lunes, 17 de octubre de 2011

Be different. Think different.



No es muy difícil darse cuenta de que alguien es diferente a lo demás. Y más aún cuando se trata de darse cuenta de que tú mismo eres diferente.

Yo, quizás porque quería engañarme a mí misma, o porque simplemente era idiota, no me di cuenta hasta que cumplí los quince. Personalmente, opto por la segunda opción. Hubo un día en el que lo tuve claro: el día en que me puse a mirar las carpetas y archivadores de mis compañeras de clase. Mientras ellas las forraban con fotos de Maxi Iglesias, Alejo Sauras o los Jonas Brothers (creo que eran esos los que estaban de moda por aquella época), el mío estaba hasta arriba de imágenes de Yoh Asakura.

Por lo bajini, ellos decían que era un bicho raro. Pero yo estaba convencida de que no era rara, sino diferente.

Mis queridas amigas de Secundaria me decían que todo el mundo pensaría que era rara si no hacía lo que los demás. Cosas como empezar a salir de fiesta, a beber alcohol, a maquillarse, a llevar zapatos de tacón, a fumar cigarrillos, o a pensar en la prisa que tenían que darse por perder la virginidad. Cuando las escuchaba, pensaba que quizás tuvieran razón, que debía de ser rara por no ser como los demás. Llegué a preocuparme en serio por no ser aquello que los demás esperaban que fuese.

Pero entonces, cuando llegaba a casa y me paraba a pensar con frialdad, me decía: ¿pero qué sentido tiene hacer cosas para las que creo que no tengo la edad suficiente? ¿Merece la pena hacer cosas que no me gustaban? Yo no tenía prisa por madurar a la velocidad a la que los demás lo hacían. Yo quería disfrutar de aquellas cosas que me gustaban y a las que no me importaba dedicar mi tiempo. Yo quería vivir mi adolescencia haciendo lo que me diera la gana.

Así que una tarde decidí que, independientemente de lo que pensaran los demás, iba a ser quien yo quería ser. Y si tenía que pasar el resto de mis días como el bicho raro de la clase, pues vale. Pero no iba a renunciar a mis principios por adaptarme al modelo de adolescente que los otros habían diseñado y que no iba para nada conmigo.

Me convertí en la tía aburrida que, mientras los demás pasaban las madrugadas vomitando por las esquinas por su poca tolerancia al alcohol, se quedaba en casa con una mantita en las piernas cual abuelita artrósica viendo una peli o jugando a la PlayStation.

Ellos veían Mujeres y Hombres y Viceversa. Yo veía Shaman King.

En clase, mis compis escondían el Nuevo Vale detrás de los libros de textos. Yo lo tenía más fácil: escondía los mangas de Jyoshi Kosei entre las rodillas.

Los lunes, ellas llegaban con los talones destrozados por lo tacones. Mis pies estaban estupendos dentro de sus Converse.

¿Vamos el viernes a la Burn a pillar cacho? (la Burn era la única discoteca en Las Palmas en la que dejaban entrar a menores). Nah, yo me voy al Little Budha a beber té moruno.

Y a día de hoy, cinco años después, cuando se supone que una ya ha madurado y tiene las ideas claras, sigo haciendo lo mismo que hacía cuando era adolescente. Sigo haciendo lo que me apetece, y lo que no me apetece, ni me lo pienso. Con veinte años, sigo siendo la misma friki que entonces. Bueno, con la diferencia de que ya no llevo ortodoncia y que se me desarrollaron las caderas.

Sigue sin gustarme salir de fiesta. Aunque si alguien me lo pide, puedo ceder e ir alguna noche, aunque es algo que no me apasiona. Sigo prefiriendo quedarme tranquilamente en casa para, cuando tenga sueño, irme a dormir con mi panda de peluche gigante.

No, no me gusta el reggaeton ni el bakalao. Nunca me ha gustado, y creo que me moriré sin que me guste. Así que no me pidas que perree.

Sigo sin ponerme tacones. Y debería, dada mi escasa estatura. Pero, ¿para qué? Si yo, como más cómoda estoy, es con playeras.

Detesto Hombres y Mujeres y Viceversa. Lo odio. Aunque también tengo que reconocer que, cuando no tengo clase, veo Sálvame. La culpa es de la madre que me parió, ¿de acuerdo?

No tolero bien el alcohol, y por eso, no siento la necesidad imperante de beber para integrarme o divertirme. Aunque, Dios, desde que cumplí los dieciocho, descubrí esa bebida celestial que al principio tan poco me gustaba: la cerveza. Siendo mujer, prefiero mil veces una nevera llena de cervezas a un armario lleno de zapatos.

¿Qué prisa tenían todas por perder la virginidad con quince años? Ni con quince, ni con dieciséis, ni con los que sean. Sin prisas: cuando tenga que llegar, llegará. Y será entonces cuando de verdad lo disfrutes.

Salir a divertirte con tus amigos o estudiar. ¿Por qué elegir? Yo puedo hacer perfectamente las dos cosas.

Fumar me sigue pareciendo algo asqueroso e inútil. Respeto a quienes lo hacen, pero llevo veinte años ignorando a qué sabe un cigarro.

Me gusta llevar gorritos y bufandas de lana, aunque dé la sensación de ser más bajita de lo que soy.

Y a pesar de mi edad, sigo teniendo la misma mentalidad que cuando tenía diez años: me encanta gritar, pintarme los uñas de colores chillones, bailar parapara en medio de la calle, jugar con un globo y ser idiota en general.

Y me encanta ser diferente.

1 comentario:

¡Vamos, es gratis y no duele!


¡Gracias por leer hasta el final! ♥