sábado, 9 de julio de 2011

El chico perfecto IV.

Salí del aula cuando mi ritmo cardíaco volvió a la normalidad, y cual no fue mi sorpresa que encontré a Ryan apoyado contra la pared a dos pasos de la puerta, escuchando música con sus auriculares absurdamente grandes. Al verme, me sonrió y se colgó los cascos del cuello.

- ¿Ya habéis terminado?

- Ryan, tú no tienes… quiero decir, ¿no deberías ir a clase?

Mi cara de conmoción debía de ser un poema, porque se rió a carcajadas. No sé qué dije que le pareció tan gracioso, pero me sentí un poco ridículo.

- Te estaba esperando.

Los cielos se abrieron y los ángeles entonaron el Aleluya de Händel.

- G-gracias… pero, ¿por qué…?

- Este instituto es enorme y es fácil perderse. Supuse que no estaría de más que te acompañara a la próxima clase, que tenemos la misma – dijo, y empezó a avanzar por el pasillo mientras tarareaba una canción que no logré identificar.

No iba a darle más vueltas. Ya había tomado mi decisión, o más bien Ryan la había tomado por mí. Puede que Ryan fuera un idiota con los demás, pero por una extraña razón que no llegué a entender, conmigo se portaba como un tío agradable y comprensivo. Sinceramente, no quería darle importancia al motivo. Ryan era el único que parecía interesado en mí, y antes de que acabara solo, prefería agarrarme a él y no soltarlo. Admito que fui un poco egoísta y que parecía que quería utilizarle, ¿pero qué otra cosa podía hacer? Era Ryan o nada.

Así que debía currarme a tope esta relación.

Durante el resto de la mañana seguí a Ryan a todas partes como un patito sigue a mamá pato. A pesar de que nos sentamos juntos en todas las clases y que caminábamos juntos por los pasillos, fui incapaz de pronunciar una palabra. No era capaz de sacar ningún tema de conversación. No conocía los gustos de Ryan ni sabía nada de él que pudiera servirme para mantener una charla de un par de minutejos. Además, me daba algo de miedo el que pudiera hacerle creer que quería coger confianza con él desde que me diera la oportunidad. Estaba desesperado, sí, pero no quería que se diera cuenta. Sólo contesté con pocas palabras a algunas cosas que Ryan me contaba sobre los profesores y algunos compañeros de nuestra clase. Me contó, por ejemplo, que la señorita O’Donnell, la jovencísima maestra de Biología que se incorporó al profesorado el año anterior, tenía un principio de dislexia y muchas veces se atascaba al intentar decir en alto ciertas palabras, y me pidió que, al contrario que muchos de los otros alumnos, no le hiciera burla, porque estaba muy acomplejada. También me contó que una de las amigas de Kate, Stacey Spellman, tuvo un lío con el antiguo profesor de Educación Física, el cual fue despedido hacía unos meses precisamente por eso.

Él, por su parte, aunque no es que me sorprendiera, no le dirigió la palabra a nadie más aparte de mí. Me pareció normal, en vista de cómo lo tratan los demás, y también de cómo los trata él.

Sin embargo, algo que me extrañó fue que Ryan no me hizo ninguna pregunta sobre mí. Habló de anécdotas en general, pero en ningún momento se interesó por mis circunstancias particulares. Me esperaba oír cosas como “¿Dónde vives?”, “¿Por qué te mudaste?” o “¿Qué clase de música te gusta?”, pero no mencionó ni una sola palabra. Me dejó perplejo, pero al mismo tiempo me alivió, porque sinceramente, no tenía ganas de hablar sobre mí.

Por el contrario, yo sí que quería saber cosas de él. Eran demasiadas las incógnitas que se me formulaban en la mente a medida que pasaban las horas. Este chico era un misterio que no hacía más que alimentar mi curiosidad. Todo lo que le rodeaba era extraño y carecía de lógica, como el motivo por el que con los otros chicos se comportaba como un niñato, entre muchos otros, pero especialmente ése.

Y aunque me muriera de ganas, me obligué a no hacerle ningún tipo de pregunta, por la misma razón por la que decidí no cotorrear sobre banalidades.

