domingo, 23 de septiembre de 2012

La lógica del hentai.

Ayer por la mañana, por circunstancias varias, acabé sola en mi casa. Mis padres se habían ido a la playa y mi hermana salió a... bueno, ni lo sé ni me importa. Pero el caso es que me encontré en la más absoluta soledad, y estaba aburrida en extremo. Tanto, que decidí ponerme a subrayar el temario de la semana. Pero ya lo había hecho. 

Entonces, en un intento de mantener mi mente ocupada, entré en la carpeta donde guardo el anime, y me di cuenta de que, en el último asalto al disco duro externo de una amiga mía, junto con la carpeta con las tres temporadas de Hetalia, había copiado por error una con el título de "Hentai". No pude verme la cara en ese momento, pero debía de ser algo así:


El caso es que, como no se me ocurría nada mejor que hacer, abrí un archivo al azar. Tengo que confesar que, a mis casi 21 años, nunca había visto hentai. Lo cierto es que nunca he sentido especial interés en ver animaciones gráficas de un hombre y una mujer chuscando. Ahora, cuando se trata de dos hombres... en fin, que no estamos hablando de eso.

Y quizás fuera por mi falta de experiencia en el género, pero el caso es que, en lugar de, como la inmensa mayoría del público que ve este tipo de series, sentir algún tipo de excitación sexual, fue como si estuviera viendo el Saturday Night Live.

Dejando de un lado el pobre - o casi inexistente - argumento de la obra maestra que elegí, que se puede resumir de la siguiente forma:

Chica: "¡Hola! ¿Quieres tener sexo conmigo?

Chico: "Venga, vale".

Hay muchas cosas que se escapan a mi entendimiento.

La primera es por qué los genitales masculinos tienen entre 7 y 8 tonos más oscuros que el resto de la piel del hombre. Sí, es cierto que esa zona suele ser un poco más oscura que el resto del cuerpo, pero ahí a que el protagonista sea un joven asiático de entre 16 y 18 años con la entrepierna de un adulto afroamericano... es decir, no.

Oh, y por no hablar del tamaño de esos penes... me imagino lo que les tiene que doler la mandíbula a las pobres muchachas después de metérselos en la boca... Ahora que lo pienso, tiene que ser algo como esto:


Totalmente gráfico.

Otra cosa que no entiendo, pero que no sólo no entiendo, sino que además, me reconcome el alma y me llena de desasosiego, es en lo que les pasa a los pechos de esas chicas.

En primer lugar, ¿de qué están hechos? ¿De goma? Por el amor de Dios, si es que apenas los rozan, y se mueven y ondulan como si estuvieran rellenas de gelatina Royal. Es muy perturbador.

Y lo segundo, y esto de verdad me ha traumatizado. ¿Por qué?, insisto. ¿Por qué los pezones se mueven en círculos perfectos hacia afuera? En el caso del pezón derecho, en el sentido de las agujas del reloj, y al contrario, en el caso del izquierdo. 


De verdad, es BIOLÓGICAMENTE IMPOSIBLE que se produzca ese movimiento. En serio. En mi estupefacción, decidí ir al baño, desnudarme de cintura para arriba frente al espejo y dar saltitos. No es que tenga los pechos más grandes del mundo, pero mis pezones desde luego NO GIRAN.

Tampoco me entra en la cabeza la cantidad de fluidos corporales de naturaleza variada que se despliega en ese género de animación. Esas pobres chicas que, al mínimo roce, chorrean hasta las rodillas, pero en plan Cataratas del Niágara. Y ellos... esos muchachos de penutrios descomunales que en apenas 10 segundos...


Lo dicho.

También me perturba la forma en que los dibujantes plasman la idea de "vello púbico". O sea, nunca pensé que hablaría de vello púbico en mi blog, pero en serio, es demasiado... surrealista. Imagínense el típico ¡Bang! de cómic. Píntenlo de negro, y añádanlo en la parte superior de una entrepierna totalmente pelada.

¿Realista? No lo creo.

Hablo, por supuesto, desde mi más inocente ignorancia, puesto que se trata de la primera vez que veo algo de ese estilo - no tengo para comparar, pero puedo decir que ese hentai era CUTRE -, y la verdad es que, aunque el episodio durara treinta minutos, a los 16 ó 17 decidí que tenía mejores cosas en las que gastar mi tiempo ocioso. Como en buscar dibujos en el gotelé de las paredes, por ejemplo. O buscar mensajes satánicos en la letra de Gangnam Style cuando la reproduces al revés. 

