lunes, 7 de noviembre de 2011

El chico perfecto IX.

A la mañana siguiente tuve que rogarle a mi padre que me llevara otra vez al instituto. A pesar de que la tarde anterior hice el recorrido con Ryan, fui incapaz de memorizar el trayecto. Se rió en mi cara durante varios minutos, y yo me sentí estúpido mientras esperaba de brazos cruzados a que dejara de carcajearse. Sin embargo, aceptó llevarme sin ninguna pega. Desde que ayer volví a casa y le conté qué había hecho con Ryan, mi padre se puso de muy buen humor. Parecía que él se alegraba más que yo de que finalmente hubiera hecho migas con alguien. Y yo también estaba contento, tanto por el que al final hubiera conseguido lo que tanto quería, como por el que él se sentía orgulloso de mí.

Esta vez no tardé tanto en encontrar el aula en la que tenía clase. La puerta de la sala estaba abierta, y apenas se oía barullo. Qué extraño. Antes de que pudiera asomar la cabeza y cotillear, alguien me empujó por la espalda, y estuve a punto de comerme el marco de la puerta. Me había golpeado una chica de baja estatura y ojos oscuros, con una larguísima melena negra recogida en una trenza y una elegante faldita a cuadros. Recordaba haberla visto ayer en clase. Iba cargada con un montón de libros. Al girarme, abrió mucho los ojos y se excusó varias veces, exaltada.

- Perdona, Morrison.

Bueno, al menos había acertado las últimas tres letras. Menos da una piedra.

Entré con la chica morena en el aula, y me quedé pasmado cuando encontré la clase vacía. No había nadie allí, salvo los dos chicos que me tiraron besos durante la clase de Matemáticas, tres chicas que no me sonaban de nada, la morenita, y yo. Miré mi reloj. No estaba loco, eran casi las ocho. Todo el mundo debería estar aquí, y no había ni un alma.

La respuesta a mi incertidumbre entró en ese momento en la sala en un estado de profunda satisfacción.

- TJ, te estaba buscando. ¡No tenemos clase!

Ryan se acercó a mí dando saltitos, y sin salir de mi estado de enajenación mental, me chocó los nudillos. De repente, sentí varios pares de ojos que me perforaban con la mirada y que me recorrían de arriba abajo. No sé qué estampa estaríamos dando: él, con el pelo rubio alborotado y un piercing en el labio, vestido con una camisa holgada de cuadros y unas bermudas de color verde; y yo, mal afeitado, con una sudadera marrón y unos pantalones vaqueros, en medio de un desfile de Barbies y Kens en diferentes modelos y colores. Sin duda, acababa de ganarme el odio colectivo de por vida.

Sin embargo, hubo un detalle que me perturbó: la chica morena de la falda a cuadros no me estaba prestando la más mínima atención.

- Un momento – dije, volviendo a la realidad poco a poco -, ¿no tenemos clase? ¿Por qué?

- La señorita O’Donnell no ha podido venir – respondió, pletórico -. Me lo ha dicho la señora de administración.

Por eso no hay nadie, supuse. Todo el mundo debe de estar vagueando en la cafetería o por los pasillos.

- Pues qué faena – suspiré.

- A mí me viene de fábula. Necesito que me dejes los apuntes de Matemáticas de ayer.

- ¿Mis apuntes? ¿Para qué? Son horribles – hice una mueca.

- Como ayer me fumé la clase de la señora Atkins para ir al hospital no tengo nada – me guiñó un ojo y junto las manos, suplicando con fingida desesperación -. ¡Porfa!

Después de guiñarme uno de esos ojos tan grandes y de ponerme cara de perrito abandonado, ¿quién puede decirte que no?

- Está bien. Toma – saqué un cuaderno de la mochila y se lo alcancé.

Ryan me dio las gracias con una palmadita en el hombro y una sonrisa, y corrió a sentarse en una mesa a la izquierda del aula, dejándome ahí de pie, escondiendo el repentino rubor que me había subido a las mejillas.

- Vaya, vaya. Así que el nuevo se ha hecho coleguita de Ryan – uno de los tipos que me tiraron besos el día anterior, uno que llevaba un chaleco de rombos muy hortera, hablaba en voz muy baja, cerca de donde me encontraba.

- Qué par de frikis – dijo el otro -. Dios los cría y ellos se juntan.

Me hirvió la sangre. ¿Pero qué se creían esos dos? ¿A qué viene esa clase de comentarios por lo bajo y a escondidas? Definitivamente, cuanto más tiempo pasaba con ellos, más me daba cuenta de que Ryan tenía razón. Sin embargo, fingí que no lo había oído. Prefería no meterme en follones con nadie.

