amiga, Andy Strawberry, a través de deviantArt.

66. ¡La quiero como el jamón y el queso al sandiwich!

67. Estoy enamorada de la ciudad de Londres.

68. Me gusta mucho escribir, y no creo que sea mala.

69. Tampoco tengo tanto tiempo como quisiera para hacerlo.

70. Me gustan mucho los gorros.

71. Me encantaría tener un vestido de lolita.

72. Soy una cobarde: odio las películas de miedo.

73. Tampoco me gusta que me den sustos.

74. Gente que no conozco personalmente me conoce por "la que dijo lo del cáncer de Zamora".

75. A pesar de que pasé doce años de mi vida en un colegio de monjas, no creo en Dios.

76. Me encanta criticar a la gente que me cae mal.

77. Un día, el karma me va a castigar por reírme de las fotos que esa gente cuelga en Tuenti.

78. Soy muy introvertida y me da mucha vergüenza entablar conversación con gente que no conozco.

79. Le tengo un pánico horrible a los gallos.

80. Sí, gallos. Los machos de las gallinas.

81. También me dan miedo las abejas, las avispas y todos sus muertos.

82. No me gusta salir de fiesta porque a partir de las doce de la madrugada, ya tengo sueño.

83. Annie duele reírse de mí por eso.

84. Colecciono osos panda: peluches, figuritas, etc.

85. Aunque no me guste demasiado el fútbol, soy del Villarreal.

86. Soy una fan incondicional de la Fórmula 1.

87. Son las 0:24, y ya tengo sueño.

88. No me gusta Cómo conocí a vuestra madre. Me parece una burda copia de Friends.

89. Llevo dos veranos diciendo que voy a sacarme el carné de conducir, y aún no lo he hecho.

90. ¡El próximo verano lo haré sin falta!

91. Me encantan los aros de cebolla.

92. Siempre tengo calor.

93. Soy una maniática del orden.

94. Es imposible hablar conmigo cuando estoy recién levantada.

95. Me encantaría aprender a tocar algún instrumento, como el violín o el piano.

96. Uno de mis mayores fetiches es el cosplay de Xigbar de Mr. Pelos.

97. Soy muy escandalosa cuando... en fin... eso.

98. Suzaku Kururugi me pone mucho con esas mallas blancas

99. Oh, eso creo que ya lo he dicho.

100. Toda mi ropa interior tiene dibujitos.

¡Increíble! Si lees esto, es que realmente has llegado hasta el final. ¡Eso significa que eres un cotilla! (risas)

Y hasta aquí el especial de El laboratorio de Komui. ¡Gracias por dedicar un ratito de tu tiempo a leerme!

Arigato gozaimasu! Ja ne!

sábado, 20 de agosto de 2011

El chico perfecto VI.