La única conclusión que saco de todo esto es que el yaoi es más divertido. Es la misma mierda desfasada, pero más divertida.

domingo, 16 de septiembre de 2012

Crónicas de una semana perturbadora en la universidad.

Un momento, un momento. ¿No se supone que Rie ya se había titulado? ¿Qué clase de brujería es ésta?

Correcto. El tema es que mi promoción tuvo la suerte de ser la última dentro del plan de estudios viejo. Ergo, estudié tres años, y hace dos meses obtuve el título de Diplomada en Turismo. Ahora bien, teniendo en cuenta que, si quisiera ser pro y sacarme un máster o un estudio de posgrado, no podría hacerlo, porque soy diplomada, y hay que tener una licenciatura para acceder a ese tipo de estudios. Y las licenciaturas ya no existen. Porque ahora tenemos...

El Plan Bolonia.


Y, como es absurdo pasarme dos años cursando prácticamente las mismas asignaturas con distinto nombre, en mi facultad se les ha ocurrido un invento infernal: el Curso Puente, Itinerario, o Curso de Adaptación al Grado, llámalo como quieras. En resumidas cuentas, un año más con el que podré tener mi título de Graduada en Turismo.

¿Cuál no fue mi primera sorpresa al enterarme de que mi clase no existe? No, no me he equivocado, mi - clase - no - existe. Con el tema de los recortes en Educación (carraspeo) no han permitido al centro contratar a profesores para que den clase a los alumnos de Itinerario de asignaturas de Itinerario. ¿Qué han hecho? Buscar asignaturas parecidas en otras titulaciones y colarnos a los de Itinerario ahí, en plan comandos.

Lo que comúnmente llamamos: una cutrada.

Lo más perturbador del tema no es el hecho de que somos cuatro pelagatos mal contados metidos de gratis en clases de otras carreras. Lo peor es que hay una de ella en la que mis compañeros son verdaderos chiquillajes. Porque no hay otra palabra para describirlos. Niñatos. Fue como volver al instituto, pero con una asignatura súper infernal para la cual ya estoy empezando a rezar.

Lo cual, teniendo en cuenta que ésa es una clase de segundo curso, y yo equivaldría más o menos a cuarto, con una diferencia de dos años, me hace sentir vieja. Muy vieja. Como aquel día en el que mi hermana me preguntó cuál era la capital de Montenegro, y yo le respondí: "Es que cuando yo lo estudié Serbia y Montenegro eran un solo país".

Luego está el Enterado del año. Todos los años tenemos uno. Y el de este curso no se hizo esperar. Veintilargos, con una cara de "soy el fucker" que es imposible de ignorar, con un tono de voz desagradablemente molesto y que aprovecha cualquier oportunidad para recordar a la clase y al profesor que él lleva años trabajando en el sector, que es un profesional de su trabajo, que tiene una amplia experiencia en la vida y que sabe mucho de todo. Y que es mejor que tú, porque tú es un pobre ignorante que acaba de diplomarse y no se ha comido un rosco en su vida.

Sí, majo. Pero tú no sabes acceder al Campus Virtual. 

Y por último está el tema del horario. Como vamos colándonos en otras clases... ¿cómo decirlo? Es como si el encargado de establecer los horarios se hubiese tragado un puñado de garbanzos y luego los hubiera vomitado sobre un calendario vacío. Y donde cayera un garbanzo, habría una clase. Eso explica por qué tengo clase los lunes de 12.30 a 14.00 y de 17.00 a 19.00. Todo es muy lógico.

Y cuando digo garbanzos, puede tratarse de cualquier otra legumbre. Judías, por ejemplo.

Afortunadamente para mí, y por primera vez en veinte años, he sido capaz de relacionarme con gente que no conozco desde la primera clase. Yo, la que es más tímida que una tortuga. Espera, ¿son tímidas las tortugas? Bah, da igual, es la primera comparación que se me ha ocurrido. Yo, tengo mi pequeño grupito formado por niñas encantadoras. Y por tanto, tengo la suerte de que, de aquí a que me saque el carnet de conducir - ay, que me da la risa -, tengo quien me suba y quien me baje del campus.

