miércoles, 14 de diciembre de 2011

¡Felicidades, condesa de Phantomhive!


Hoy, en el día en que cumplo 20 años, son cinco las cosas que más ilusión me han hecho:

Primera, que mi hermana me ha regalado con todo su amor un Kinder Bueno.

Segundo, que algunos de mis compis de la facultad me han cantado el cumpleaños feliz en el pasillo del aulario, a pesar de que les pedí por favor que no lo hicieran.

Tercera, que Mr. Pelos ha ido a buscarme a la facultad con un donut con una vela y me ha regalado una taza negra mágica que, cuando viertes un líquido caliente, sale una foto de Simon Baker sin camisa y con una taza de café.

Cuarta, que he decidido que no quiero madurar, porque yo así estoy estupendamente, y soy más feliz que Ricardito.

Y quinta... ¡mi madre me ha regalado el Pokémon SoulSilver!













Aprovecho ahora para darles las gracias a todos los que me felicitaron hoy, si bien me mandaron un SMS, me dejaron un comentario en Tuenti o Facebook o se tomaron la molestia de llamarme :) ¡De verdad, muchas gracias!

Nota aclaratoria: el título de condesa de Phantomhive es un título autoatribuido debido a que la menda lerenda ha tenido la suerte de nacer el mismo día que Ciel Phantomhive, el cuquérrimo protagonista de Kuroshitsuji. Si es que molo tanto que meo colonia.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Procrastinator mode: on.


En el día de hoy, y en este preciso momento, he decidido que no tengo ganas de estudiar.
Y como no tengo ganas de estudiar, pues no estudio.

Entonces, ¿dónde puse mi Nintendo DS?

jueves, 24 de noviembre de 2011

Que no cunda el pánico.

Ni estoy muerta, ni me estoy muriendo. Aunque ganas no me faltan

Simplemente estoy en el último año de la carrera.

La gente que me conoce sabe cómo me pongo cuando empiezo a agobiarme en época de exámenes: siempre estoy de mal humor, pierdo las ganas de comer, no consigo conciliar el sueño, me vuelvo especialmente irascible, todo lo que como me da gases... Eso último no debería por qué haberlo nombrado.

Pero, ¡oh! ¡Si aún estamos en noviembre! ¡Los exámenes empiezan en enero!

Pues ya estoy empezando a desquiciarme.

Tengo el defecto de que me gusta tenerlo todo controlado y planificado, hasta el punto de ser cuadriculada y cerrada como un alemán. Este año no he podido hacerlo. Ni ne he organizado, ni he hecho lo que quería hacer, ni he podido encontrar tiempo para intentar ordenarme las ideas.

Todo por culpa de las malditas encuestas de valoración de la actividad docente.

Normalmente de eso se encargan los becarios adjuntos a la facultad. Pero, por lo visto, les faltaba personal. Aproveché el chivatazo, me apunté y me contrataron. "Me pagan 250 euros por pasarme todo el mes de noviembre pasando papelitos y rellenando formularios. ¡Qué chollo!"

Polla.

Ir y venir a la universidad prácticamente todas las mañanas a pasar las encuestitas de las narices me quita tal cantidad de tiempo que a veces pienso que realmente se me están comiendo horas del día. Por ejemplo, si tengo que pasar encuestan a las 12.00 y a las 12.30, tengo que coger la guagua a las 11.20, porque si cogiera la siguiente, llegaría tarde. Llego a la facultad a las 11.30. Después de media hora de tiempo ocioso en la que, entre voy a hacer pis, recojo los cuestionarios y busco las aulas, se transforma en diez minutos de tiempo ocioso. Paso la primera. Paso la segunda. Es la una de la tarde. Entrego los papeles. Firmo. Me siento a esperar cómo pasa el tiempo sin que se aparezca una miserable guagua. A las 13.20 aparece la guagua. Llego a casa a eso de las 13.40. Almuerzo, friego los platos, preparo mis cosas y salgo a coger de nuevo la guagua a las 14.35 para entrar en clase a las tres.

Suponiendo que me levante a las 8, para intentar dormir un poco, y no vaya al gimnasio, ¿cuántas horas tengo para hacer tareas, trabajos varios y estudiar? Quitando el tiempo que tarde en ducharme y vestirme, dos horas. Ya me dirán ustedes qué cojones me da a mí tiempo de hacer en dos horas.

Con lo cual, a mediados de diciembre tendré 250 euros que, ¡oh!, no podré gastar porque me pasaré todas las jodidas navidades sentada delante de mi escritorio estudiando cosas tan entretenidas e instructivas como Gestión Financiera, Habilidades Directivas y Recursos Humanos, Fiscalidad en la Empresa Hotelera o Calidad en Servicios, entre otras.

Voy a explotar de un momento a otro.

Corred, insensatos.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

lunes, 7 de noviembre de 2011

El chico perfecto IX.

A la mañana siguiente tuve que rogarle a mi padre que me llevara otra vez al instituto. A pesar de que la tarde anterior hice el recorrido con Ryan, fui incapaz de memorizar el trayecto. Se rió en mi cara durante varios minutos, y yo me sentí estúpido mientras esperaba de brazos cruzados a que dejara de carcajearse. Sin embargo, aceptó llevarme sin ninguna pega. Desde que ayer volví a casa y le conté qué había hecho con Ryan, mi padre se puso de muy buen humor. Parecía que él se alegraba más que yo de que finalmente hubiera hecho migas con alguien. Y yo también estaba contento, tanto por el que al final hubiera conseguido lo que tanto quería, como por el que él se sentía orgulloso de mí.

Esta vez no tardé tanto en encontrar el aula en la que tenía clase. La puerta de la sala estaba abierta, y apenas se oía barullo. Qué extraño. Antes de que pudiera asomar la cabeza y cotillear, alguien me empujó por la espalda, y estuve a punto de comerme el marco de la puerta. Me había golpeado una chica de baja estatura y ojos oscuros, con una larguísima melena negra recogida en una trenza y una elegante faldita a cuadros. Recordaba haberla visto ayer en clase. Iba cargada con un montón de libros. Al girarme, abrió mucho los ojos y se excusó varias veces, exaltada.

- Perdona, Morrison.

Bueno, al menos había acertado las últimas tres letras. Menos da una piedra.

Entré con la chica morena en el aula, y me quedé pasmado cuando encontré la clase vacía. No había nadie allí, salvo los dos chicos que me tiraron besos durante la clase de Matemáticas, tres chicas que no me sonaban de nada, la morenita, y yo. Miré mi reloj. No estaba loco, eran casi las ocho. Todo el mundo debería estar aquí, y no había ni un alma.

La respuesta a mi incertidumbre entró en ese momento en la sala en un estado de profunda satisfacción.