Me quedé tan fuera de combate que, por un momento, me olvidé de respirar. ¿De dónde había sacado Ryan mi número de teléfono? O lo que es más importante, ¿por qué demonios me había llamado?
Le pedí a Andrea que me esperara unos diez minutos y que volvería a llamarla. Aunque no la estuviese viendo, pude imaginarme su cara de pasmo. Le dije que era importante y le prometí que no iba a olvidarme, que por favor me esperara. Andrea bufó, bastante molesta, y me colgó. Lo entendí, y no podría recriminárselo, porque parecía que no me interesaba lo que ella me estaba contando. No era así, pero tenía una muy buena razón para desviar mi atención a otro asunto.
Respiré hondo un par de veces y me llevé el fijo a la oreja.
- ¿Ryan? ¿Eres tú?
- ¿Te pillo en mal momento? Puedo llamar más tarde... – murmuró.
- No, no, no pasa nada. ¿Cómo has conseguido mi teléfono?
- Bueno, no tenía ninguna manera de localizarte. Supuse que estarías viviendo en casa del señor Jameson, así que le pregunté a mi madre por el teléfono de su casa.
- Ah – respondí, impresionado por su sentido de la lógica, mientras buscaba la mejor manera de preguntarle qué quería de mí -. Puedo... ¿puedo ayudarte en algo?
Ryan se aclaró la garganta y titubeó, y reconocí perfectamente esa situación en la que quieres decir algo a alguien temiéndote la respuesta que vas a obtener.
- Yo, en fin, quería disculparme por lo de esta mañana.
- ¿Disculparte? Es decir, ¿por qué? – me quedé de piedra.
- Ya sabes, después de comer no fui a clase – habló muy despacio, tanteando mi reacción -. Creo que debí haberte avisado. A lo mejor te estuviste preguntando dónde estaba – acertó de lleno, pero no iba a admitírselo. Me mantuve en silencio y dejé que continuara -. Lo que pasó fue que a una amiga la llamaron del hospital porque su madre se había dado un golpe con el coche. Ella estaba muy asustada, y algunos de nosotros decidimos acompañarla...
Me repente, me sentí estúpido. Yo no me merecía que Ryan estuviese dándome explicaciones de nada, después de juzgarlo de la manera en que lo hice pensando en que se había largado porque se había cansado de mí.
- Ryan, no hace falta que...
- Quizás no, pero pensé que no estaba de más decírtelo. Y también quería preguntarte algo – continuó, y volví a ponerme alerta -. Es decir, a la hora de comer te dije que me esperaras, pero cuando volví a buscarte, te habías ido. ¿Sucedió algo?
Gracias a Dios que Ryan no podía verme, porque me quedé con cara de idiota. No recordaba para nada el que Ryan me hubiese dicho eso.
- ¿Me dijiste eso? – me atreví a preguntar.
- Sí – le oí reírse por lo bajo -, aunque creo que estabas atendiendo tu móvil y por eso no lo escuchaste. Te dije que iba a buscar dónde estaban sentados mis amigos y que, bueno, luego iba a preguntarte si querías almorzar con nosotros. Pero cuando volví a la entrada, ya te habías ido.
Se produjo un silencio incómodo que se prolongó unos segundos.
- ¿TJ? – dijo Ryan -. ¿Sigues ahí?
- Ryan, ¿puedes esperar un momento? 
Me dirigí a la ventana, la abrí de par en par, y después de apretar mi móvil contra mi pecho, saqué la cabeza por la ventana y grité con todas mis fuerzas. Esta vez no me sentí estúpido, me sentí un cretino. Me di cuenta de lo buen tío que era Ryan, y de lo injusto que había sido con él.
- Ryan – me llevé el teléfono al oído e intenté agradecerle el detalle sin que notara que me temblaba un poco la voz -, escucha, de verdad que yo...
- Oye – me interrumpió -, perdona que te corte, pero quiero proponerte algo. ¿Qué te parece si vamos a dar un paseo? Si aún no has visto el pueblo, podemos dar una vuelta para que te vayas ubicando.
Juro que casi se me saltaron las lágrimas. No podía creer lo que acababa de oír.
- Ryan...
- ¿O prefieres dejarlo para otra ocasión...? – de repente Ryan sonó arrepentido, y me apresuré para que no me malinterpretara.
- ¡No, no, me encantaría! ¡Me apetece mucho, aún no conozco el pueblo!
- Vaya – se sobresaltó por mi reacción, y entonces le cambió la voz -. ¿Entonces quedamos dentro de una hora?
- Claro, por supuesto – creo que notó estaba exultante, porque volvió a reírse -. ¿Dónde quieres que nos veamos?
- Mejor voy a buscarte a tu casa, no vaya a ser que te piedras buscando el lugar – la broma me sentó como una patada en el hígado, aunque le perdoné cuando escuché una sonora carcajada que me reconfortó -. Nos vemos luego.
Y colgó.
Me dejé caer en peso sobre la cama manteniendo una sonrisilla estúpida de quinceañera enamorada. Es increíble cómo pueden cambiar los acontecimientos en tan poco tiempo, pensé: hace cinco minutos estaba quejándome de él, y ahora, de repente, le debía una muy gorda. Tenía que aprovechar a tope esta oportunidad para ganarme a Ryan. No estaba seguro de cómo, pero tenía una hora para averiguarlo.
Pero antes de ponerme a maquinar estrategias, debía llamar a Andrea. Marqué su número desde mi móvil, y no me equivocaba cuando supuse que se había enfadado conmigo por dejarla con la palabra en la boca. Respondió a mi llamada con un gruñido.
Estuvimos hablando durante casi cuarenta minutos. Le pedí disculpas por haberle colgado y le expliqué lo que había sucedido. Ella dijo que lo entendía y que daba igual, y yo hice como que me lo creía. Es lo que tiene el sexo femenino: cuando dicen que da igual, es que realmente no les da igual. Entonces le pedí que me prometiera que no iba a estar triste. Andrea me dijo que no podía hacer eso, y lo entendí. Andrea y yo estábamos muy unidos, nos veíamos casi a diario y lo hacíamos todo juntos. Por eso comprendí cómo se sentía: debía de ser muy duro para ella pasar de estar conmigo casi todos los días a no tenerme cerca. Para mí también lo era, pero había sido mi decisión irme de Washington, así que, en cierta manera, no me permitía a mí mismo ser egoísta y llorar su ausencia por los rincones, aunque me moría de ganas de estar con ella. Traté de hacerle entender que, aunque yo no estuviera allí, que ella no estaba sola: tenía a su familia y a sus amigos. Bueno, a nuestros amigos, a los que también echaba de menos una barbaridad. Ella me dijo que no era lo mismo, y yo traté de convencerla. También traté de hacerle entender que solamente llevaba fuera dos días, y que no ayudaba nada el que ella estuviese tan baja de ánimos, a lo que ella me replicó que no comprendía por qué yo no estaba triste. Estoy más que triste, le dije, pero alguno de los dos tiene que mantenerse fuerte, y estaba claro que iba a ser yo, aunque por dentro me sentía igual que ella. Después de una larga conversación conseguí que me dijera que iba a hacer todo lo posible rehacer su vida sin mi compañía diaria, y añadió que iba a intentar buscar un trabajo de media jornada para ahorrar algo de dinero y poder venir a Reed River. Me alegré por ella, y después de decirle que la quería con todo mi corazón, colgó el teléfono.