Voy a tener un año muy surrealista, pero soy feliz.

martes, 11 de septiembre de 2012

El chico perfecto XIII.


A pesar de tener los auriculares puestos y el volumen de la televisión a tope, oí perfectamente el timbre. Pausé la partida de Heavy Rain y busqué mi camiseta. El juego me había puesto tan tenso que había empezado a sudar, y tenerla puesta se me hacía insoportable. Pero no la encontraba por ninguna parte. Habría jurado que la había puesto a mi lado, pero ni se había caído al suelo ni se había colado entre los cojines del sofá. Total, a esas horas sólo podía tratarse de Ryan.

Me levanté y abrí la puerta. Me equivocaba. No era Ryan. Era Andrea. Me restregué los ojos, pero cuando volví a abrirlos, ella seguía allí. Sus rizos pelirrojos, sus ojos verdes y su sonrisa blanca. Me pellizqué, y noté el pellizco en el brazo. No era un sueño. Andrea estaba allí.

No dijo nada. Me agarró del brazo y me llevó al sofá. Me senté, y sin mediar palabra, ella se abalanzó sobre mí. Antes de poder preguntar, ya me estaba besando.

Aunque ése no era un término muy acertado. Me devoró la boca con un beso tan ardiente que quemaba, como si necesitara respirar de mí. En un primer momento mis músculos se paralizaron mientras mi aturdida mente trataba de buscar una explicación coherente. Sin embargo, en cuestión de segundos, mi cuerpo silenció a la parte racional de mi cerebro y le busqué la nuca bajo los rizos, acercándola más contra mí. Estaba aquí. De verdad estaba aquí, conmigo. Y ahora era mía, sólo mía.

Me recorrió el torso con las yemas de los dedos, explorando cada palmo de mi piel desnuda, comprobando que yo también estaba realmente ahí. Yo hice lo mismo: deslicé las manos bajo su jersey de lana rosa y acaricié sus pechos, redondos y turgentes bajo el relleno del sujetador. Soltó un gemidito gutural, seguido de una risilla.

Se apartó y me miró a los ojos. Los suyos eran verdes como la hierba en primavera y brillaban como esmeraldas. Estaban tan encendidos como toda ella. Se bajó del sofá con un saltito y se acomodó en cuclillas frente a mí, en el suelo. Me guiñó un ojo, y desató sin dificultad el nudo de mis pantalones de deporte. Los arrastró piernas abajo, y con ellos bajó mi ropa interior.

Acercó la boca a mi erección, y preguntó algo a lo que fui incapaz de prestar atención. Cerré los ojos, respiré hondo y tragué saliva, preparándome para la fiesta.

Cuando abrí los ojos, Andrea ya no estaba. Ya no era Andrea. Sus rizos rojos eran ahora un flequillo rubio de pelo suave; sus ojos no eran del color de la hierba, sino del océano, y el jersey se había esfumado, dejando en su lugar un pecho desnudo. Masculino. Un brillo plateado titilaba a la luz del televisor en la misma sonrisa perversa que, segundos antes, había estado en los labios de Andrea.

A pesar del cambio, lo tenía muy claro. Sostuve la cabeza de Ryan entre las manos, y se la metí en la boca.


Me desperté bañado en sudor, sufriendo por ahogar un grito. La camiseta se me pegaba al cuerpo, y me sentí sucio. Me senté en la cama, ubicando poco a poco mi situación y tratando de mantener la calma.

¿Pero qué calma iba a mantener? Acababa de tener un sueño guarro con Ryan. Con mi mejor amigo. Era la segunda vez en menos de doce horas que me pasaba algo así, y estaba empezando a rallarme. A rallarme mucho.

Aunque había salido corriendo con una excusa poco creíble después de lo que pasó en el parque, yo tenía muy claro que a mí no me iban los tíos. Ni Ryan ni ninguno. Me ponía lo mismo un pene que una cacerola. Nunca he tenido ninguna duda sobre mi condición sexual, y Andrea era la mejor prueba de ello. Llevaba dos años saliendo con una chica. Una chica, no un tío. Y siempre me habían gustado las mujeres. Me gustaban las tetas, el béisbol y la cerveza fría. Era el prototipo de hombre heterosexual americano.

