jueves, 9 de junio de 2011

El chico perfecto I.

El despertador sonó por tercera vez después de intentar inútilmente que dejase de sonar a golpes. El pitido agudo del reloj me penetró el cerebro de la misma forma que un martillo hidráulico taladra el asfalto. Había dormido fatal y me dolía muchísimo la cabeza. Miré la luna brillante del despertador y comprobé que eran las siete y media de la mañana. Estupendo. Mi primer día de instituto y ya llegaba tarde. Qué mejor manera de empezar mi “nueva vida”.

Abrí lentamente los ojos y cuando me acostumbré a la falta de luz de la mañana me di cuenta de que no lo había soñado. Me había dormido en ese cuarto vacío. Salvo la cama donde dormí, un escritorio de madera sin barnizar y un viejo armario de puertas chirriantes, no había absolutamente nada.  Un escalofrío me recorrió el espinazo al darme cuenta de que, efectivamente, me había mudado.

Después de una ducha rápida y de vestirme con lo primero que agarré de mi maleta, tirada en el suelo aún sin deshacer, bajé al piso de abajo. La sensación de tener que bajar escaleras se me hacía la mar de extraña: estaba acostumbrado a vivir en un piso pequeño, y la casa de mi padre era un chalet mediano de dos plantas. Realmente me sorprendió que, viviendo solo, mi padre tuviera una casa tan enorme. Sin embargo, el ambiente era extrañamente cálido y acogedor, como el de una casa familiar. Excepto mi habitación, por supuesto, que me pareció la imagen más perfecta de la soledad. No por el hecho de que aún no hubiese desempaquetado mis cosas. Yo la hacía parecer solitaria. Yo era el solitario.

Eché desde el descansillo un último vistazo a mi cuarto. Suspiré y bajé las escaleras.

Mi padre apoyaba la espalda sobre una de las paredes de la cocina cuando entré. Leía con interés la sección deportiva del periódico de la mañana. Al oírme pasar, levantó la vista del papel y me dedicó una sonrisa.

-  Buenos días, Thomas.

Contesté con un gruñido y me senté a la mesa. Nunca he sido de la clase de personas a las que le gusta hablar por las mañanas. Cogí sin preguntar un par de tostadas que le habían sobrado del desayuno y comí sin ganas. Él enarcó las cejas.

- Vaya, ¿nos hemos levantado con el pie izquierdo?

- No he dormido bien.

Mi padre dejó el periódico sobre la encimera y se sentó a mi lado. Me miró con algo que parecía una mezcla entre preocupación y confusión.

- ¿Te encuentras bien?

Me resultó extraño. Hacía demasiado tiempo que no veía a Paul Jameson actuar como un padre, al menos como un padre las veinticuatro horas del día y no sólo dos fines de semana al mes, como solía hacer antes cuando vivía en Washington. Con un pedazo de pan en la boca le miré.

-  Obviamente no. Me duele un montón la cabeza.

-  ¿Tienes jaqueca de nuevo?

Asentí y seguí comiendo. Él se paró a deliberar para sí mismo un momento. Vi cómo, mientras pensaba, se rascaba la mejilla derecha con el índice. Aparté rápidamente la mirada de él. Yo también lo hacía. Me ruboricé. Maldita genética.

- Entonces, si te duele tanto será mejor que hoy te quedes en casa y dejemos el instituto para mañana. No creo que te siente bien.

Volví a mirarle y tragué.

- Puedes estar seguro de que al final del día la cabeza me estallará, pero por nada del mundo debo perder clases.

- Pero, hijo, llegaste apenas unas horas. ¿No crees que exageras? Anda, quédate y descansa algo. Estás cansado del viaje y tienes el sueño atrasado – insistió.

- No te lo niego, pero no puedo faltar al instituto, papá. El año que viene entro en la universidad, y me estoy incorporando a mitad de semestre.

- Mayor razón. No creo que por perderte una clase a mitad de semestre te pierdas mucho.

Suspiré varias veces. Estaba empezando a ponerme de mal humor, y no tenía ganas de enfadarme con él. No quería acabar con mi padre como había acabado con la persona que se hacía cargo de mí antes mudarme. Terminé con las tostadas y aparté el plato para dedicarme de lleno a la conversación.

- No quiero perder ni una sola hora. No me conviene – fui conciso. Incluso me cambió el tono de voz. Me aclaré la garganta y seguí -. Ya dormiré cuando vuelva.

Para mi sorpresa, en vez de recriminarme mi actitud, mi padre torció los labios en una especie de sonrisa satisfecha mientras se recostaba contra la silla. Dije algo que pareció gustarle.

- Entonces no volveré a pedírtelo.

Permanecí atento a lo siguiente que diría, pero, sorprendentemente, no dijo nada.

- ¿Y ese cambio de repente? – me atreví a preguntar.

- Eres un chico responsable, Thomas. Me gusta. Estoy orgulloso de ti .

Sus palabras me pillaron con la guardia baja. Él sonreía complacido mientras yo me escondía la cara mirando hacia otro lado. Había vuelto a sonrojarme.

- Gracias por el cumplido – balbuceé.

Él se echó a reír con su habitual carcajada ruidosa.

- Estás muy gracioso cuando te pones rojo.