Después de hablar con Andrea no se me había quedado muy buen sabor de boca. Me di cuenta de que, aunque al final consiguiera hacer migas con Ryan, nada iba a cambiar el que ella seguía allí, y yo aquí, a más de tres horas en coche. Pero ésa era una decisión que yo había tomado, así que era mi obligación acatar con las consecuencias. Así que, para evitar que Andrea volviera a deprimirse, mandé un mensaje a Sue, una amiga de Washington, y le pedí que se llevara a Andrea al cine. Medio minuto después me respondió que no había problema, y me dijo que ya se me echaba de menos. Yo también a vosotros, le respondí. Muchísimo.
Miré el reloj y quedaban veinte minutos para que Ryan llegara a casa, en el caso de que fuera puntual. La siesta y la aspirina me habían quitado el dolor de cabeza, así que aproveché ese tiempo para sacar toda mi ropa de la maleta y organizarla dentro del armario. Lo mismo hice con mis cosas para el aseo. Me quedé absolutamente impresionado cuando vi la cantidad de espacio que en circunstancias normales tiene un armarito de baño cuando no lo compartes con dos hermanas preadolescentes y una cuarentona que intenta inútilmente ocultar las inevitables marcas físicas de la edad. Aproveché también ese rato para empezar a colocar todos mis trastos en mi nuevo cuarto: mis libros, mis CD de música, mi ordenador portátil, mis pósters y mis viejos manga, entre otras cosas.
Cuando estaba debatiendo sobre dónde colgar mi póster de Nickelback, llamaron a mi puerta.
- ¿Thomas? – mi padre asomó la cabeza - ¿Has terminado con el inalámbrico? Necesito hacer una llamada.
- Sí, ya he terminado – cogí el teléfono y se lo lancé.
- Antes no pude preguntarte porque estabas hablando por el móvil – dijo, agarrando el teléfono al vuelo -. ¿Estás mejor?
- Mucho mejor. Tenías razón, sólo necesitaba una siesta.
- Suelo tener razón, aunque nunca me la des – espetó con una forzada mueca de orgullo.
Esperé a que hiciera la pregunta obvia, pero sólo se limitó a mirarme en silencio. Me impacienté.
- ¿No vas a preguntarme con quién estaba hablando?
- Si te soy sincero, me muero de curiosidad – respondió -, pero prefiero que me lo cuentes tú, si te apetece, antes que preguntártelo yo.
Los dos sonreímos.
- Era Andrea.
- Ah, hace mucho tiempo que no la veo. ¿Cómo está?
- Bueno – suspiré -, no está lo que se dice muy contenta conque me haya marchado.
- Me lo imagino – se rascó la mejilla, incómodo -. ¿Y tú?
Las palabras me salieron de lo más hondo.
- Espero no arrepentirme de haberlo hecho.
Me respondió con una sonrisa paternal que me conmovió.
- Te aseguro que no lo harás, hijo – hizo una pequeña pausa, y luego continuó con el interrogatorio -. ¿Y quién llamó a casa?
- Un compañero de clase – mi padre levantó las cejas en un gesto de sorpresa -. Me dijo de quedar para dar un paseo por el pueblo.
- ¡Eso es estupendo, Thomas! – exclamó, y me sonrojé un poco. Parecía más contento él por el logro que yo - ¿Lo ves? Te dije que no iba a ser para tanto: eres más extrovertido de lo que piensas.
En eso no estaba de acuerdo. Era una realidad que era tímido. Pero no podía negarle que al final tenía razón: no fue para tanto.
- Bueno, voy a llamar a la oficina antes de que se me haga tarde. Si me necesitas, estoy en el salón viendo la tele.
Se dio media vuelta y salió de mi cuarto. Antes de que fuera, le confesé:
- Papá – él se giró para mirarme -. Ha sido un puntazo. Gracias.
- De nada – sonrió, esta vez mostrando orgullo real -. Yo no soy como otros.
Sabía perfectamente de qué estaba hablando, y él comprendió enseguida que había captado su mensaje. Ésa era la clase de relación que yo habría deseado tener con mi madre, una relación normal en la que ella respetara mi intimidad y no se dedicara a cuestionarse si lo que le contaba era cierto o no, y tampoco aprovechara cualquier despiste para fisgonear entre mis cosas. Mi padre siempre me había dado la oportunidad de fijar los límites a lo que considerara que eran asuntos privados y asuntos que pudiera compartir. Se lo agradecí en el alma.
Cuando mi padre bajó las escaleras, fui al baño y me miré en el espejo. Aparte de eliminar el dolor de cabeza, la siesta me había dejado el pelo alborotado y la camiseta arrugada. Volví a mi habitación y saqué del armario mi camiseta favorita, una roja con un dibujo del cubo de Rubik’s. Me cepillé un poco el pelo, me cambié la camiseta, metí un par de dólares en el bolsillo de los vaqueros y bajé al piso inferior. Faltaban cuatro escalones cuando sonó el timbre.
Ryan.
De repente, me puse tenso. Por un momento, me sentí como en la noche de mi primer baile de graduación. Me aseguré de que seguía bien peinado, a pesar de que sólo había bajado un par de escalones desde que me había arreglado el pelo, respiré hondo y bajé al rellano. Antes de que pudiera llegar al recibidor, mi padre se había levantado y ya estaba abriendo la puerta.
Le observé de lejos: su pelo rubio, sus ojos azulísimos, su piel blanca y su sonrisa perfecta. Maldita sea, cuanto más le miraba, más envidia sentía.
- ¡Ryan! – mi padre le saludó enérgicamente -. Hace mucho tiempo que no te veía. ¿Cómo estás?
- Muy bien, señor Jameson, gracias – respondió Ryan con una enorme sonrisa. Además de guapo, educado. Me dieron ganas de abrirle el cráneo para diseccionarle el cerebro y comprobar que realmente era humano.
- Oye, ¿y cómo está tu madre? Hace unos días hablé con ella y me dijo que se incorporaría hoy a trabajar.
- Iba a hacerlo, pero ha recaído y prefirió quedarse descansando un par de días más hasta curarse del todo, por si era contagioso.
- Bueno, dile que en la oficina no tenemos prisa por que vuelva hasta que no se recupere del todo – bromeó mi padre.
Ryan se rió.
- Se lo diré – miró hacia mí, que estaba justo detrás de mi padre, escuchando la conversación. Sonrió abiertamente, dejando ver todos y cada unos de sus dientes blanquísimos -. ¡Hola, TJ!
- Hola – musité.
- Ah, ¿fuiste tú el que llamó antes a Thomas? – Ryan asintió. Entonces mi padre me arrastró por el brazo y me colocó entre él y Ryan. Me puse rojo como un tomate. Qué vergüenza. Me sentía como una adolescente en su primera cita con el quarterback del equipo de fútbol -. Entonces puedo estar tranquilo, está en buenas manos. Vigílalo para que no se pierda.
- ¡Papá! – espeté. Éste era el típico momento en el que tu padre te deja en ridículo delante de los otros.
- No se preocupe, señor Jameson – inquirió Ryan, y se echó a reír con mi padre -. Aunque no haya traído la correa, le prometo que no dejaré que se vaya muy lejos.
Qué gracioso, Ryan. Me muero de la risa.
- Bueno, chicos, que os divirtáis – dijo mi padre, despidiéndonos desde la puerta principal.
Ryan y yo empezamos a caminar en dirección opuesta a mi casa. Estaba jodidamente nervioso. Tenía que causar una buena impresión en Ryan para poder ganarme su confianza.
¿Pero cómo iba a hacerlo, si no tenía ni idea de qué hablarle?