Entonces, ¿por qué de repente a mi cuerpo le había dado por reaccionar sexualmente a Ryan, que no sólo es un tío, sino que, además, era mi amigo? No había nada en él que pudiera llegar a excitarme. Ni en él ni en ningún otro hombre. Aparte de eso, no me gustaban los gays. Los respetaba, porque soy una persona educada y tolerante, pero no me gustaban.

Pensé en Mina, y me estremecí.

Sea como fuere, no podía ignorar que me había sentido sexualmente atraído por Ryan. Dos veces. Tenía que haber una explicación razonable, y decidí que, antes de volver a dormirme, tenía que encontrarla. Porque lo que me había pasado era absurdo.

Levanté la manta y las sábanas, buscando algún rastro físico de excitación bajo mi pantalón de pijama, pero afortunadamente, no encontré rastro alguno. Suspiré, aliviado, aunque esa prueba no me dejaba del todo satisfecho. Tanteé mi teléfono sobre mi mesa de noche y marqué de forma automática. Si había una persona que podía abrirme los ojos, era ella.

Al quinto tono obtuve mi respuesta, pero no era la que me esperaba.

- ¿Diga? – gruñó Ryan todavía dormido.

Mi menté se atascó por un momento. Miré la pantalla del móvil, y no me lo estaba imaginando. Había llamado a Ryan sin darme cuenta.

- ¿TJ? ¿Pasa algo?

 Piensa algo, rápido.

- ¿Ryan? Son las cuatro de la mañana, ¿qué quieres?

- Pero… - respondió titubeante - si has sido tú quien…

- ¡Ryan, no tiene gracia! ¡No me llames a estas horas si no es para una emergencia!

Recé para que estuviera lo suficientemente dormido como para no ser coherente.

- Juraría que eras tú quien… bueno, da igual. Lo siento.

Oí el tono de fin de llamada, y resoplé. ¿En qué narices estaba pensando? ¿Cómo se me ocurre llamar a Ryan? No quería llamarlo a él. Sin embargo, había marcado su número por pura inercia. Maldita sea. Eso me puso aún más nervioso. Me quité el sudor de la frente con el dorso de la mano y sujeté mi teléfono con fuerza, repitiendo para mis adentros los dígitos del número de Andrea antes de marcarlo.

Con la cuarta cifra me vino un momento de lucidez, y le di un puñetazo a la pared, que vino acompañado de una hermosa palabrota. Me había olvidado por completo de llamar a Andrea después del partido. Había estado tan ocupado dándole vueltas a lo de Ryan que se me había pasado. Estaría hecha una fiera, seguro. Si la llamaba ahora, era capaz de venir hasta aquí y crucificarme. Mierda. Mierda, mierda, mierda. La has cagado, Jameson.

Se me acababan las ideas. Hablar con Andrea era la mejor opción para confirmar que, efectivamente, me gustaban las chicas. Sin embargo, mi mejor baza se había ido al carajo. Y allí estaba yo, sentado en la cama a las cuatro de la mañana como un idiota, tratando de buscar evidencias de mi heterosexualidad. En cualquier otra situación no me habría hecho falta buscarlas, pero los últimos acontecimientos me habían afectado tanto que era incapaz de pensar con claridad.

¿Y si era eso? ¿Y si era por el asunto de Mina y Kim? Quizás llevaba tantos días dándole vueltas que mi cerebro había confundido quién era homosexual y quien no. A lo mejor había mezclado las ideas y la información de la que disponía. O quizás ese sueño no era más que un reflejo de lo que me incomodaba, o de lo que no quería que pasara. A lo mejor era una pesadilla en vez de ser un sueño erótico.

Me dejé caer sobre la almohada. Me parecía una explicación razonable. No era la mejor, pero de momento, era la única que tenía. Y no me parecía un mal argumento.

Aún así, tenía que confirmarlo de alguna manera. No me valían solamente las suposiciones. Eché un vistazo a las sombras que proyectaban los muebles y mis cosas en la oscuridad, buscando algo que me inspirara. Me detuve en el portátil, y tuve una idea. Salté de la cama y encendí el ordenador. Antes de teclear en la barra de búsqueda, respiré hondo varias veces. Busqué vídeos de porno gay. No fue demasiado difícil. Sin pararme a hacer un análisis exhaustivo de los resultados, abrí el primero que encontré. Hice lo mismo con otros dos archivos más. A la vista de que era incapaz de ver a dos tíos besándose sin que se me revolviera el estómago, cerré todas las ventanas. Ya tenía mi prueba circunstancial, y estaba plenamente satisfecho. Así quedaba demostrado que yo no tenía nada de gay, y lo de aquella tarde era fruto de la impresión que me había causado enterarme de que Mina era lesbiana. Fin de la historia.