- TJ, te estaba buscando. ¡No tenemos clase!

Ryan se acercó a mí dando saltitos, y sin salir de mi estado de enajenación mental, me chocó los nudillos. De repente, sentí varios pares de ojos que me perforaban con la mirada y que me recorrían de arriba abajo. No sé qué estampa estaríamos dando: él, con el pelo rubio alborotado y un piercing en el labio, vestido con una camisa holgada de cuadros y unas bermudas de color verde; y yo, mal afeitado, con una sudadera marrón y unos pantalones vaqueros, en medio de un desfile de Barbies y Kens en diferentes modelos y colores. Sin duda, acababa de ganarme el odio colectivo de por vida.

Sin embargo, hubo un detalle que me perturbó: la chica morena de la falda a cuadros no me estaba prestando la más mínima atención.

- Un momento – dije, volviendo a la realidad poco a poco -, ¿no tenemos clase? ¿Por qué?

- La señorita O’Donnell no ha podido venir – respondió, pletórico -. Me lo ha dicho la señora de administración.

Por eso no hay nadie, supuse. Todo el mundo debe de estar vagueando en la cafetería o por los pasillos.

- Pues qué faena – suspiré.

- A mí me viene de fábula. Necesito que me dejes los apuntes de Matemáticas de ayer.

- ¿Mis apuntes? ¿Para qué? Son horribles – hice una mueca.

- Como ayer me fumé la clase de la señora Atkins para ir al hospital no tengo nada – me guiñó un ojo y junto las manos, suplicando con fingida desesperación -. ¡Porfa!

Después de guiñarme uno de esos ojos tan grandes y de ponerme cara de perrito abandonado, ¿quién puede decirte que no?

- Está bien. Toma – saqué un cuaderno de la mochila y se lo alcancé.

Ryan me dio las gracias con una palmadita en el hombro y una sonrisa, y corrió a sentarse en una mesa a la izquierda del aula, dejándome ahí de pie, escondiendo el repentino rubor que me había subido a las mejillas.

- Vaya, vaya. Así que el nuevo se ha hecho coleguita de Ryan – uno de los tipos que me tiraron besos el día anterior, uno que llevaba un chaleco de rombos muy hortera, hablaba en voz muy baja, cerca de donde me encontraba.

- Qué par de frikis – dijo el otro -. Dios los cría y ellos se juntan.

Me hirvió la sangre. ¿Pero qué se creían esos dos? ¿A qué viene esa clase de comentarios por lo bajo y a escondidas? Definitivamente, cuanto más tiempo pasaba con ellos, más me daba cuenta de que Ryan tenía razón. Sin embargo, fingí que no lo había oído. Prefería no meterme en follones con nadie.

Eché un vistazo rápido al aula por inercia, y me di cuenta de una cosa al observar los pupitres: aún no tenía libros de texto. Y los necesitaba, vaya que sí, a la vista de todo el trabajo que tenía por delante. Aunque algo tenía claro: para utilizarlos sólo durante la mitad del curso, no iba a comprar libros nuevos. Tenía que buscar alguna manera de conseguirlos de segunda mano, o cogerlos prestados de la biblioteca. Entonces recordé que Ryan me había dicho que el instituto tenía una biblioteca pequeñita. Probablemente allí tendrían copias de los libros, y como estaba libre, habría sido un buen momento para investigar un poco. Pero, oh, no tenía ni idea de dónde demonios estaba la biblioteca. Y Ryan no iba a acompañarme. Estaba muy concentrado copiando mis notas de Matemáticas, y estaba seguro de que si se lo pedía, me mandaría a la porra. Tenía que aprovechar el tiempo y conseguir los manuales cuanto antes, ¿pero de dónde?

Eché otro vistazo al aula y me detuve en la chica morena con la que había entrado. Estaba sentada en la parte posterior de la sala, totalmente sumida en la lectura de una revista de prensa rosa. Sola y en silencio. Había algo en esa chica que no me cuadraba, aunque no sabría decir qué era. Y fuera lo que fuera, no me daba malas vibraciones, así que lo intenté. Me acerqué despacio a su pupitre, tanteando su reacción. Fue inexistente. Estaba totalmente absorta en la revista. Carraspeé para hacerme notar, primero suavemente y luego un poco más alto. La saqué de un susto de la revista. Tanto, que la dejó caer sobre la mesa con un gritito y un golpe fuerte. Un momento, ¿y ese golpe? Eso no había sido la revista, no son tan pesadas. La observé con atención, y descubrí que bajo los papeles había un libro pequeño, una novela probablemente, con las páginas amarillentas y gastadas. Ella se percató de que me había dado cuenta, y roja de vergüenza, se apresuró a esconderlo en su regazo. Me dio lástima, mucha lástima. Ése era el precio que los jóvenes como ellos pagan por ser aceptados por los demás.

- Perdona – tartamudeé, nervioso. Traté de buscar las palabras más adecuada para sonar educado -. Me preguntaba si sabrías dónde podría conseguir libros de texto de segunda mano.

Me miró perpleja. Tras unos segundos de silencio incómodo que no comprendí, respondió, con voz suave:

- ¿Por qué no los sacas de la biblioteca?

- Es que aún no sé dónde está… - me rasqué la mejilla, avergonzado. Dios, qué estúpido tenía que sonar.

- En el segundo piso, al lado de…

Una voz ronca y familiar, seguida de un intenso olor a colonia de coco, la interrumpió de malas maneras.

- ¿Se puede saber qué estás haciendo?

Barbie pelo paja. Estaba justo a mi lado, mirándome con los brazos en jarras y cara de pocos amigos. ¿Cuándo había llegado ahí? No me había dado cuenta.

- Estaba preguntándole si… - contesté, sobresaltado. No me dejó continuar.

- Es una pregunta retórica – quedé francamente sorprendido. Nunca imaginé que Kate supiera lo que significaba la palabra “retórica” -. No molestes a Harriet.

Harriet debía de ser la chica morena de la trenza.

- No, si solamente estábamos…

- No te estoy pidiendo explicaciones, novato – volvió a interrumpirme, y se acercó tanto a mí que, a la vez que el perfume de coco me golpeaba la pituitaria, su enorme, apretado, y poco escondido escote se balanceaba delante de mi cara. Tuve que respirar hondo – Deja a Harriet en paz y vete con tu amigo el friki monstruito.

Entonces no tuve necesidad de respirar hondo. ¿De verdad había dicho lo que había dicho? Miré a Harriet, y cual no fue mi sorpresa cuando lo único que hizo fue encogerse de hombros con indiferencia. No me lo podía creer. En esta clase todos eran unos auténticos capullos, ninguno se salvaba.