lunes, 15 de agosto de 2011

Pastel mármol.

Últimamente estoy aprovechando los días muertos de agosto para hacer experimentos en la cocina, ahora que tengo tiempo. Mi último trabajo ha sido un bizcocho tipo mármol, como los de Tía Mildred: es ridículamente fácil, ¡y está ridículamente rico! Imagínense si está rico, que en menos de dos días, ya no hay...

INGREDIENTES.
- 250g de mantequilla
- 275g de azúcar
- 3 ó 4 cucharadas de azúcar avainillado
- 4 huevos
- 2 cucharadas de ron
- 500g de harina
- 1 pizca de sal
- 1 sobrecito de levadura en polvo
- 125ml de leche + 2 cucharadas de leche
- 3 cucharadas de cacao en polvo (o más, según el gusto del consumidor)

1) Batir bien en un bol grande la mantequilla reblandecida con el azúcar normal y el azúcar avainillado. Añadir los cuatro huevos y el ron.

2) En otro bol aparte, mezclar la harina con la levadura y el poquito de sal.

3) Incorporar, sin dejar de remover, la mezcla de harina y levadura a la mezcla de mantequilla, azúcar y demás, junto con los 125ml de leche. Mezclar muy bien. En este punto parece que la masa está grumosa y tiene un aspecto un poco raro: es normal. Realmente no lo está.

4) Precalentar el horno a 180ºC. Verter en el molde, previamente untado con un poco de mantequilla y espolvoreado con harina para que no se pegue, dos tercios de la masa. Mezclar la masa que queda en el bol con el cacao y las dos cucharadas de leche.

5) Incorporar la masa de chocolate al molde, y con ayuda de un tenedor, mezclar las dos masas tratando de lograr el típico motivo en espiral del bizcocho mármol.

6) Meter el pastel en el horno a media altura. El tiempo de cocción dependerá de cada horno: lo mejor es ir comprobando si está hecho cada 15 ó 20 minutos pinchando el bizcocho con un cuchillo. Cuando éste no salga manchado, el pastel estará listo.