Me recosté sobre la silla y me llevé las manos detrás de la cabeza. Ahora que no tenía nada de qué preocuparme, me sentí tentado a buscar algún vídeo porno. Sabía que no estaba bien, que si Andrea se enterara, se enfadaría muchísimo. En teoría, debía respetarla y esperar a vernos.

Sin embargo, sólo la idea hizo que un calor asfixiante me subiera de los pies a la cabeza, y luego acabara en mi entrepierna. Bueno, ¿por qué no? Andrea no tenía por qué enterarse. Y si llegaba a hacerlo, debería entender que llevaba más de un mes sin sexo, y hasta ese momento no fui consciente de lo mucho que me dolían las joyas de la familia. Un tío tiene ciertas necesidades.

Acerqué a mi escritorio una caja de pañuelos y comencé la búsqueda.


La mañana del miércoles tuve la mala suerte de quedarme dormido. Salí corriendo de casa sin desayunar y a medio vestir. Llegué al instituto con el tiempo justo de hacerle señas al bedel para que no me cerrara la puerta. Y Anthony, que es muy majo, esperó, y le agradecí que me dejara ir caminando los últimos metros.

Miré mi reloj antes de entrar en clase. Faltaban dos minutos para que sonara el timbre. Aún en el pasillo, me crucé con Ryan, que salió disparado de la sala en dirección opuesta. Al verme, me gritó algo ininteligible y desapareció. Permanecí un momento viendo su silueta girar en una esquina, y luego entré en el aula. Me aliviaba que Ryan no hubiese sospechado nada de lo que me pasó en el parque. O al menos que no hubiese sacado el tema. Después de irme a casa, se pasó por ahí con Zack para ver cómo me encontraba. Se tragó mi excusa, y se fue. Y no comentó absolutamente nada. Ni él ni ninguno de los chicos. Agradecí al cielo que no se hubiese dado cuenta de que me excité cuando se me cayó encima. Habría sido muy violento explicárselo, aunque hubiera sido un accidente.

Eché un vistazo para localizar la mesa en la que Ryan había dejado sus cosas. Durante el barrido, me fijé en ella, y me invadió una avalancha de recuerdos incongruentes: las gafas de sol, el gorro de lana gris y la mano en alto. Harriet había estado en el parque el sábado, y lo que hizo no tenía ningún sentido. ¿Para qué ir, ocultarse tras unas gafas de sol, ofrecerse a jugar, y enseguida esconderse? Sabía que lo que Harriet hiciera no era asunto mío, pero recordé el día en que me pidió los apuntes, y lo que Ryan me había contado sobre ella, y en el fondo de mi subconsciente sentía que necesitaba una explicación.

Me acerqué a su mesa con paso firme. Como de costumbre, estaba sola, leyendo un libro ajado detrás de un ejemplar de Cosmopolitan. Levantó la mirada al sentirme cerca, pero no dijo una palabra. Su rostro era completamente neutro, sin expresión alguna.

- El sábado estuviste en el partido – afirmé rotundamente.

Permaneció en silencio unos segundos, y regresó la vista hacia su libro.

- No sé de qué me hablas.

- Estoy seguro de que te vi allí, medio escondida detrás de la gente.

- Te equivocas de persona.

Era lo que me faltaba. Que me tomara por mentiroso. Me puse de los nervios y no pude evitar elevar el tono de voz.

- ¡No lo niegues! ¡Tú estuviste en el parque viéndonos jugar!

Harriet soltó la revista y el libro y golpeó la mesa, gritando.

- ¡Te he dicho que no he estado en ese maldito parque!

Todos se quedaron mudos, observándonos detenidamente. La discusión había subido el tono, y habíamos hecho partícipes de ella a todos. Genial, lo que más me apetecía en ese momento era tener público. Me incliné sobre la mesa de Harriet y susurré.

- Estoy seguro de que estuviste ahí – comenzó a escribir en un trozo de papel, ignorándome. Mis ganas de estrangularla aumentaban por momentos -. No estoy loco. Te vi perfectamente.

En menos de cinco segundos tenía a la despampanante Stacey Spellman encima. El tono oxigenado de su pelo rubio me escandiló.