Esta vez juro que quería responderle a Kate, decirle cuatro cosas bien dichas. Pero, casi como intuyendo mi reacción, fue Ryan el que respondió por mí, con un todo calmado y sin levantar los ojos de los papeles.

- Se te ven las tetas, Kate.

Kate se quedó descolocada un par de segundos, pero se recuperó del golpe y respondió, con una sonrisa arrogante y un movimiento de cadera que me revolvieron las tripas.

- Pues memorízalas bien, Ryan, y tócate una paja cuando llegues a casa, porque será lo más cerca que estés de acostarte con una mujer.

Ryan sonrió, mostrando los dientes, de esa forma maléfica que tanto me ponía los pelos de punta, y se incorporó sobre la silla. Iba a soltar una floritura.

- Mi querida Katie – susurró su nombre, despacio, y noté como ella ponía cara de asco -. Antes de masturbarme pensando en ti, prefiero hacerlo viendo un documental sobre focas.

Bravo, Ryan. Impresionante. Vulgar, pero impresionante.

Kate entró en cólera, y todos los demás empezaron a abuchearle. Tanto, que Kate le lanzó un objeto que no identifiqué, con tan mala puntería que aterrizó sobre la tarima, pero que si le hubiese dado en la cabeza, le habría hecho un buen chichón.

Esa clase era una jodida jungla en la que, o dominabas, o eras dominado. Y Ryan no estaba dispuesto a ser de los segundos.


La mañana se hizo interminable hasta que sonó la campana del almuerzo. Especialmente en mi primera clase de Italiano básico en la que, curiosamente, no se impartía italiano, sino francés. Por lo visto, a mitad del semestre pasado, el profesor de italiano había pedido una baja y la dirección del Saint John’s no había podido encontrar a un sustituto. Así que echaron mano de lo único que consiguieron: una licenciada en Filología Francesa. Alucinando me quedé.

Ryan y yo caminábamos en silencio por el pasillo en dirección a la cafetería hasta que él se detuvo y me preguntó con una enorme sonrisa:

- Oye, ¿almorzarás con nosotros hoy?

Se me subió la goma de los calzoncillos a la garganta.

- Te refieres a… ¿con tus amigos?

- Claro – asintió -. Quise invitarte ayer, pero desapareciste.

- Ryan, no sé si…

Vamos, TJ, di la verdad: si tanto te costó intercambiar cuatro palabras con Ryan, tener que hacerlo con cuatro desconocidos a la vez te da pánico porque pensarán que eres un rarito antisocial. Las cosas como son.

Ryan pareció comprenderlo. Ladeó la cabeza y me dedicó una mirada tan tierna como preocupada. De verdad, qué ojos. Cuanto más los miraba, más azules me parecían.

- ¿Te da vergüenza?

- Pues sí, un poco… - desvié los ojos hacia otro lado y suspiré.

- Bueno, no quiero presionarte – sonó decepcionado -. Aunque ellos tenían ganas de conocerte.

Espera, espera. ¿Cómo es eso?

- ¿Quieren conocerme?

Ryan se percató de mi creciente interés por ese comentario, y sonrió. El aro plateado que le colgaba del labio soltó un diminuto destello.

- Les hablé de ti, y me dijeron que querían conocerte en persona. Dicen que pareces majo.

Me mordí el labio. Sin duda sería una situación embarazosa, pero… ¿y si conseguía hacer migas con los amigos de Ryan también? Por qué mentir, yo quería conocerlos a ellos también, pero me daba mucho miedo hacer el ridículo.

Aunque eran los amigos de Ryan. No debían de ser mala gente.

- Está bien – bufé, rindiéndome -. Iré contigo.

Ryan dio un grito y me arrastró de la mano hacia el interior del comedor.

- Sé que no estás muy convencido, pero no me importa.

Me llevó a la parte exterior de la cafetería, donde estaban las mesas de madera. Sus amigos estaban sentados en el mismo lugar que ayer. Estaban todos: el chico moreno de los tatuajes, la chica gótica, la del pelo negro y los gemelos pelirrojos. Ryan los saludó a todos, uno a uno, y cogiéndome por el hombro, me presentó:

- Chicos, éste es TJ. Es un tío majo, así que tratádmelo bien.

Qué ganas de que me tragara la tierra. Todos me miraban. Con interés, pero me miraban fijamente. Notaba que mi cara ardía de lo rápido que circulaba la sangre. No supe qué contestarles. No me salían las palabras.

El chico tatuado se levantó y se acercó a darme la mano, con firmeza y confianza. No me esperaba que hiciera eso, aunque tampoco me desagradó. Me había evitado el tener que romper el hielo.

Le observé de cerca. Tenía el pelo largo y fino, oscuro, recogido en una cola. Era de constitución fuerte: espalda ancha, brazos torneados y pectorales marcados bajo la ropa. No tenía el cuerpo de un culturista, pero se notaba que hacía deporte. Tenía la piel blanca y los ojos verdes. Llevaba puesta una camiseta negra con una serigrafía en blanco y unos vaqueros gastados. Tenía los brazos llenos de tatuajes diferentes: distinguí símbolos de la mitología celta, algunas frases en árabe y dibujos tribales, entre otras imágenes. La tinta se extendía desde las muñecas hasta el cuello, pues las puntas de algún motivo tribal asomaban por encima del cuello de la camiseta. Sin duda tenía aspecto de tipo duro, pero por la forma en que me miró y me apretó la mano, podía deducir que no iba de eso.

- Es un placer conocerte, TJ. Me llamo Zack – dijo, en tono afable. Traté de sonreírle sin que me temblara el labio y le devolví el apretón con energía, más por los nervios que por otra cosa.

- Yo también me alegro de conocerte por fin – la chica morena agitó la mano desde la mesa. Tenía un marcado acento extranjero, probablemente árabe, por como siseaba las eses -, aunque eso implique que el imbécil de Ryan haya tenido que secuestrarte. Yo me llamo Mina. Mina Nadooshan.

Mina era muy, muy guapa, y además tenía una voz muy agradable. Tenía la piel morena y los ojos rasgados, de color verde aceituna. No supe calcular en aquel momento cuán largo tenía el pelo, pero debía de ser larguísimo, negro como el carbón, con unas suaves y bonitas ondas. A pesar de que era extranjera, su inglés era perfecto.

- Bueno – Zack me soltó la mano y se encogió de hombros, observando a Ryan -, yo eso ya lo di por supuesto.

- Iros los dos a cagar! ¡Yo no secuestro personas! – Ryan puso cara de fingida indignación y golpeó a Zack en el hombro. Todos se rieron, aunque yo me preguntaba si no se habría hecho daño.

