lunes, 6 de agosto de 2012

15.



Creo que jamás podré olvidarme de aquel chico.


Era el verano de 2007. Yo todavía era una pava de quince años y estaba pasando unos días en Disneyland Resort París con mi familia. Era la segunda vez en mi vida que pisaba ese parque, y no me avergüenza admitir que me lo pasé mil veces mejor la segunda vez que la primera. Y si fuera una tercera, ya sería la repera.



Me había quedado guardando el sitio en la cola de la montaña rusa de Buscando a Nemo mientras mis padres se llevaron a mi hermana a una especie carrusel inspirado en la película de Cars. Cuando uno de los empleados puso frente a la puerta el cartel de "Tiempo  de espera: 1 hora y 30 minutos", me resigné y me aparté de la fila. Estaba claro que, bajo aquel sol infernal, a ninguno nos iba a apetecer hacer cola durante hora y media. Nunca nos subimos.

Estaba con otros tres amigos, a unos veinte pasos del banco donde pretendía sentarme. Era un par de años mayor que yo, como mucho tendría dieciocho. Con los ojos de adolescente en celo a mis quince años, me pareció uno de los chicos más guapos que había visto nunca. Tenía la piel de ese precioso tono blanco que tienen los extranjeros de los países sin costa; el pelo corto, negrísimo, que resaltaba aún más la blancura de su piel; ojos verdes, grandes y expresivos; y pecas. Madre mía, pecas.

Seguí mi análisis exhaustivo bajando hasta el torso, y entonces vi que una de las mangas de su camiseta negra estaba vacía. Le faltaba un brazo. Amputado por encima del antebrazo. Me dio un vuelco el estómago. Qué lástima, pobrecillo.

Pero qué guapo era el condenado. No podía dejar de mirarle. Sí, aquella época en la que podía distinguir perfectamente los contornos de las cosas sin necesidad de gafas. Ay, qué vieja soy...

No sé cuánto tiempo exactamente lo estuve mirando con cara de idiota. El suficiente para que sus amigos se dieran cuenta y susurraran entre ellos señalándome. Intenté hacerme la longuis mirando hacia otro lado y colocándome el pelo, pero el chico moreno ya había empezado a caminar en mi dirección. Era muy descarado irme de allí, aunque fuera disimulando, así que me quedé allí y recé para que el muchacho no me gritara en un idioma que no me permitiera disculparme.

Para alivio mío, hablaba inglés con un marcado acento americano. Sorprendentemente inteligible. Y no sólo eso. No sólo no me gritó, sino que me habló en voz baja, casi en un susurro.

- Perdona - dijo, encogiéndose de hombros -, ¿tienes algún problema conmigo?

No sé qué me dejó más estupefacta, si la claridad con la que pronunciaba, aun siendo americano, o la pregunta. Empecé la respuesta en español, pero enseguida rectifiqué.

- No. No tengo ningún problema. ¿Por qué?

- Es que no dejas de mirarme.

Creía que me estaba riendo de él. Pero no parecía molesto en absoluto. Más bien parecía avergonzado. Le costaba mirarme la cara, aunque yo sí lo estaba mirando a él.

Pensé: "Estoy en un país extranjero. Aquí no me conoce nadie, y no voy a volver a ver a este chico en mi vida. ¿Por qué no?".

- Creo que eres muy guapo.

Ahora era él el que se quedó estupefacto. Después de digerir mi contestación, musitó, resignado:

- ¿Te has dado cuenta de que me falta un brazo?

- ¿Y qué? Tienes otro, ¿no?

En aquel momento pensé que me lo comía. En menos de tres segundos toda la sangre de su cuerpo le subió a la cara y fijó los ojos en el suelo. Parecía un tomate con patas. Musitó entre dientes algo así como "Vale, perdón", dio media vuelta y volvió a paso ligero con sus amigos, que nos estaban mirando desde lejos. Empezaron a reírse y a darle codazos cuando llegó hasta ellos, colorado como un pimiento morrón. 

Estuvieron un rato señalándome y animándolo a algo, pero él se negó una y otra vez. Evitó mirarme hasta que decidieron marcharse. Entonces yo le dije adiós con la mano, y él, después de comprobar que ninguno de sus amigos lo miraba, se despidió tímidamente con su única mano.

No volví a cruzarme con él durante el resto de mis vacaciones en Disneyland París. Y aunque lo sabía de sobra, no me hubiera importado. 

Cinco años después de aquello, me sigo alegrando de haberle hecho feliz, al menos durante un par de horas.

Creo que, ahora más que nunca, hacen falta personas como yo con quince años.

¡Gracias por leer hasta el final! ♥