- Harriet, ¿te está molestando? – me dedicó una mirada asesina.

- No – me adelanté -. Sólo estábamos hablando, ¿verdad, Harriet?

Asintió, sin mirarnos a ninguno de los dos. Stacey alzó el mentón, desafiante.

- No te acerques a ella, ¿entendido?

- ¿Y qué vas a hacerme? ¿Tirarme un peine?

Stacey apretó los dientes, y aunque tenía ganas de responderme, no lo hizo. Soltó un taco y volvió a su asiento. Me giré para hacer lo mismo, y entonces noté un tacto rugoso en la mano izquierda. Era una bola de papel, el trozo en el que Harriet estaba escribiendo. Me lo puso en la mano cuando Stacey no miraba. Me senté en la mesa al lado de la mochila de Ryan y abrí la nota debajo del pupitre. Sólo cuatro palabras: <<Biblioteca, hora del almuerzo>>.

¿A qué narices venía eso?

Ryan entró en la sala, seguido del señor Callaghan. Arrugué el papel y lo dejé caer dentro de mi mochila antes de que Ryan pudiera verlo.


A la hora de la comida le dije a Ryan que tenía que ir a la administración para corregir unos datos familiares en mi expediente. No era la mejor excusa del mundo, pero coló. Cuando me aseguré de que entraba en la cafetería, avancé por el pasillo y bajé al piso inferior. Delante de las enormes puertas metálicas de la biblioteca me pregunté qué demonios estaba haciendo allí. ¿Por qué me había citado Harriet? O lo que es más desconcertante, ¿por qué había decidido acudir? En un principio pensé que sería una buena oportunidad para exigir mis explicaciones, pero enseguida me dije a mí mismo que era una pérdida de tiempo. Harriet nunca iba a admitir que estuvo en el parque el sábado.

Empujé las puertas y me hallé en aquella habitación triste, oscura y vacía que nada tenía que ver con el interior de la Iglesia. La biblioteca del instituto no era más que una sala mal acondicionada y vieja, con seis mesas toscas de madera, algunos ordenadores y estanterías repletas de libros polvorientos que tenían pinta de no haber sido abiertos nunca por ningún alumno. Por eso me había citado allí: nunca había nadie, y mucho menos a la hora de almorzar.

Harriet estaba apoyada en el borde de una de las mesas, observando el baile del polvo en suspensión. Allí plantada, en medio de aquel espacio vacío, con la mirada perdida, me pareció la auténtica personificación de la soledad y la lástima.

Caminé hacia ella, y mis pasos retumbaron en las paredes. Enseguida notó mi presencia, aunque no se movió un ápice hasta que estuve frente a ella.

Era incluso más pequeña de lo que pensaba. Probablemente rondaba el metro y medio, o quizás ni siquiera lo alcanzaba. Con su larga melena negra y sus enormes ojos castaños, inclinando el cuello hacia arriba para poder mirarme a los ojos, parecía una muñeca delicada que en cualquier momento podría romperse.

No me sostuvo la mirada más de cinco segundos. Me alcanzó unos folios que había sobre la mesa y musitó:

- Los apuntes que me prestaste. Te los devuelvo.

Ya ni me acordaba de que aún los tenía ella. Los cogí, y casi como si el hecho de que ambos estuviésemos tocando el mismo objeto le quemara los dedos, soltó los papeles y se echó a andar hacia la puerta.

De eso nada. Esto no iba a quedar así.

- ¡Harriet! – grité, y el eco de mi voz resonó en toda la sala.

Harriet se detuvo, pero no se dio la vuelta. Seguramente lo hizo porque la llamé por su nombre de pila. No debería haberlo hecho, pero tampoco me paré demasiado a pensarlo.

- Harriet, te vi en el parque el sábado – sabía que me estaba metiendo en asuntos que no me concernían, pero ya era demasiado tarde para callarme -. Te vi perfectamente. Llevabas un gorro de lana y unas gafas de sol. Te escondías detrás de la gente para que nadie te viera allí. Sin embargo, cuando pedimos un octavo jugador, tú te ofreciste como voluntaria, arriesgándote a que alguien te viera, pero cuando te he preguntado antes, lo has negado rotundamente.

Sus hombros se tensaron.

- Eso no es asunto tuyo.