Eché un vistazo rápido al aula por inercia, y me di cuenta de una cosa al observar los pupitres: aún no tenía libros de texto. Y los necesitaba, vaya que sí, a la vista de todo el trabajo que tenía por delante. Aunque algo tenía claro: para utilizarlos sólo durante la mitad del curso, no iba a comprar libros nuevos. Tenía que buscar alguna manera de conseguirlos de segunda mano, o cogerlos prestados de la biblioteca. Entonces recordé que Ryan me había dicho que el instituto tenía una biblioteca pequeñita. Probablemente allí tendrían copias de los libros, y como estaba libre, habría sido un buen momento para investigar un poco. Pero, oh, no tenía ni idea de dónde demonios estaba la biblioteca. Y Ryan no iba a acompañarme. Estaba muy concentrado copiando mis notas de Matemáticas, y estaba seguro de que si se lo pedía, me mandaría a la porra. Tenía que aprovechar el tiempo y conseguir los manuales cuanto antes, ¿pero de dónde?

Eché otro vistazo al aula y me detuve en la chica morena con la que había entrado. Estaba sentada en la parte posterior de la sala, totalmente sumida en la lectura de una revista de prensa rosa. Sola y en silencio. Había algo en esa chica que no me cuadraba, aunque no sabría decir qué era. Y fuera lo que fuera, no me daba malas vibraciones, así que lo intenté. Me acerqué despacio a su pupitre, tanteando su reacción. Fue inexistente. Estaba totalmente absorta en la revista. Carraspeé para hacerme notar, primero suavemente y luego un poco más alto. La saqué de un susto de la revista. Tanto, que la dejó caer sobre la mesa con un gritito y un golpe fuerte. Un momento, ¿y ese golpe? Eso no había sido la revista, no son tan pesadas. La observé con atención, y descubrí que bajo los papeles había un libro pequeño, una novela probablemente, con las páginas amarillentas y gastadas. Ella se percató de que me había dado cuenta, y roja de vergüenza, se apresuró a esconderlo en su regazo. Me dio lástima, mucha lástima. Ése era el precio que los jóvenes como ellos pagan por ser aceptados por los demás.

- Perdona – tartamudeé, nervioso. Traté de buscar las palabras más adecuada para sonar educado -. Me preguntaba si sabrías dónde podría conseguir libros de texto de segunda mano.

Me miró perpleja. Tras unos segundos de silencio incómodo que no comprendí, respondió, con voz suave:

- ¿Por qué no los sacas de la biblioteca?

- Es que aún no sé dónde está… - me rasqué la mejilla, avergonzado. Dios, qué estúpido tenía que sonar.

- En el segundo piso, al lado de…

Una voz ronca y familiar, seguida de un intenso olor a colonia de coco, la interrumpió de malas maneras.

- ¿Se puede saber qué estás haciendo?

Barbie pelo paja. Estaba justo a mi lado, mirándome con los brazos en jarras y cara de pocos amigos. ¿Cuándo había llegado ahí? No me había dado cuenta.

- Estaba preguntándole si… - contesté, sobresaltado. No me dejó continuar.

- Es una pregunta retórica – quedé francamente sorprendido. Nunca imaginé que Kate supiera lo que significaba la palabra “retórica” -. No molestes a Harriet.

Harriet debía de ser la chica morena de la trenza.

- No, si solamente estábamos…

- No te estoy pidiendo explicaciones, novato – volvió a interrumpirme, y se acercó tanto a mí que, a la vez que el perfume de coco me golpeaba la pituitaria, su enorme, apretado, y poco escondido escote se balanceaba delante de mi cara. Tuve que respirar hondo – Deja a Harriet en paz y vete con tu amigo el friki monstruito.

Entonces no tuve necesidad de respirar hondo. ¿De verdad había dicho lo que había dicho? Miré a Harriet, y cual no fue mi sorpresa cuando lo único que hizo fue encogerse de hombros con indiferencia. No me lo podía creer. En esta clase todos eran unos auténticos capullos, ninguno se salvaba.

Esta vez juro que quería responderle a Kate, decirle cuatro cosas bien dichas. Pero, casi como intuyendo mi reacción, fue Ryan el que respondió por mí, con un todo calmado y sin levantar los ojos de los papeles.

- Se te ven las tetas, Kate.

Kate se quedó descolocada un par de segundos, pero se recuperó del golpe y respondió, con una sonrisa arrogante y un movimiento de cadera que me revolvieron las tripas.

- Pues memorízalas bien, Ryan, y tócate una paja cuando llegues a casa, porque será lo más cerca que estés de acostarte con una mujer.

Ryan sonrió, mostrando los dientes, de esa forma maléfica que tanto me ponía los pelos de punta, y se incorporó sobre la silla. Iba a soltar una floritura.