Pasadas las dos de la tarde sonó el timbre que anunciaba la hora del almuerzo. Oí cómo los pasillos se llenaban de búfalos rabiosos sedientos de sangre que hacían las veces de estudiantes. No me sorprendió, en Washington pasaba exactamente lo mismo a la hora de la comida. Lo que a mí me preocupaba era algo completamente distinto.

Una vez más, seguí a Ryan hasta llegar a las enormes puertas metálicas de lo que se supone que era la cafetería, porque cualquiera habría asegurado que aquello era cualquier otra cosa menos eso, entre conversaciones a gritos, broncas y mucha, mucha comida voladora. Los dos nos detuvimos junto al quicio para observar, atónitos, el espectáculo por unos segundos.

Esos segundos se me hicieron minutos. Miraba a Ryan por el rabillo del ojo, rezando en mi interior por que me ofreciera almorzar con él. Cualquier comedor de instituto, incluyendo el mío, a la hora del almuerzo se convertía en un auténtico campo de batalla: tienes que elegir bien a tus aliados y posicionarte en una localización idónea para poder tener a la vista a tus enemigos. O lo que es lo mismo, o te buscas a alguien con quien pasar la comida, o te tachan de marginado. Pero no es tan fácil: no puedes buscar una mesa con un asiento libre y unirte a los demás comensales sin invitación, es algo impensable y terriblemente humillante.

Ésa es una premisa que se cumple aquí, en Washington, en Pekín y en Marte, y yo en aquel momento no tenía ni aliados, ni comensales, ni dignidad. Ryan tenía que invitarme a almorzar con él, o si no, estaría condenado a que todos los chicos y chicas del instituto me pusieran el sambenito para el resto de mi existencia. Le rogué a Dios, en todas sus formas y religiones, que Ryan sintiera algo de compasión por mí y que le saliera del alma ofrecerme un asiento junto a él en el comedor.

Parecía no tener intención de hacerlo. Se había olvidado por completo de que estaba plantado como un árbol a su lado, y buscaba incesantemente a alguien con la mirada. ¿A quién estás buscando, si es que no te relacionas con nadie, tío?, pensé, molesto. Enseguida me arrepentí. El burro hablando de orejas.

Algo se movió dentro de mi bolsillo. Di un respingo, y cuando mi cerebro razonó que era el vibrador de mi teléfono móvil, me sentí idiota. Lo saqué del bolsillo, y la pantalla parpadeó mostrándome una llamada de un número que no tenía registrado. Colgué y lo mandé a la porra, no tenía tiempo para escuchar que necesito cambiar de compañía telefónica.

Alcé la vista, y Ryan ya no estaba. El corazón se me subió a la garganta y traté de localizarlo desesperadamente. Quizás se había movido de la entrada para no molestar a la gente que quería pasar, o quizás se adelantó y está guardándome un sitio en la fila. Cualquiera que fuera la razón, no era posible que Ryan hubiese pasado de mí y me hubiera dejado atrás. No podía hacerlo, ¿verdad?

Le busqué durante cinco largos minutos, pero no le encontré. Se había volatilizado, y yo había quedado a merced del status quo para el resto de mis días.

¿Qué podía hacer? El estómago se me cerró del disgusto, y el hambre se me pasó del golpe. Aún así, tenía que comer algo. La pregunta era: ¿dónde? Desde el marco de los portones de metal veía que había por lo menos cuatro mesas vacías, pero de ninguna de las maneras podía sentarme ahí a comer solo. Tenía que buscar urgentemente algún sitio en el que nadie me viera. Aunque, en realidad, lo más sensato sería buscar a alguna otra persona que estuviera en mi situación y, no sé, ¿formar una especie de equipo? Pero aquello era completamente irreal: todo el mundo estaba sentado con alguien, todo el mundo se conocía y todo el mundo era feliz con sus relaciones sociales. Malditos pueblos pequeños en los que todos se conocen. Maldito Reed River.

Me resigné y me coloqué en la cola para comprar el menú. En lo que esperaba traté de buscar algún sitio estratégico en el que poder esconderme. Vi que en la pared este de la sala había una cristalera que daba a una especie de terraza en la que había algunas mesas de madera tipo camping. Algunas de ellas estaban ocupadas, pero me pareció el mejor sitio en el que podría almorzar rápido y solo sin que mucha gente me viese.