- Perdona a Freddie, TJ – se disculpó la chica punk, aún sentada en la mesa, junto a Mina -. Seguro que te ha obligado a venir.

Su aspecto era siniestro, pero no tenía pinta de ser mala persona. Era pálida, muy pálida, aunque no sabría decir si realmente era su piel o se había maquillado. Tenía el pelo corto, negro, y el flequillo teñido de un rojo muy intenso. Estaba maquillada con todos muy oscuros tanto en los ojos como en los labios, y también iba vestida de negro. Tenía las orejas llenas de pendientes, y varios aros de plata le perforaban la nariz y una de las cejas.

- ¿Freddie? ¿Quién es Freddie?

- Ah, ¿no lo sabes? – ella sonrió de forma malvada, y vi cómo Ryan corría hasta ella agitando las manos y diciendo palabrotas -. El segundo nombre de Ryan es Frederick.

- ¡Mierda, Kim, yo te mato! ¡Te he dicho que no me llames así! – exclamó Ryan, y trató de darle una colleja, aunque ella la esquivó hábilmente y se la devolvió. Se había sonrojado de una forma adorable. No pude evitar reírme.

Los dos gemelos se levantaron de la mesa y se acercaron a mí. Me chocaron los nudillos y se me presentaron. Eran muy altos, probablemente superaban el metro ochenta. Tenían el pelo rizado del color del hierro oxidado y los ojos oscuros. Eran prácticamente idénticos, salvo porque uno de ellos llevaba un pendiente en el lóbulo izquierdo.

- Teníamos ganas de conocerte, TJ – dijo el del aro en la oreja  -. Me llamo Henry, y éste es mi hermano Simon.

- Lo mismo digo – contestó Simon. Me di cuenta entonces de que él también tenía un pendiente en la misma oreja.

- Es un placer – dije, con un susurro. Maldita sea, eran iguales. ¿Cómo demonios iba a distinguirlos?

- Bueno, pues estos son los animales con los que me junto – Ryan apareció de la nada y me rodeó el hombro -. Nosotros cuidaremos de ti.

- ¡No soy un bebé! – refunfuñé.

Todos estallaron en una sonora carcajada.

- Pero ahora en serio, TJ – dijo Mina, dibujando una sonrisa amable y cálida -. Puedes contar con nosotros para lo que quieras.

- ¿De verdad? – me quedé perplejo. ¿Así, sin más?

- Claro. Al final todos nos acabaremos necesitando. Hoy por ti y mañana por mí, ¿no?

- Mina tiene razón – exclamó Ryan -. Y no te preocupes, que no mordemos.

- Eso no lo dirás por ti – Zack le hizo burla, y él le contestó con un agradable insulto que les hizo reír a todos.

- Vamos, TJ, siéntate – Henry me hizo señas a su lado, y aún un poco cortado, tomé asiento entre él y Kim. Al otro lado de la mesa, Ryan me guiñó un ojo y vocalizó: “Puedes hacerlo”.

Sinceramente, no estaba seguro de que pudiera encajar con ese grupo. Pero de lo que sí tenía la certeza era de que, al menos, iba a intentarlo. Eran muy buena gente, eran naturales, y también parecían humildes. Daban la sensación de que podías confiar en ellos, y parecía que ellos también podían confiar en mí. No iban a reemplazar a mis amigos de Washington, pero sin duda, quería que fueran mis amigos también. Definitivamente, quería formar parte de esto.

Y de lo que también estaba seguro de que a Ryan le debía en dos días más de lo que habría podido imaginar.

miércoles, 26 de octubre de 2011

La vida residencial no es para mí.

Ésta es la conclusión que he sacado después de mi fin de semana de infiltrada en la residencia universitaria donde está viviendo Annell Strawberry. Digamos que, bueno, ya que iba a ir a Madrid a verla, si podía ahorrarme el alojamiento, no me lo iba a pensar dos veces.

Cogí un vuelo de Iberia el viernes por la mañana. Fue un vuelo muy tenso, porque a mi lado estaba sentado un señor que leía la Biblia. En voz alta. La tenía marcada con un marcapáginas, como si fuera una novela cualquiera. Y encima, cuando saqué mi bocata, el tipo me echó una mirada de infinito desprecio. Dios, tuve mucho miedo. Aunque creo que lo del bocadillo fue mayormente porque, cuando le di el primer mordisco, el avión se llenó de un fuerte pestazo a chorizo Revilla, del barato. Pero, ¿y qué? El chorizo barato es mi mejor amigo.

Llegué a Barajas, con la mala suerte de aterrizar en la última puerta de la T4, a eso de las tres de la tarde. Tuve que caminar la vida para llegar a la salida. Después de una hora de metro (no porque me perdiera, es que fue una hora contada de trayecto), llegué a la Puerta del Sol, donde habíamos quedado. Annie y yo montamos un lamentable espetáculo lacrimógeno delante de la estatuta del Oso y el Madroño. Creo que sólo faltó que nos aplaudieran. Pero, joder, ¡es que la echaba tanto de menos!

Equipadas con un frapucchino de fresa y una hamburguesa de pollo, nos subimos al tren y llegamos a Getafe. La infiltración en la residencia fue ridícula. Yo, que iba más tensa que Carmensa pensando en qué pasaría si se daban cuenta de que yo no era estudiante, me quedé totalmente planchada cuando Annie saludó tranquilamente al guardia y nos metimos en el ascensor. Totalmente inesperado.

Dejé mis cosas en la habitación, que estaba al borde del desorden y la inmundicia, y antes de que se diera cuenta de que estaba empezando a ordenarle la habitación suciamente, me dio un tour por la residencia para presentarme a sus amigos. Jamás se me olvidará el "Oh, mon dieu, la señogga!" de Lucía. Fue effin' epic. Luego fuimos al Ahorramás a hacer la compra para el finde; a la hora de la cena entre todos me colaron en el comedor y comí gratis por mi cara bonita, y ya entrada la noche fuimos a la habitación de sus amigas, que se estaban preparando para ir a la Fiesta del Novato.

Nosotras no íbamos a ir. Aunque a mí me daba igual ir, independientemente de que no me guste salir por las noches, Annie dijo que estaba cansada y que nos quedaríamos tranquilamente en la residencia. Mientras las chicas se preparaban, compartimos un Malibú con piña. Nunca había probado esa mezcla, y aunque estaba demasiado fuerte para mí, me gustó. Al final de la noche yo seguía de una pieza, por lo que dedujimos que, en realidad, yo tengo un hígado de hierro, pero como no bebo, aún no hemos podido comprobarlo.