¡Así de fácil! Y aquí el trocito que me comí esta mañana para desayunar:
















Como curiosidad decir que, aunque aquí lo llame bizcocho o pastel, la verdad es que aquí lo llamamos queque. Dialectismos canarios FTW.

¡Hasta la próxima Rierreceta!

MENSAJE PARA AKIKO: por razones ajenas a mi entendimiento, quisiera comunicarme que ninguno de mis dispositivos informáticos con conexión a Internet me permite dejar comentarios en tu blog. Y eso me repatea. ¡Y mucho! Gomen nasai! (snif).

miércoles, 10 de agosto de 2011

El apagón.



Eran las once y media de la noche. Mi hermana ya dormía, mi padre veía una peli en el salón, mi madre se estaba preparando para irse a la cama y yo esperaba a que cargara el décimo episodio de Code Geass. Eran las once y media de ayer cuando se fue la luz. En menos de un segundo, todo se volvió negro. La oscuridad era tan espesa que no veía más allá de un palmo de mis narices. Me sorprendió tanto que no pude evitar soltar un "¡Uy!" cuando vino el apagón.

- ¡Mamá, se ha ido la luz! - grité, con una risilla incrédula.

- ¿No me digas? - respondió, siempre tan agradable.

Oí los pasos de mi madre acercarse al cuarto de estar desde su habitación. Me levanté en la penumbra y tanteé los muebles para evitar comérmelos. Al llegar a donde se suponía que estaba marco de la puerta, mi madre tuvo la mala suerte de comerse no un mueble, sino mi mano. Recibí una de sus famosas collejas teledirigidas. Me cogió de la mano y me dijo:

- Ayúdame a buscar las linternas.

- ¿Linternas? - pregunté -. ¿Por qué no subes la palanca y ya está?

- Papá dice que el problema no es nuestro, que se ha ido la luz a nivel general.

- ¿De veras? - exclamé.

Nunca había presenciado un apagón general. Y aunque no es algo que digas: "¡Dios, no puedo morirme sin ver un apagón!", sentí curiosidad por ver qué pasaba en la calle. Mi madre y yo llegamos hasta un cajón y encontramos las linternas. Agarré una a la que apenas le quedaban pilas y corrí hasta el balcón. Por el camino me crucé con mi padre, y me dijo:

- Asómate, está todo negro.

Abrí la corredera de la terraza y salí al balcón. Afuera estaba todo negro, negrísimo. Las únicas luces que había eran diminutos puntitos naranjas a lo lejos que debían de ser las farolas de la Avenida Marítima a la altura de San José. Además, tuve la suerte de que, en aquel momento, no pasó ningún coche, salvo una guagua de la línea 30 que chirrió un segundo al parar en la estación, y luego se fue. No podía ver nada. Pude reconocer algunas siluetas de la calle: el teatro, las oficinas centrales de La Caja, la estación de guaguas...

Entonces, alcé la cabeza, y las vi. Creí haberlas olvidado, pero aún estaban ahí.

Las estrellas. Más grandes y más pequeñas, más y menos brillantes. Pero muchas, muchas estrellas.

Hasta ese momento, no me había dado cuenta de la cantidad de contaminación lumínica que hay en la ciudad. Fue irse la luz un lapso de quince minutos y darme cuenta de que, sobre nuestras cabezas, hay un montón de estrellas que brillan todas las noches, y no nos damos cuenta.

Me sentí pequeña e insignificante. Al ver el inmenso cielo estrellado me sentí parte de un todo un poco más grande, pero igualmente pequeño, si nos comparamos con sólo una de ellas, con la más chiquita de todas. Me dije a mí misma: "Formo parte de la Humanidad, pero la Humanidad ni lo sabe". Por un instante, me sentí sola. Tantos y tantos millones de personas en el mundo, y alrededor de sólo cien conocen de mi existencia.

Y también me sentí destructora: formo parte de esa Humanidad que está haciendo desaparecer las cosas bellas. Desde la más compleja hasta la más simple, como es el cielo nocturno. Son tantas las cosas que hemos hecho desaparecer con la evolución que parece que no nos damos cuenta. Y eso me entristece, porque muchas cosas que pueden hacernos feliz las tenemos muy cerca de nosotros, y de forma gratuita. ¿No es hora de darnos un respiro y pararnos a pensar es si todo lo que hacemos es realmente necesario?

La luz volvió a las farolas, y las estrellas volvieron a desaparecer. Sentí un escalofrío y una extraña oleada de tristeza. Me habría gustado que se hubiesen quedado ahí, para darnos las buenas noches.

viernes, 5 de agosto de 2011

La confianza da asco.

Cuando tienes una relación de pareja, hay ciertos valores que se esperan de ella a diario, como pueden ser el respeto o la sinceridad. Sin embargo, hay uno de esos principios básicos que prima sobre los demás: la confianza. Y es la confianza la que, cuando llega a su nivel máximo, te hace pensar: ¿cuándo demonios hemos llegado a esto? 