Me giré hacia él y casi grité.

- ¡No estoy gracioso, ni me he puesto rojo!

Volvió a reírse, y el volumen de sus risotadas fue disminuyendo poco a poco. Finalmente se quedó en silencio, examinándome con la mirada. Me pregunté el motivo.
Abrió la boca y me preguntó con voz lenta:

- ¿Sabes? Me extraña que tu madre dijese que no estudiabas nada. No lo entiendo.

Se me puso el vello de punta. Mi madre, o esa mujer que decía ser mi madre, me enervaba sólo con nombrarla. Para mí, era un tema tabú, todo el mundo sabía, y más él, cuánto la detestaba. Apreté los dientes, y mi padre pareció notarlo, porque habló con calma, encogiéndose de hombros, arrepentido. El brillo inocente de sus ojos verdes le hicieron parecer diez años más joven:

- Lo siento. Se me ha escapado.

- No te preocupes – respondí entre dientes, sin mirarle, mientras me levantaba a poner el plato en el fregadero.

Volvió a hacerme una pregunta capciosa:

-  ¿Tanto te molesta...?

Pensé en una forma suave de contestarle a la vez que enjabonaba la loza, pero no me salían palabras bonitas.

- Sí. Esa mujer está loca y no quiero saber nada de ella.

Levantó las manos en señal de rendición. Cada vez me parecía más joven, y eso me calmó. Me gustaba cuando mi padre mostraba que, en el fondo, seguía siendo un niño.
Recordé las veces en que los fines de semana que pasaba con él me llevaba al parque a jugar al fútbol. Casi siempre se nos unían niños que también jugaban cerca y acabábamos formando equipos enormes. Y de entre toda esa multitud de chavales gritones, mi padre era el que mejor se lo pasaba

- De acuerdo, está bien. Es lo último que quería preguntarte. No volveré a hablar más del tema, ¿vale? No te enfades.

- No estoy enfadado – mentí. Al final conseguí ponerme de mal humor.

Terminé de lavar los platos a la vez que mi padre se levantaba de la silla. Se acercó a la nevera y cogió una botella pequeña.

- Toma. No creo que vayas a tomarte las tostadas sin beber nada– me la ofreció.

Hice un mohín mientras cogía la botella de lo que aparentemente parecía leche. Leí la etiqueta. Efectivamente, era leche.

- Esto, papá...

Había vuelto a coger el periódico y retomó su lectura. Me respondió levantando las cejas.

- Yo... yo no tomo leche, ¿recuerdas?

Bajó el periódico y miró la botellita con los ojos muy abiertos durante unos segundos. Me la quitó de la mano al tiempo que se frustraba consigo mismo.

- Seré estúpido. ¿Cómo se me ocurre? Soy un desastre.

- Tampoco es para tanto – traté de animarle, aunque mi mal humor no ayudó a darle credibilidad a mi intención. Parecía que se había ofuscado en serio.

Puso los ojos en blanco.

- Será que me estoy haciendo mayor...

- Es lo más probable.

Se giró hacia mí y me dedicó una mirada y una expresión sobreactuadas.

- ¡Vaya con el sobrino del sarcasmo! – la voz sonó tan falsa que se volvió aguda, como la de las tertulianas de los programas de cotilleos. Se me escapó una risilla y él alzó aún más el timbre de voz - ¡Y además te ríes! ¡Menuda caradura!

Acabé riéndome con fuerza.

- ¡Vamos, papá, no seas crío!

- ¡Y encima me insultas! ¡Es lo que me faltaba! – enrolló el periódico y me dio con él en la cabeza.

- ¡Hey! – me llevé las manos a la coronilla. Me había dado más fuerte de lo que pensaba -. ¡Sin armas!

Acabamos riéndonos los dos a carcajada limpia en la cocina, uno frente al otro. El mal humor se había esfumado de repente. Hacía mucho tiempo que no me reía así. Lo agradecí con toda mi alma. Cuando se nos pasó el ataque de risa, miré a mi padre a los ojos mientras él me sonreía de la forma más paternal que le había visto nunca.

- Gracias, papá – musité.

- No te preocupes. No creo que a tus compañeros de clase les haga demasiada gracia que el chico nuevo llegue con una cara hasta aquí – se señaló el estómago.

- Gracias también por recordarme que soy el chico nuevo – puse los ojos en blanco.

Se acercó a mí y me cogió del hombro mientras me dirigía fuera de la cocina.

- No será para tanto, ya verás. Eres un chico estupendo. No te costará abrirte a la gente, estoy seguro – cogió las llaves del BMW que descansaban en la mesa del recibidor y las agitó – Venga, hoy te llevaré yo.

Me había animado tanto que tomé en serio sus palabras. Me repetí a mí mismo eso de “no será para tanto” unas veinte veces de camino al instituto. Confiaba en lo que me había dicho mi padre, en que sería capaz de hacer amigos fácilmente. Sólo era cuestión de esforzarse, y gracias a él, ya iba completamente motivado.

1 comentario:

  1. Muy Bueno Rietsuka Bookman este primer capítulo me ha encantado leeré el resto :) la historia ha conseguido engancharme.

    ResponderEliminar

¡Vamos, es gratis y no duele!


¡Gracias por leer hasta el final! ♥