Y bajamos a la segunda planta. Si tuviera que elegir una canción para ponerle banda sonora a ese momento, sin duda escogería Welcome to the jungle, de Guns n' Roses. Había gente pasadísima por todas partes, todos apretujados en los estrechísimos pasillos luchando por mantener los vasos de litro en las manos, saltando al grito de "¡La residencia entera se va de borrachera!", bajo una atmósfera de humo de porro y tabaco en general, caminando con dificultad por un suelo pegajoso e inmundo que Dios sabrá la cantidad de bebidas que habrá soportado. Me dan pánico las multitudes. Las odio. Así que, un par de minutos después, cuando vio mi cara de asustada, Annie me llevó a su habitación.

Esa noche como el culo. Me desperté cuarenta veces por culpa de los gritos y los portazos del personal ebrio. Y encima, me había levantado resfriada. "Joder, tu madre no va a dejar que te vuelvas a quedar conmigo más nunca", me había dicho Strawberry. Lo mejor fue cuando bajamos al comedor para almorzar: los pasillos estaban llenos de un sospechoso polvo amarillo pus. ¿Harina? No, señor. Habían vaciado todos los extintores de la residencia. Y a eso, sumarle los papeles quemados, los muebles de las salas comunes desperdigados por todas partes, restos de pizza seca, machas de bebidas, olor a vómito y el detalle de que había tirado un carrito de la compra por la terraza y otro por el hueco de la escalera. Sólo pude pensar una cosa:

Sáquenme de aquí.

El sábado por la tarde fuimos a Madrid. Yo tenía mi plan hecho con todos los sitios a los que quería ir y que en mi pequeño trozo de tierra llamado Gran Canaria no encontraría ni de coña. Entonces en Sol nos encontramos con Tirso y varios individuos no identificados que quería ir a ver el trono de Juego de Tronos que estaba expuesto en la calle Fuencarral. Como no tenía otra, pues los acompañamos.

Tirso dijo que estaba cerca. Polla estaba cerca. Nos mamamos casi toda la calle de Fuencarral para ver una sucia silla de cartónpiedra que sí, era muy bonita, pero no dejaba de ser una silla. Bueno, al menos para mí, que no hevisto Juego de Tronos. Para ellos era el trono de God-knows-who, y era tan épico y tan alucinante, y, en fin, actitud fangirl en general. Al final me quedé sin ver lo que quería, pero bueno, tuvimos una animada tarde de compras en Fuencarral, donde me compré una camiseta monísima por cuatro perras y adquirí desinteresadamente un póster gigantesco y asquerosamente sexy de Jack Sparrow para mi hermana. Cuando empezó a caer la noche y Sol empezó a petarse de gente, le rogué a Annie que nos fuéramos antes de que empezara a morirme.

El domingo nos quedamos en la residencia. Le teñimos el pelo a Annie. ¿De qué color? Bueno, la caja ponía que era rojo intenso. Ahora yo la veo como un combo entre Euphemia li Britannia y Marluxia. Aproveché la tarde para estudiar, y mientras tanto, ella... bueno, digamos que estaba muy ocupada haciendo la colada, planchándose el pelo y vagueando en general como para hacer los deberes de Derecho que tenía que entregar antes de las doce. A las ocho empezó a entrarle prisa, y antes de que se arrancara la piel a tiras, le eché una mano. Hicimos entre las dos los deberes de una. Y encima, el profesor le puso un triste 5'3. Me sentí tan estafada. Por la noche nos hicimos unos espaguetis y estuvimos hablando con Matt y enseñándole fotos de nuestras amigas gordas por el Skype hasta las dos de la mañana, hora en la que Annie se cercioró de que realmente estaba enferma y que me encontraba mal.

El lunes amaneció cayendo la del pulpo. Yo, acatarrada, con una tos de viejo moribundo, y sin paraguas. Mi madre me iba a matar. Salimos a Madrid antes de comer, cargando ya con mi maleta, y tuvimos la suerte de que dejó de llover más o menos cuando llegamos. Aproveché y fui a todos los sitios a los que no pude ir el sábado. Milagrosamente, llegué sin perderme a Otaku Center, y sin pensármelo dos veces, me llevé el manga de Underdog. ¡Por fin lo tenía en mis manos, llevaba peleándome por él en Las Palmas como un mes! 

Nos recorrimos medio Madrid buscando un Telepizza y al final nos metimos en una pizzeria random en la que, todo sea dicho, comimos genial, y antes de irme fuimos a Sol a por una napolitana de crema de La Mallorquina. A eso de las cinco nos despedimos en la estación de metro, esta vez sin lágrimas, y volví a mamarme una hora de metro, en la cual me di cuenta de que me había olvidado la cámara de fotos en la mochila de Annie. FML.

Llegué a Barajas, y sorprendentemente, encontré mi puerta de embarque sin dificultad. En una de éstas me llamó mi madre, que justo llegaba a Madrid esa tarde para pasar unos días en un curso, y dio la casualidad de que también estaba en la T4. Cotilleamos un poco, nos recorrimos las tiendas, y cuando su jefe la llamó para preguntarle si había llegado ya al hotel, como que tuvo que largarse corriendo. Y me abandonó a mi suerte, sola en ese enorme aeropuerto, a esperas de que a mi vuelo le diese por salir. Porque, como SIEMPRE me pasa cuando salgo de Barajas, el vuelo se retrasó. Hora y media. Suerte que a mi papá no le importó esperar un poco más para irme a buscar.

Y aquí concluye la crónica de mi viaje a Madrid. Moraleja: si voy a hacer un máster a la Carlos III, no pienso quedarme en una residencia de estudiantes.

lunes, 17 de octubre de 2011

Be different. Think different.



No es muy difícil darse cuenta de que alguien es diferente a lo demás. Y más aún cuando se trata de darse cuenta de que tú mismo eres diferente.

Yo, quizás porque quería engañarme a mí misma, o porque simplemente era idiota, no me di cuenta hasta que cumplí los quince. Personalmente, opto por la segunda opción. Hubo un día en el que lo tuve claro: el día en que me puse a mirar las carpetas y archivadores de mis compañeras de clase. Mientras ellas las forraban con fotos de Maxi Iglesias, Alejo Sauras o los Jonas Brothers (creo que eran esos los que estaban de moda por aquella época), el mío estaba hasta arriba de imágenes de Yoh Asakura.

Por lo bajini, ellos decían que era un bicho raro. Pero yo estaba convencida de que no era rara, sino diferente.

Mis queridas amigas de Secundaria me decían que todo el mundo pensaría que era rara si no hacía lo que los demás. Cosas como empezar a salir de fiesta, a beber alcohol, a maquillarse, a llevar zapatos de tacón, a fumar cigarrillos, o a pensar en la prisa que tenían que darse por perder la virginidad. Cuando las escuchaba, pensaba que quizás tuvieran razón, que debía de ser rara por no ser como los demás. Llegué a preocuparme en serio por no ser aquello que los demás esperaban que fuese.