Me refiero a esos momentos en los que piensas que la confianza da asco.

Cuando, después de hacer el amor, él te pide que te acuestes boca abajo con el único objetivo de limpiarte la espalda de espinillas, piensas: la confianza da asco.

Cuando a la pregunta de a quién quiere más, si a su PlayStation o a ti, te responde que a ti, no sin antes dudarlo por un instante, piensas: la confianza da asco.

Cuando, después de enseñarle un sujetador que te estás probando en una tienda abarrotada de gente, chilla: "¡Andrea, ven a ver esto! ¡Tienes que ver cómo le queda ese sujetador! ¡Jamás he visto unas tetas tan bien vestidas!", piensas: la confianza da asco.

Cuando te repite hasta la saciedad que odia tu saga de videojuegos preferida - también conocida como Kingdom Hearts -, y a pesar de que cada vez que lo oyes, le pellizcas hasta intentar sacarle los intestinos por la boca, lo sigue haciendo, piensas: la confianza da asco.

Cuando tú le preguntas que si los zapatos que llevas puestos te hacen las piernas bonitas y él te responde: "Te estamparía contra la pared y te lo haría ahora mismo", piensas: la confianza da asco.

Cuando te pide que le alcances algo de un estante alto, aun sabiendo que no llegas por tu escasa estatura, y se descojona de ti viéndote dar saltitos intentando cogerlo, piensas: la confianza da asco.

Cuando, con sólo tocar la goma superior de tus braguitas por debajo de los pantalones, sabe perfectamente cuáles llevas puestas, piensas: la confianza da asco.

Cuando le preguntas si te estaba escuchando y él te responde: "No, lo siento, te estaba mirando el escote", piensas: la confianza da asco.

Cuando, con la mejor intención del mundo, le pides que pruebe los coquitos que acabas de hornear, y él te contesta con una mueca de asco: "Dedícate a otra cosa", piensas: la confianza da asco.

Cuando te tira un eructo a la cara y te dice alegremente: "¡Adivina qué almorcé hoy!", piensas: la confianza da asco.

Y cuando, a pesar de todas esas cosas, te das cuenta de que sigues enamorada de él hasta las trancas, piensas: la confianza dará asco, pero es que si fuera de otra manera, no sería él mismo.


Espacio dedicado al patrocinio de un tema Ruleta Rusa, porque Tito me pidió amablemente que lo sponsorizara:


lunes, 1 de agosto de 2011

El chico perfecto V.

El resto del día transcurrió de forma normal. Aunque más que normal, yo lo habría definido como “predecible”. Salvo por un detalle: no volví a ver a Ryan. Desde que huí de él y de sus amigos en la terraza de la cafetería, no apareció por ninguna parte, ni en clase ni en los pasillos. Había desaparecido de repente. Y, sinceramente, no me importaba lo más mínimo a dónde había ido. Yo ya había recibido mi pequeña decepción particular, y no tenía ganas de recibir una segunda.
Por lo tanto, la ausencia de Ryan durante las dos horas que siguieron al rato del almuerzo tuvo tres consecuencias penosas. La primera fue que, obviamente, me quedé a la merced de la más absoluta soledad del chico nuevo. No es que me sorprendiera, ni mucho menos, pero empezaba a estar un poco harto de la indiferencia de mis compañeros. ¿Acaso sus padres o les habían enseñado los fundamentos básicos de la educación y la cortesía? Con un simple “hola” me habría conformado. Pero ni eso. De hecho, durante una de las clases traté de dar un pequeño paso y pedir a la chica que se sentaba delante de mí una goma de borrar, y la muy borde ni siquiera se giró para dármela: estiró el brazo y la dejó caer sobre mi mano. Estaría concentrada con la clase, pensé. Esperé tontamente a que me la reclamara y así poder dedicarle una sonrisa forzada y darle las gracias, pero probablemente el finísimo tanga blanco, de Calvin Klein, si no me equivoco, que le asomaba por encima de los vaqueros, le obstruía el riego sanguíneo hacia el cerebro y se olvidó, o quiso olvidarse, de que me había prestado la goma. Así tengas de borrar tus apuntes con la lengua, desagradable.
La segunda fue que, dado mi penoso sentido de la orientación y mi principio de miopía, me perdí durante un cambio de clase. Había estado toda la mañana dependiendo de Ryan por los pasillos porque ese día teníamos las mismas asignaturas, pero al desaparecer de repente, fui incapaz de encontrar el aula de Matemáticas. Nadie me había enseñado el instituto y tampoco tenía un plano que poder seguir, así que traté de buscar una cara conocida y confié en que fuera a la misma clase que yo. La única cara que me atreví a seguir fue la de la Barbie pelo paja, Kate, pues era la única persona a la que había visto de cerca después de a Ryan. La perseguí por los pasillos a una distancia prudencial para que no me descubriera.  Pero, oh, fracaso. Se metió en los servicios con su elenco de muñecas perfumadas, y parecían no tener prisa. No podía quedarme esperando junto al aseo a que saliera, o pensaría que era un acosador. Fingí jugar con mi móvil un par de minutos esperando a que regresara, pero un penetrante olor a tabaco procedente del interior del servicio me dio a entender que no tenía intención de ir a clase. Genial, pensé. Me tocaba embarcarme en la aventura de encontrar el aula entre ese inmenso laberinto de paredes grises, puertas idénticas y letreros con letra minúsculas. El decorador del instituto debía de haber ganado la titulación en una feria. Al final di con ella, después de más de diez minutos abriendo puertas al azar y pidiendo disculpas a los profesores por interrumpirles la clase.
La tercera, que para mí fue la peor, es que Ryan no estaba para advertirme que no le dijera a la señora Atkins, la veterana maestra de Matemáticas, que era el chico nuevo. Cuando respondí a su pregunta, me hizo salir a la tarima y me dio delante de todo el mundo dos enormes besos de abuela que me dejaron la marca del pintalabios tatuadas en las mejillas. Aunque sabía que no lo había hecho con mala intención, en mi vida me había sentido tan abochornado. Me sonrojé tanto que podría haber camuflado perfectamente las marcas rojas de su lápiz de labios. Aunque, bueno, si tengo que sacar algo positivo del arrebato amoroso de la señora Atkins, es que al menos mis compañeros se lo pasaron en grande. Lo que no me hizo tanta gracia fue que los dos imbéciles que se sentaron detrás de mí se pasaran toda la clase lanzándome besos. Para hacerme sentir estúpido sí que os percatáis de mi existencia, ¿eh?
Si a todo eso le juntaba que empezaba a sentir un tremendo y punzante dolor de cabeza por la falta de sueño y mi propensión a las jaquecas, deseé con toda mi alma que ese día se acabara de una vez por todas.