- Mi querida Katie – susurró su nombre, despacio, y noté como ella ponía cara de asco -. Antes de masturbarme pensando en ti, prefiero hacerlo viendo un documental sobre focas.

Bravo, Ryan. Impresionante. Vulgar, pero impresionante.

Kate entró en cólera, y todos los demás empezaron a abuchearle. Tanto, que Kate le lanzó un objeto que no identifiqué, con tan mala puntería que aterrizó sobre la tarima, pero que si le hubiese dado en la cabeza, le habría hecho un buen chichón.

Esa clase era una jodida jungla en la que, o dominabas, o eras dominado. Y Ryan no estaba dispuesto a ser de los segundos.


La mañana se hizo interminable hasta que sonó la campana del almuerzo. Especialmente en mi primera clase de Italiano básico en la que, curiosamente, no se impartía italiano, sino francés. Por lo visto, a mitad del semestre pasado, el profesor de italiano había pedido una baja y la dirección del Saint John’s no había podido encontrar a un sustituto. Así que echaron mano de lo único que consiguieron: una licenciada en Filología Francesa. Alucinando me quedé.

Ryan y yo caminábamos en silencio por el pasillo en dirección a la cafetería hasta que él se detuvo y me preguntó con una enorme sonrisa:

- Oye, ¿almorzarás con nosotros hoy?

Se me subió la goma de los calzoncillos a la garganta.

- Te refieres a… ¿con tus amigos?

- Claro – asintió -. Quise invitarte ayer, pero desapareciste.

- Ryan, no sé si…

Vamos, TJ, di la verdad: si tanto te costó intercambiar cuatro palabras con Ryan, tener que hacerlo con cuatro desconocidos a la vez te da pánico porque pensarán que eres un rarito antisocial. Las cosas como son.

Ryan pareció comprenderlo. Ladeó la cabeza y me dedicó una mirada tan tierna como preocupada. De verdad, qué ojos. Cuanto más los miraba, más azules me parecían.

- ¿Te da vergüenza?

- Pues sí, un poco… - desvié los ojos hacia otro lado y suspiré.

- Bueno, no quiero presionarte – sonó decepcionado -. Aunque ellos tenían ganas de conocerte.

Espera, espera. ¿Cómo es eso?

- ¿Quieren conocerme?

Ryan se percató de mi creciente interés por ese comentario, y sonrió. El aro plateado que le colgaba del labio soltó un diminuto destello.

- Les hablé de ti, y me dijeron que querían conocerte en persona. Dicen que pareces majo.

Me mordí el labio. Sin duda sería una situación embarazosa, pero… ¿y si conseguía hacer migas con los amigos de Ryan también? Por qué mentir, yo quería conocerlos a ellos también, pero me daba mucho miedo hacer el ridículo.

Aunque eran los amigos de Ryan. No debían de ser mala gente.

- Está bien – bufé, rindiéndome -. Iré contigo.

Ryan dio un grito y me arrastró de la mano hacia el interior del comedor.

- Sé que no estás muy convencido, pero no me importa.

Me llevó a la parte exterior de la cafetería, donde estaban las mesas de madera. Sus amigos estaban sentados en el mismo lugar que ayer. Estaban todos: el chico moreno de los tatuajes, la chica gótica, la del pelo negro y los gemelos pelirrojos. Ryan los saludó a todos, uno a uno, y cogiéndome por el hombro, me presentó:

- Chicos, éste es TJ. Es un tío majo, así que tratádmelo bien.

Qué ganas de que me tragara la tierra. Todos me miraban. Con interés, pero me miraban fijamente. Notaba que mi cara ardía de lo rápido que circulaba la sangre. No supe qué contestarles. No me salían las palabras.

El chico tatuado se levantó y se acercó a darme la mano, con firmeza y confianza. No me esperaba que hiciera eso, aunque tampoco me desagradó. Me había evitado el tener que romper el hielo.

Le observé de cerca. Tenía el pelo largo y fino, oscuro, recogido en una cola. Era de constitución fuerte: espalda ancha, brazos torneados y pectorales marcados bajo la ropa. No tenía el cuerpo de un culturista, pero se notaba que hacía deporte. Tenía la piel blanca y los ojos verdes. Llevaba puesta una camiseta negra con una serigrafía en blanco y unos vaqueros gastados. Tenía los brazos llenos de tatuajes diferentes: distinguí símbolos de la mitología celta, algunas frases en árabe y dibujos tribales, entre otras imágenes. La tinta se extendía desde las muñecas hasta el cuello, pues las puntas de algún motivo tribal asomaban por encima del cuello de la camiseta. Sin duda tenía aspecto de tipo duro, pero por la forma en que me miró y me apretó la mano, podía deducir que no iba de eso.