Compré una ensalada César y un zumo de manzana, y con la cabeza gacha y la respiración algo acelerada, troté hacia la terraza. Rogué a los cielos que nadie me hubiese visto tan abochornado. Eché un vistazo rápido a la zona exterior de la cafetería: a la derecha había una zona asfaltada sobre la que estaban la mayoría de las mesas, y a la izquierda había un jardín de césped poco cuidado y con unos pocos árboles en la que había algunas otras, separadas del resto. Supuse que, si daba la vuelta al jardín hasta la parte trasera del edificio, quizás encontrara alguna mesa vacía. Suspiré, cerré los ojos, y empecé a avanzar, esperando que así fuera.

Entonces reconocí muy cerca de mí una voz familiar. A escasos metros, de espaldas a mí, sentado en una de las mesas, Ryan se reía animadamente con un grupo de gente que no reconocí como parte de nuestros compañeros de clase: había una chica punk, otra chica con una larga y negrísima cabellera, un chico con los brazos llenos de tatuajes y dos gemelos pelirrojos, vestidos de forma casi idéntica. Tíos tan pintorescos como Ryan.

No sé por qué, pero me dio una vergüenza terrible que me viera, así que, sin darme cuenta, corrí y me escondí detrás de uno de los árboles, de cara al muro que daba al exterior, casi sin aliento. Vaya, así que Ryan sí que tenía amigos, pero estaban en otra clase. Una especie de vacío me llenó por dentro y me vine abajo de la misma manera en que lo había hecho el día anterior durante el trayecto en el coche de mi padre hasta Reed River. Me dolió que Ryan me hubiese dejado de lado para irse con aquella gente, y más sabiendo que él era la única persona en todo el instituto con la que había hablado. Sin embargo, no podía culparle. Él no tiene la obligación de ser mi niñera y de estar pendiente de mí, y es normal que prefiera comer con sus amigos que con el chico nuevo, al que acaba de conocer y del que no sabe nada.

Me dejé caer sobre el césped amarillento y me senté junto al árbol. Dejé mi almuerzo en el suelo, y eché la cabeza hacia detrás, tratando de relajarme. Saqué de mi bolsillo mi móvil para mirar, completamente decepcionado, el salvapantallas: era una foto de una chica preciosa, pelirroja, con la piel blanca y los ojos marrones. Sonreía de una forma que habría enamorado a cualquiera. Era una foto de mi novia, Andrea. Hacía dos años que salíamos juntos. Ella sonreía, y yo pensé en hacerlo también, pero ni lo intenté. Me sentía el tío más desgraciado y más triste de los Estados Unidos en esos momentos, no sólo por lo que había pasado esa mañana, sino también por lo mucho que sabía que iba a echarla de menos. Acaricié la pantalla del teléfono con los dedos, y antes de que me pudieran las lágrimas, escondí la cara entre mis brazos.

¿En qué maldito berenjenal me había metido

3 comentarios:

  1. Hola! Soy nueva por aquí y aunque te sigo desde hace poco quería decirte que la historia de "El chico perfecto" está genial (también he de decir que me encanta el yaoi xD). Y sí, también me encanta Ryan y es que, ¿a quién no le gusta?:)
    Felicidades por el blog y la historia.
    Besos ^^

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  2. ¡Me encanta! Diría que es el capítulo que más me ha gustado. Ryan es alucinante. Y Thomas, mmmmm...., no ha echo nada de momento XD A ver si en el próximo capítulo hay suerte ^^
    Y lo de una historia con mucho yaoi, mmmmmmmm........ XD

    Público: ¡¡¡Que salga yaoi!!! ¡¡¡Que salga yaoi!!! ¡¡¡Que salga yaoi!!! XD

    Besos ^^

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  3. Tienen razón, a todos nos gusta Ryan :3 Es imposible no quererle!

    Y no se preocupen, les prometo que HABRÁ YAOI XD Cuando menos se lo esperen! >D (música de tensión)

    Gracias, chicos, por los cumplidos, de verdad que me animan un montón :D Especialmente a ti, Akiko, gracias por dejarte caer por aquí, me alegra mucho haber captado tu atención *-*

    Besos a los dos! :D

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¡Gracias por leer hasta el final! ♥