Al final terminó. A las cuatro de la tarde sonó la campana y una multitud de estudiantes chillones se abalanzó contra las puertas de la entrada principal. Cada uno de los gritos me taladró un rincón diferente de la cabeza, y cuando llegué al vestíbulo temí por la estabilidad de mi cráneo.
Salí del edificio, y noté cómo se me encendían las mejillas de nuevo. Un familiar BMW negro estaba aparcado junto a la acera, y mi padre estaba apoyado tranquilamente sobre él. Cuando me vio, me saludó con la mano. ¿Por qué había venido a buscarme a la salida del instituto? ¿Qué edad se creía que tenía, siete años? Me acerqué corriendo hacia él y le espeté, molesto:
- ¿Qué estás haciendo aquí?
- Bueno – contestó, rascándose la nuca, visiblemente sorprendido -, pensé que quizás aún no estarías familiarizado con el recorrido desde aquí hasta casa.
No lo había pensado. Había dado en el clavo. Gruñí y me metí en el asiento del copiloto sin mediar palabra. Mientras conducía traté de memorizar los nombres de las calles que íbamos recorriendo para intentar volver solo mañana, pero el dolor de cabeza me impedía concentrarme en nada. Me rendí y me froté el entrecejo con los dedos. Tras unos minutos en silencio, mi padre intentó iniciar una conversación:
- En fin, ¿qué tal tu primer día?
- Bien – mentí en tono seco. No tenía ganas de hablar, y mucho menos de mi desastroso día. Mi padre enarcó las cejas.
- ¿De verdad? No te veo muy convencido.
- En serio.
Mi padre me dedicó una mirada preocupada que hacía años que no le veía. De repente me sentí un poco culpable por haberle hablado de esa forma tan tosca. Traté de suavizar la situación.
- Me duele la cabeza, eso es todo.
- Oh, vaya - respiró aliviado, y eso me hizo sentir algo mejor -. Seguro que es de dormir poco. Cuando lleguemos a casa te daré una aspirina y te echas un sueñecito, ¿vale?