Pero entonces, cuando llegaba a casa y me paraba a pensar con frialdad, me decía: ¿pero qué sentido tiene hacer cosas para las que creo que no tengo la edad suficiente? ¿Merece la pena hacer cosas que no me gustaban? Yo no tenía prisa por madurar a la velocidad a la que los demás lo hacían. Yo quería disfrutar de aquellas cosas que me gustaban y a las que no me importaba dedicar mi tiempo. Yo quería vivir mi adolescencia haciendo lo que me diera la gana.

Así que una tarde decidí que, independientemente de lo que pensaran los demás, iba a ser quien yo quería ser. Y si tenía que pasar el resto de mis días como el bicho raro de la clase, pues vale. Pero no iba a renunciar a mis principios por adaptarme al modelo de adolescente que los otros habían diseñado y que no iba para nada conmigo.

Me convertí en la tía aburrida que, mientras los demás pasaban las madrugadas vomitando por las esquinas por su poca tolerancia al alcohol, se quedaba en casa con una mantita en las piernas cual abuelita artrósica viendo una peli o jugando a la PlayStation.

Ellos veían Mujeres y Hombres y Viceversa. Yo veía Shaman King.

En clase, mis compis escondían el Nuevo Vale detrás de los libros de textos. Yo lo tenía más fácil: escondía los mangas de Jyoshi Kosei entre las rodillas.

Los lunes, ellas llegaban con los talones destrozados por lo tacones. Mis pies estaban estupendos dentro de sus Converse.

¿Vamos el viernes a la Burn a pillar cacho? (la Burn era la única discoteca en Las Palmas en la que dejaban entrar a menores). Nah, yo me voy al Little Budha a beber té moruno.

Y a día de hoy, cinco años después, cuando se supone que una ya ha madurado y tiene las ideas claras, sigo haciendo lo mismo que hacía cuando era adolescente. Sigo haciendo lo que me apetece, y lo que no me apetece, ni me lo pienso. Con veinte años, sigo siendo la misma friki que entonces. Bueno, con la diferencia de que ya no llevo ortodoncia y que se me desarrollaron las caderas.

Sigue sin gustarme salir de fiesta. Aunque si alguien me lo pide, puedo ceder e ir alguna noche, aunque es algo que no me apasiona. Sigo prefiriendo quedarme tranquilamente en casa para, cuando tenga sueño, irme a dormir con mi panda de peluche gigante.

No, no me gusta el reggaeton ni el bakalao. Nunca me ha gustado, y creo que me moriré sin que me guste. Así que no me pidas que perree.

Sigo sin ponerme tacones. Y debería, dada mi escasa estatura. Pero, ¿para qué? Si yo, como más cómoda estoy, es con playeras.

Detesto Hombres y Mujeres y Viceversa. Lo odio. Aunque también tengo que reconocer que, cuando no tengo clase, veo Sálvame. La culpa es de la madre que me parió, ¿de acuerdo?

No tolero bien el alcohol, y por eso, no siento la necesidad imperante de beber para integrarme o divertirme. Aunque, Dios, desde que cumplí los dieciocho, descubrí esa bebida celestial que al principio tan poco me gustaba: la cerveza. Siendo mujer, prefiero mil veces una nevera llena de cervezas a un armario lleno de zapatos.

¿Qué prisa tenían todas por perder la virginidad con quince años? Ni con quince, ni con dieciséis, ni con los que sean. Sin prisas: cuando tenga que llegar, llegará. Y será entonces cuando de verdad lo disfrutes.

Salir a divertirte con tus amigos o estudiar. ¿Por qué elegir? Yo puedo hacer perfectamente las dos cosas.

Fumar me sigue pareciendo algo asqueroso e inútil. Respeto a quienes lo hacen, pero llevo veinte años ignorando a qué sabe un cigarro.

Me gusta llevar gorritos y bufandas de lana, aunque dé la sensación de ser más bajita de lo que soy.

Y a pesar de mi edad, sigo teniendo la misma mentalidad que cuando tenía diez años: me encanta gritar, pintarme los uñas de colores chillones, bailar parapara en medio de la calle, jugar con un globo y ser idiota en general.

Y me encanta ser diferente.

domingo, 16 de octubre de 2011

Cupcakes glaseados.

¡Saludos, Rielectores! Les presento mi útima obra maestra: ¡cupcakes! Podría decirse que he tuneado mis ya famosos muffins. En serio, Lu me llama Rie muffins-sensei (¡qué vergüenza!). La verdad es que siempre he pensado que los cupcakes son una monada, y que, por lo tanto, son cojonudamente difíciles de hacer. ¡Pero resulta que no! Digamos que se parecen mucho a los muffins normales, pero con el añadido del glaseado, que, personalmente, es divertidísimo de hacer.

INGREDIENTES (12 unidades)
Para la base:
- 125g de mantequilla a temperatura ambiente
- 125g de azúcar
- 2 huevos
- 125g de harina con levadura incorporada
- 2 cucharadas de leche entera o semidesnatada
- 1 cucharadita de extracto de vainilla*
Para el glaseado:
- 75g de mantequilla a temperatura ambiente
- 2 cucharadas de leche entera o semidesnatada
- 1 cucharadita de extracto de vainilla*
- 225g de azúcar glass tamizado
- Colorante alimenticio (opcional)

* A falta de extracto de vainilla, bueno es el azúcar avainillado.

Para la base:
1) En un cuenco grande, batir la mantequilla reblandecida con el azúcar hasta que adquiera una textura ligera y suave.

2) Añadir poco a poco los huevos, previamente batidos, y una cucharada de harina para que la mezcla no cuaje.

3) Incorporar con cuidado el resto de la harina, la leche y el extracto de vainilla, utilizando una cuchara metálica.

4) Colocar moldes de papel en un molde continuo para magdalenas y repartir la masa a partes iguales. Meter en el horno precalentado a 190ºC y esperar entre 15 y 20 minutos. Cuando los cupcakes estén dorados y hayan subido, sacarlos del horno y dejar enfriar del todo.

Para el glaseado:
5) En un cuenco grande, batir la mantequilla reblandecida hasta conseguir una consistencia suave. Incorporar la leche y la vainilla, añadir la mitad del azúcar glass y batir durante unos minutos. Incorporar el resto del azúcar glass y continuar batiendo hasta que el glaseado quede suave y ligero. Si queremos darle un toque de color, es en este momento cuando hay que añadir un par de gotas del colorante alimenticio según el color que deseemos.

6) Meter el glaseado en una manga pastelera con boquilla de estrella y cubrir la parte superior de los cupcakes trazando una espiral desde el borde hasta el centro. Quedará mono si le damos altura a medida que nos acercamos al centro.