- Es un placer conocerte, TJ. Me llamo Zack – dijo, en tono afable. Traté de sonreírle sin que me temblara el labio y le devolví el apretón con energía, más por los nervios que por otra cosa.

- Yo también me alegro de conocerte por fin – la chica morena agitó la mano desde la mesa. Tenía un marcado acento extranjero, probablemente árabe, por como siseaba las eses -, aunque eso implique que el imbécil de Ryan haya tenido que secuestrarte. Yo me llamo Mina. Mina Nadooshan.

Mina era muy, muy guapa, y además tenía una voz muy agradable. Tenía la piel morena y los ojos rasgados, de color verde aceituna. No supe calcular en aquel momento cuán largo tenía el pelo, pero debía de ser larguísimo, negro como el carbón, con unas suaves y bonitas ondas. A pesar de que era extranjera, su inglés era perfecto.

- Bueno – Zack me soltó la mano y se encogió de hombros, observando a Ryan -, yo eso ya lo di por supuesto.

- Iros los dos a cagar! ¡Yo no secuestro personas! – Ryan puso cara de fingida indignación y golpeó a Zack en el hombro. Todos se rieron, aunque yo me preguntaba si no se habría hecho daño.

- Perdona a Freddie, TJ – se disculpó la chica punk, aún sentada en la mesa, junto a Mina -. Seguro que te ha obligado a venir.

Su aspecto era siniestro, pero no tenía pinta de ser mala persona. Era pálida, muy pálida, aunque no sabría decir si realmente era su piel o se había maquillado. Tenía el pelo corto, negro, y el flequillo teñido de un rojo muy intenso. Estaba maquillada con todos muy oscuros tanto en los ojos como en los labios, y también iba vestida de negro. Tenía las orejas llenas de pendientes, y varios aros de plata le perforaban la nariz y una de las cejas.

- ¿Freddie? ¿Quién es Freddie?

- Ah, ¿no lo sabes? – ella sonrió de forma malvada, y vi cómo Ryan corría hasta ella agitando las manos y diciendo palabrotas -. El segundo nombre de Ryan es Frederick.

- ¡Mierda, Kim, yo te mato! ¡Te he dicho que no me llames así! – exclamó Ryan, y trató de darle una colleja, aunque ella la esquivó hábilmente y se la devolvió. Se había sonrojado de una forma adorable. No pude evitar reírme.

Los dos gemelos se levantaron de la mesa y se acercaron a mí. Me chocaron los nudillos y se me presentaron. Eran muy altos, probablemente superaban el metro ochenta. Tenían el pelo rizado del color del hierro oxidado y los ojos oscuros. Eran prácticamente idénticos, salvo porque uno de ellos llevaba un pendiente en el lóbulo izquierdo.

- Teníamos ganas de conocerte, TJ – dijo el del aro en la oreja  -. Me llamo Henry, y éste es mi hermano Simon.

- Lo mismo digo – contestó Simon. Me di cuenta entonces de que él también tenía un pendiente en la misma oreja.

- Es un placer – dije, con un susurro. Maldita sea, eran iguales. ¿Cómo demonios iba a distinguirlos?

- Bueno, pues estos son los animales con los que me junto – Ryan apareció de la nada y me rodeó el hombro -. Nosotros cuidaremos de ti.

- ¡No soy un bebé! – refunfuñé.

Todos estallaron en una sonora carcajada.

- Pero ahora en serio, TJ – dijo Mina, dibujando una sonrisa amable y cálida -. Puedes contar con nosotros para lo que quieras.

- ¿De verdad? – me quedé perplejo. ¿Así, sin más?

- Claro. Al final todos nos acabaremos necesitando. Hoy por ti y mañana por mí, ¿no?

- Mina tiene razón – exclamó Ryan -. Y no te preocupes, que no mordemos.

- Eso no lo dirás por ti – Zack le hizo burla, y él le contestó con un agradable insulto que les hizo reír a todos.

- Vamos, TJ, siéntate – Henry me hizo señas a su lado, y aún un poco cortado, tomé asiento entre él y Kim. Al otro lado de la mesa, Ryan me guiñó un ojo y vocalizó: “Puedes hacerlo”.

Sinceramente, no estaba seguro de que pudiera encajar con ese grupo. Pero de lo que sí tenía la certeza era de que, al menos, iba a intentarlo. Eran muy buena gente, eran naturales, y también parecían humildes. Daban la sensación de que podías confiar en ellos, y parecía que ellos también podían confiar en mí. No iban a reemplazar a mis amigos de Washington, pero sin duda, quería que fueran mis amigos también. Definitivamente, quería formar parte de esto.

Y de lo que también estaba seguro de que a Ryan le debía en dos días más de lo que habría podido imaginar.

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