lunes, 9 de mayo de 2011

Dos minutos, diecinueve segundos.

Todo estaba oscuro y no se oía un alma, salvo la respiración entrecortada y jadeante de Rebeca, que corría con todas sus fuerzas entre la negrura. No estaba yendo a ninguna parte. Avanzaba, dejaba metros y metros tras de sí, pero lo único que alcanzaban a ver sus grandes ojos verdes era un enorme espacio negro en la más profunda mudez. Tenía el corazón desbocado, la boca seca y los pulmones doloridos, pero tenía claro que, pasase lo que pasase, no podía dejar de correr.

Entonces, un grito desgarrador rompió el silencio de la inmensa oscuridad. Una voz femenina, muy familiar, la llamaba a gritos pidiendo ayuda. Rebeca sintió cómo el corazón se le paraba de golpe mientras una gota de sudor frío le recorría la nuca de arriba a abajo. Inspiró profundamente y trató de aumentar la velocidad a pesar de que tenía los tobillos hinchados y se dirigió ese lugar desde el que la mujer le pedía auxilio entre sollozos y gritos.

Y allí la encontró. Las tinieblas se disiparon y vio como, ante ella, se alzaba la misma vista de la ciudad que había desde el balcón del salón de casa. Las ventanas de los pequeños edificios centelleaban y el rumor del tráfico y la actividad nocturna llenaban el ambiente en donde antes sólo había silencio. Era la misma vista, la misma estampa que aquella noche en que encontró a su madre agarrada a la barandilla del balcón.

No era simplemente la misma vista. Era la misma escena. A sus pies se alzaba una balaustrada metálica, y colgando de ella, su madre, Elizabeth Stewart, con el rostro y los hombros cubiertos de sangre, aún vestida con un finísimo camisón blanco. Pendía entre el cielo y el asfalto de la carretera, luchando por incorporarse y trepar hasta el balcón.

- ¡Rebeca, ayúdame! – suplicó Elizabeth.

Rebeca agarró a su madre por las muñecas y tiró de ella hacia arriba. Estaba agotada por la carrera entre las tinieblas. Apenas podía respirar y se le iban las fuerzas con cada resoplido. Sus articulaciones temblaban. Todo estaba muy borroso. Sus esfuerzos no iban a ser suficientes para subir a la mujer hasta el saliente. Rebeca rompió a llorar al darse cuenta de que era inútil.

- ¡Hija, no llores! ¡Puedes hacerlo! – le animó su madre.

- ¡Mamá, no puedo!

- ¡Sí que puedes! ¡Revy, ayúdame, por favor! – Elizabeth Stewart rompió a llorar también, presa del pánico.

Rebeca tiró y tiró de su madre hasta que empezaron a crujir brazos y espalda, pero era imposible que ella pudiera incorporarla hasta el balcón. Sabía que su madre, tarde o temprano, caería al vacío, porque sus manos sudorosas no eran capaces de levantarla y empezaban a escurrirse entre las muñecas de su madre. Rebeca se deshizo en lágrimas.

- ¡Mamá!

- ¡Revy, aguanta! ¡No me sueltes, Revy! – la mujer clavó con fuerza las uñas.

Rebeca aulló, y el espamo hizo que soltara las manos de su madre. Elizabeth Stewart chilló cuando notó la falta de presión sobre sus manos y sintió el viento colarse entre los mechones de su larga melena pelirroja. Rebeca, a pesar de los arañazos, se inclinó sobre la barandilla y deslizó  los brazos entre los barrotes para intentar agarrarla…


Entonces apareció, sentado de cuclillas sobre la verja del balcón, a su lado, manteniendo un equilibrio perfecto. El rostro del miedo: pelo alborotado, ojos rojos, dientes blancos y tez pálida. La persona con la que Rebeca soñaba cada noche desde hacía doce años. El hombre del frac.

El caballero del traje azul sostenía a la madre de Rebeca por una de las muñecas sin ninguna dificultad. Mantenía la mirada clavada en la muchacha, demasiado exhausta para razonar. Aterrorizada, Rebeca le suplicó:

- ¡Por favor! ¡Ayuda a mi madre!

La madre de Rebeca pataleó en el aire y chilló con todas sus fuerzas.

- ¡Rebeca! ¡Aléjate de ese hombre!

El extraño ladeó la cabeza lentamente y sonrió, mostrando sus perfectos y brillantes dientes que brillaron como perlas a las luces de los edificios. Fue entonces cuando el cerebro de la confundida Rebeca empezó a funcionar. Colmillos.

- ¡Eres un vampiro! ¡Por favor, ayúdala! ¡Se va a caer!

Elizabeth Stewart gritó de nuevo.

- ¡Revy, no!

El vampiro del frac azul alzó la mano que sujetaba a la mujer sin el menor esfuerzo hasta que ambos rostros quedaron a la misma altura y susurró:

- ¿Quieres que la ayude, niña?

- ¡Maldita sea, sí, joder! ¡Ayúdala! ¡Por favor! – Rebeca se puso echa una fiera. No era momento de vacilar.

- ¡Rebeca! – su madre lanzó un chillido desde lo más hondo de los pulmones, pero el vampiro no pareció inmutarse - ¡Éste hombre es el que intentó tirarme por el balcón! ¡Viene a por nosotros!

Rebeca dejó de respirar por un instante y sus pupilas se dilataron.

- Pero eso… eso es imposible… los vampiros no pueden…

El vampiro sonrió de nuevo y apretó los dedos contra la muñeca de Elizabeth.

- Ya. Pero yo no soy un tío legal – musitó.

Los dedos del hombre del frac se despegaron uno a uno hasta que soltaron por completo la mano de Elizabeth Stewart y la dejaron caer al vacío. Rebeca gritó alzando los brazos tratando inútilmente de sujetar a su madre.


Sudando y con el corazón a punto de sufrir un paro cardíaco, Rebeca se incorporó sobre la cama a la vez que repetía el gritaba. Respirando entrecortadamente por la boca, miró a ambos lados de la cama y comprobó que seguía entre las paredes su habitación. Secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano, bufó sonoramente y se dejó caer sobre la almohada. Giró perezosamente la cabeza y clavó la mirada en uno de los posters que colgaban de la pared oeste.

- No me mires así, Chad – se quejó ante la abierta sonrisa del cantante del poster de Nickelback.

Había vuelto a soñar con lo mismo una noche más, y con ésta era la octava noche seguida que tenía ese sueño. Rebeca llevaba teniendo pesadillas con el vampiro del frac casi todas las noches desde que tenía cinco años, pero aquélla era la primera vez que tenía el mismo sueño durante una semana. No sólo cuando se iba a la cama. Incluso cuando se quedaba dormida en el sofá después de comer o se le cerraban los ojos en la clase de Literatura del señor Jameson soñaba con ese hombre y su madre pendiendo del balcón.

Porque el sueño era exactamente el mismo una noche tras otra. La habitación negra, el grito de su madre, el balcón y el vampiro, siempre en el mismo orden y en las mismas circunstancias. Nada cambiaba. Dos minutos y diecinueve segundos. De las veinticuatro horas que tiene el día, esos dos minutos y diecinueve segundos eran minutos de pánico.

Porque, a pesar de llevar soñado lo mismo durante una semana, a Rebeca se le seguían poniendo los pelos de punta. Era imposible acostumbrarse a los ojos de aquel demente o a los gritos de su pobre madre, a la que veía morir todas las noches.

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