7) Decorar los cupcakes con chuminadas varias: golosinas, frifringuis de colores, chocolate rallado, corazoncitos de chocolate, sirope de fresa, etc.

¡Tachán! Aquí les dejo mi experimento del fin de semana. Por si les interesa, el color morado se consigue con 9 gotas de colorante rojo y 5 de azul, si mal no recuerdo. Y que conste que yo los quería hacer azules, pero mi hermana se empeñó en que los quería morados.
















Y bueno, como hoy me siento pletórica, voy a incluir en este post una de mis fotos favoritas. Sé que no tiene nada que ver con repostería, pero es que, insisto, ¡me encanta esta foto! (modo fangirl). Son Stiven y Mr. Pelos (a la derecha) con el cosplay de la Organización XIII durante el III Salón del Manga de Gran Canaria, hace dos años:
















... madre mía, Stiven. ¿por qué estás tan bueno?

¡Besotes, y buen comienzo de semana a todos!

lunes, 10 de octubre de 2011

IMU.


Me siento terriblemente sola.

miércoles, 5 de octubre de 2011

El chico perfecto VIII.

Continuamos caminando un buen rato, y acabamos en lo que parecía la parte antigua del pueblo. Se me hizo muy extraño, porque hasta hacía un minuto, juraría que caminaba entre las calles de la urbanización donde estaba el chalet de mi padre.

- Ya hemos llegado – soltó de repente, y señaló la plaza en la que nos habíamos parado -. Reed River no es un pueblo muy grande, pero tiene un casco histórico muy bonito. O al menos a mí me gusta. ¿Ya lo has visto?

- Pues no.

Eso me dio que pensar. A pesar de que pasé años y años viniendo a Reed River fines de semana alternativos, jamás había paseado por el pueblo. Mi padre se limitaba a llevarme de su antigua casa, cerca del bosque, al parque; y del parque, a la casa. Apenas conocía nada de mi nuevo hogar.

La plazuela en la que nos encontrábamos estaba bordeada de edificios color burdeos de estilo victoriano. El más grande de ellos, el que presidía la plaza con un enorme reloj, eran las oficinas del ayuntamiento, y el que estaba justo en frente, salpicado de enormes ventanales de ornamentado hierro blanco, había sido un antiguo palacio que ahora actuaba como un pequeño hotel, tal y como me había explicado Ryan. En las partes bajas de los edificios había un par de terrazas en las que los habitantes de Reed River se sentaban a leer el periódico y charlar, mientras sus hijos correteaban y jugaban a la pelota.

Sin embargo, lo que realmente me impresionó fue la plaza en sí. Debía de ser muy antigua, porque los adoquines eran de piedra grisácea y estaban gastados y magullados por el paso del tiempo. En el centro de la plaza había una fuente octogonal de piedra en la que se alzaba una estatua de un hada con las alas abiertas y los brazos extendidos hacia el cielo. Ryan también me había contado que, hasta hace un año, en la fuente había un cisne en lugar de un hada. El alcalde lo había cambiado la primavera pasada, cuando su hija de nueve años superó un cáncer que le habían diagnosticado desde que apenas era un bebé. El alcalde quiso hacerle un homenaje a la niña, y los habitantes del pueblo le propusieron dedicarle una estatua en la fuente, como muestra de su valentía y su perseverancia. Así, el alcalde retiró la escultura del cisne y mandó a construir la actual, pues su hija coleccionaba figuritas de hadas. Esa historia me enterneció tanto que me dieron ganas de conocer a esa niña.

Ryan me condujo entre las callejuelas de la parte antigua del pueblo. El entramado de calles tenía algo mágico e indescriptible que me absorbió con cada paso. Las casas y edificios de cada calle eran de un color totalmente diferente, y daba la sensación de estar paseando entre un pueblo de cuento de hadas: atravesábamos calles que cambiaban de color, vainilla, escarlata, ocre, unas detrás de otras. Ryan no supo decirme exactamente por qué estaban pintadas de esa forma. Si fueran todas del mismo color, sería un aburrimiento, supuso. Fuera como fuese, a mí me habían encandilado.

Justo antes de doblar la esquina desde una calle de color chocolate a una de un tono color crema, Ryan se detuvo y me señaló una enorme fachada de madera oscura. Era la biblioteca general del pueblo, a la que ellos llamaban la Iglesia. Cuando me llevó al interior, comprendí por qué la llamaban así: en el lado contrario a la puerta por donde entramos había tres vidrieras enormes, gigantescas, de formas geométricas e imágenes de flores, que proyectaban sombras de colores sobre la sala principal, totalmente en silencio. La sala de lectura estaban íntegramente construida con la misma madera oscura de la fachada, desde el suelo hasta las paredes, allí donde se dejaban ver de entre las altas estanterías de libros, repletas hasta los límites de la física. Recorrí la sala con la vista unas tres veces para poder asimilarlo. Por un momento me sentí como Adso de Melk en la biblioteca de la abadía de El nombre de la rosa. Me pareció un lugar hermoso, de esos en los que, aunque no sabes por qué, te gusta estar. Ryan me dijo, en susurros, que él solía ir a la Iglesia a estudiar después de clase, y que podía acompañarle siempre que quisiera. Estudiar ya no me parecía tan aburrido.

Callejeamos durante un buen rato entre aquel paisaje de cuento hasta que, sin saber exactamente cómo, volvimos a la plaza de la fuente. Supuse que la habíamos rodeado por la parte exterior, aunque yo iba tan entusiasmado con lo que Ryan me iba contando que me olvidé de tomar referencias para ubicarme. Definitivamente, me había enamorado de aquella zona del pueblo. Me pregunté por qué mi padre nunca me había llevado por allí.

- ¿Tienes sed? – preguntó de repente, sacándome de mis pensamientos -. ¿Tomamos algo?

Nos sentamos bajo una de las sombrillas en una de las terrazas. Ryan pidió un café, y yo pedí un refresco de cola. Cuando la camarera se dio la vuelta para traernos las bebidas, Ryan me sonrió abiertamente, con esos dientes blancos y perfectos.

- ¿Qué te ha parecido?

- Me ha gustado mucho. Jamás pensé un pueblo tan pequeño pudiera tener un casco histórico tan bonito – confesé.

- Reed River es pequeño, pero tiene sus cosas buenas. Aún hay muchos sitios que no te he enseñado.

Estuve a punto de decirle que me encantaría que me los enseñara, pero la camarera me cortó al dejar nuestra comanda sobre la mesa con un educado “Salud”. Ryan tomó un sorbo de su taza de café y se quedó mirándome fijamente.