Asentí. Realmente me había leído el pensamiento.
Mientras me servía un vaso de agua con el que tomarme la medicina, mi padre me dijo que estaría trabajando con el ordenador en su despacho, en el piso inferior, y me pidió que le avisara si necesitaba algo. Le di las gracias y subí a mi habitación. En otras circunstancias habría aprovechado la tarde para deshacer mi maleta y organizar un poco el lío de notas y apuntes que había tomado en clase, pero me sentía tan agotado, física y mentalmente, que me limité a lanzar mi mochila contra la pared y desplomarme boca abajo sobre la cama. Empecé a contar lentamente desde cero. Antes de llegar al dieciocho, ya me había quedado dormido.
Me despertó la vibración de mi teléfono en el bolsillo de mis pantalones. Le dediqué al móvil una bonita retahíla de palabrotas. Debía de llevar unos tres cuartos de hora de sueño profundo y reparador, así que ya podía ser importante como para despertarme. Me llevé el auricular a la oreja sin molestarme en mirar la pantalla parpadeante y contesté con una especie de gruñido animal.
- ¿Diga?
- Hola, TJ.
Esa voz, tan suave y melódica. El corazón me dio un vuelco y me despejé de golpe.
- ¿Andrea?
Se le escapó una risilla coqueta que sonó como unas campanillas. Me encantaba cuando se reía así.
- ¿Estabas durmiendo?
- No, no, sólo estaba medio traspuesto – mentí -. ¿Cómo estás?
- Bueno, más o menos – Andrea sonó apagada y triste de repente, y supuse perfectamente por qué. Antes de que pudiera contestarle, me interrumpió -. Pero lo más importante es cómo te encuentras tú.
- He tenido un día de perros – suspiré -. He dormido fatal y en el instituto no he podido...
- ¿Has ido a clase? – replicó, y su voz sonó una octava más alta - ¡Me prometiste que no lo harías! ¡Dijiste que te quedarías en casa descansando!
- Ya, bueno... – en efecto, se lo había prometido. Intenté excusarme, pero no me salía nada creíble -. Lo siento.
- Debí habérmelo imaginado – Andrea habló muy despacio -. Esto es importante para ti, ¿verdad?
- Sí. Quiero ir a la universidad cueste lo que cueste.
- Lo sé – por cómo respondió, supe que estaba sonriendo. Me habría encantado verla. Maldita sea, la echaba muchísimo de menos -. ¿Qué tal el instituto? ¿La gente es maja?
Le agradecí que cambiara de tema, pero no me gustó tanto que cambiara a ese tema. Seguía sin tener ganas de hablar, pero... qué narices, es mi novia. ¿Quién si no iba a escuchar cómo me quejaba?
- Esos tíos apestan, Annie – contesté secamente; a Andrea le pilló desprevenida y lanzó una exclamación de desconcierto -. No he hablado con nadie hoy.
- Pero eso es normal, TJ – trató de consolarme -. Nadie hace amigos como quien se hace un huevo frito, esas cosas llevan tiempo. Y más tú, que eres tan tímido con la gente que no conoces...
- No me refiero a eso. No he hablado con nadie porque nadie me ha dirigido la palabra.
- Venga ya, estás exagerando – bufó.
- Andrea – traté de explicarme -, ninguno de esos niños pijos ha sentido ni la más mínima curiosidad por mí. ¡Yo, en su lugar, me moriría de ganas de hacerme preguntas!
- Quizás no pretendían agobiarte y querían darte tu espacio.
- No saben ni cómo me llamo.
Me di cuenta de que quiso consolarme y hacerme pensar lo contrario, pero se quedó sin argumentos. Permaneció en silencio unos segundos.
- ¿De verdad que son todos tan desagradables?
- Bueno, todos no. Hay un chico con el que sí estuve hablando un rato – admití.
- ¿Lo ves? – Andrea trató de animarme -. Ya te dije que exagerabas.
- Pero si se tomó la molestia de hacerlo fue porque no tiene nada que ver con los demás.
- ¿A qué te refieres? – preguntó con interés.
- Es diferente. No es un niñato playboy como los otros. La verdad es que es un tipo muy peculiar.
Mientras le describía, me di cuenta de que sí que me importaba dónde había estado Ryan, y de lo mucho que me hubiera gustado que hubiese estado conmigo el resto del día. Me dio mucha pena, porque de verdad Ryan era un tío que valía la pena.
- Parece interesante.
- A ti te habría encantado – bromeé. Ella se rió.
-No digas tonterías. El único hombre en mi vida eres tú.
- ¡Qué mentirosa eres!
De repente, Andrea permaneció en un silencio que se prolongó más de lo que me esperaba. Tuve un mal presentimiento. Ella no era de las que se quedaban calladas si no era por un motivo de peso.
- ¿Annie?
Me contestó sollozando, y en ese momento me dieron ganas de golpearme la cabeza contra la pared.
- Esto me va a costar mucho, TJ – dijo, y yo luché porque no me salieran las lágrimas. Nos habíamos prometido ser fuertes y llevar la separación lo mejor posible, pero no me imaginé que ella iba a estar tan sensible. Yo la echaba de menos, muchísimo, pero confiaba en que podría sobrellevarlo. Ella parecía que no, y me rompí por dentro -. Me siento muy sola.
- Andrea...
En ese momento, llamaron a la puerta. Apoyé el auricular del móvil contra mi pecho y me acerqué a la puerta. Mi padre se asomó y me alcanzó el teléfono inalámbrico.
- Preguntan por ti – dijo muy bajito, esbozando una sonrisa que no entendí.
- ¿Por mí? – me quedé a cuadros. Aparte de que no había oído el teléfono, ¿quién iba a preguntar por mí en la casa de mi padre?
Él se encogió de hombros manteniendo la sonrisa y bajó al piso inferior. Me llevé el teléfono al oído.
- ¿Diga?
- ¿TJ?
Se me paró el corazón de golpe.
- ¿Ryan?

¡Gracias por leer hasta el final! ♥