- ¿Qué pasa? – pregunté, enarcando las cejas.

- Es cierto que te dije – dijo, y aluciné cuando vi que en sus mejillas había un intento de sonrojo. Este chico nunca iba a dejar de sorprenderme: era incluso más guapo cuando estaba ruborizado – que no quería cometer el error que cometieron los otros conmigo, pero...

No sabía adónde quería llegar. Le observé impaciente mientras buscaba las palabras.

- ... la verdad es que me muero de ganas de hacerte preguntas.

- ¿Preguntas? – dije, sin comprender -. ¿Cómo en Quién quiere ser millonario?

Ryan se quedó perplejo, y de repente, soltó una carcajada interminable. El que acabo sonrojado fui yo.

- No me refiero a eso – dijo, cogiendo aire. Ya no estaba ruborizado en absoluto -. Quería preguntarte sobre ti.

- ¿Sobre mí? ¿El qué?

- No sé, me gustaría saber cosas sobre ti. Siento curiosidad – se encogió de hombros -. ¿Es tan raro?

Así que por eso no me había preguntado nada sobre mí durante la mañana: no quería recrearse en lo que le hicieron a él hace dos años. Simple empatía. Maldita sea, Ryan, eso ha sido muy inocente por tu parte. Después de eso, ¿quién puede resistirse a responder a todas tus preguntas?

- Bueno, ¿qué quieres saber?

- Primero, ¿hay algo que quieras que sepa de ti? – contestó, muy ágil.

- Pues... – me tomé unos segundos para pensar la respuesta. En blanco. ¿Qué podría decirle que le pudiera interesar? -, bueno, tengo diecisiete años, antes vivía en Washington; mi cumpleaños es el 27 de abril y mi grupo sanguíneo es... no sé, ¿A positivo?

Ryan me miró con una mueca de asco.

- Y ahora dígame qué síntomas tiene, señor Jameson.

- La verdad es que sí que ha sonado como una consulta médica – suspiré, aguantando la risa.

- Dime, ¿qué te gusta hacer en tu tiempo libre?

Me sorprendió que me preguntara por mis hobbies. Estaba esperando otra pregunta un poco más obvia.

- Bueno, pues me gusta leer...

- Ah, ¿sí? – intervino Ryan con creciente interés -. ¿Qué clase de libros?

- Me gustan las novelas policíacas y de detectives. Ya sabes, de misterio.

- ¿Las novelas de Agatha Christie, por ejemplo?

- Exacto – afirmé -, aunque personalmente me gusta más Ellery Queen.

- Nunca he leído a Ellery Queen. Tendré que buscar si hay algo suyo en la biblioteca.

- Oh, merecen la pena. Yo traje algunos de mis libros. Puedo dejarte alguno si quieres.

Ryan pestañeó un par de veces, y luego volvió a sonreír con esa enorme sonrisa suya. ¡Bien hecho, Jameson!

- Y dime, ¿qué clase de música te gusta? – preguntó, cambiando de tema.

- ¿Conoces Nickelback?

Me miró como si le hubiese preguntado de qué color era el cielo.

- Como para no hacerlo. If everyone cared es una canción preciosa.

- Vaya, eres la primera persona que conozco a la que le gusta Nickelback – comenté, sorprendido.

- ¿Bromeas? ¿Acaso hay alguien a quien no le guste?

- Conozco a algunas personas.

- Hijos del diablo, todos ellos – Ryan puso cara de fingido desprecio, y yo no pude evitar reírme.

- ¿Y a ti? Aparte de Nickelback – quise saber.

- El rollo grunge está bien, aunque a mí me gusta más el punk-rock. Por ejemplo, no sé, Yellowcard, Simple Plan, The Offspring, Autopilot Off...

- ¿Pero Autopilot Off no se habían separado? – pregunté con curiosidad. Ryan me miró perplejo -. ¿O acaso me he equivocado de grupo?

- No, en absoluto – su expresión era orgullosa y satisfecha -. Me sorprende que conozcas a Autopilot Off. No eran muy conocidos, sólo sacaron dos discos.

- En realidad sólo he escuchado una o dos canciones suyas que salían en la banda sonora de un videojuego.

El rostro de Ryan se iluminó. Habría jurado que, quizás en otras circunstancias, me habría dado un abrazo.

- ¿SSX3?

- ¡Exacto! – grité.

- ¡Venga ya! ¡Yo también lo he jugado, es tremendo! – y me ofreció los nudillos para chocárselos.

Estuvimos riéndonos y hablando de dicho juego durante un buen rato. La verdad, estaba muy a gusto con él. Con Ryan se podía hablar de cualquier cosa.

Y entonces me di cuenta de algo: todo lo que no había sido capaz de hablar durante la mañana lo había soltado con Ryan. A medida que avanzaba la tarde, había dejado de lado mi timidez y había sido capaz de entablar una conversación con él. Sonreí para mis adentros.

- ¿Sabes, TJ? – comentó apurando su café -. Aunque al principio no estaba muy seguro de cómo reaccionarías, me alegro de haber quedado. Tenemos más cosas en común de lo que pensaba.

- Tienes razón. Yo también me he sorprendido. Siempre es agradable poder compartir gustos con alguien.

Hubo un silencio de varios segundos en los que Ryan me miró fijamente sosteniendo la taza de café entre las manos.

- ¿Puedo hacerte una última pregunta? Y te prometo que no te agobiaré más.

- No te preocupes, no me agobias en absoluto.

Volvió a quedarse en silencio. Estaba pensando en cómo hacer la pregunta.

La pregunta.

- ¿Por qué te has trasladado a Reed River, TJ? Me refiero, a en este momento, en medio del semestre, y a un lugar tan pequeño, viniendo del D.C. ¿Qué interés puedes verle a este sitio?

Ésa era la pregunta que quería que no hiciera. Aunque sabía que era cuestión de tiempo el que lo preguntara. A mi mente empezaron a llegar recuerdos horribles de cuando estaba en Washington, y se me hizo un nudo en el estómago: oí a mi madre gritándome, diciéndome que yo había sido un error y que no debería haber nacido. No quería hablar de ello.

- Problemas familiares – aunque con un hilo de voz, fui tajante.

Ryan pareció entender que no tenía ganas de contarle más detalles, así que no me los pidió. Se le notaba muy avergonzado, no sabía dónde meterse. Me sentí fatal. Al fin y al cabo, él no tenía la culpa. Traté de quitarle hierro al asunto.

- Oye, ¿me puedes llevar al instituto? Mañana quiero intentar ir por mi propio pie.

Por un instante me miró confundido, pero en seguida recuperó la sonrisa.

- De acuerdo. Pagamos la cuenta y nos vamos.

¡Gracias por leer hasta el final! ♥