- No debería serlo, pero el hecho de que me dirijas la palabra sólo a escondidas de los demás resulta ser una situación bastante parecida – escupí.

Esperé una réplica, pero no la tuve.

- Esto que haces no tiene ningún sentido.

Harriet se giró y me dedicó una mirada furiosa.

- ¿Qué derecho tienes a juzgarme de esa forma? ¡No estoy haciendo nada malo! – gritó.

- He dicho que no tiene sentido, no que estuviera mal.

Mi respuesta destruyó la defensa que tenía preparada. Abrió la boca para rebatirme, pero enseguida volvió a cerrarla.

- Harriet, ¿por qué…?

- Tú no lo entiendes – me interrumpió. Estaba aguantando el llanto. Joder, no pretendía hacerla llorar. No puedo con las chicas que lloran  -. No entiendes nada. No tienes ni idea de lo mucho que me ha costado encajar aquí. Si no hago lo que ellos esperan de mí, me dejarán de lado. No tendré a nadie, y me da mucho miedo estar sola.

La primera vez que la vi, escondiendo el libro detrás de la revista, pensé en que le tenía lástima. La confesión que acababa de escuchar no hacía más que reforzar ese pensamiento.

Pero por otro lado, el estómago me dio un vuelco. No podía evitar querer ayudarla. Porque no podía evitar recordarme a mí mismo, hace un mes, debatiéndome entre fingir ser alguien que no era o ser fiel a mí mismo. Sólo que Harriet había escogido el camino que yo había rechazado. Y estaba seguro de que se arrepentía de la decisión que había tomado.

Harriet no era como ellos. Ella era una mala persona. Una mala persona no estaría delante de mí admitiendo que le daba miedo estar sola.

Me hubiese gustado decirle que no estaba sola, pero preferí no hacerlo.

- ¿Y crees que merece la pena fingir ser alguien que no eres?

Se enjuagó las primeras lágrimas que se escapaban de sus ojos con el dorso de la mano, y negó con la cabeza. No pude reprimir una sonrisa. Por fin había comprendido mi mensaje. Aunque la hubiese hecho llorar.

- Escucha – me agaché un poco para estar a la altura de su campo visual -. Nadie te vio en el parque salvo yo, ¿de acuerdo? Puedes estar tranquila. No se lo diré a nadie.

Me dirigí hacia la salida con el fajo de folios bajo el brazo sin esperar su reacción. Ésta llegó cuando estaba a punto de abrir la puerta.

- Ryan es muy buen chico – sollozó -. Todos se meten con él, pero yo le conozco. Mi hermano y su hermana salieron juntos. Es muy bueno. Me gustaría que fuéramos amigos.

Se me hizo un nudo en la garganta que me impidió responder nada antes de abandonar la biblioteca.


Llegué a casa con ganas de golpearme la cabeza contra la pared hasta perder el conocimiento. Como no tenía suficiente con lo de Harriet, al volver a la cafetería con los chicos me encontré con que los asientos de Mina y Kim estaban vacíos. Cuando pregunté por ellas, todos, a excepción de Ryan se mostraron incómodos. Me dijeron Kim prefería sentarse en otra mesa, y se llevó a Mina con ella. Ryan, por su parte, en vez de mostrarse contrariado, suspiró y puso los ojos en blanco, sin apenas dirigirme la mirada. Por su reacción, supe perfectamente lo que sucedía: Mina y Kim no querían saber nada de mí.

Por una parte lo entendía, pues hacía varios días que Mina había desistido en su afán de hablar conmigo por teléfono, y tampoco es que yo hubiera estado especialmente comunicativo. De hecho, hacía casi una semana que no intercambiaba ni una sola palabra con ninguna de ellas. Lo que no comprendía es cómo se habían enterado de que sabía lo suyo, y lo que era más importante, que me sentía muy incómodo. Ryan era el único que lo sabía, pero él no era de la clase de personas que va por ahí contando chismes. Él me habría guardado el secreto.

En realidad no era demasiado difícil de deducir. Me había vuelto un capullo sin motivo aparente. No había que ser un genio para sospechar que podría tratarse de eso.

Me sentía un auténtico gilipollas.

Fui incapaz de concentrarme en nada en toda la tarde. Tenía demasiadas cosas en la cabeza, y si seguía dándoles vueltas, acabaría volviéndome loco. Mi padre aún no había llegado del trabajo, así que decidí hacer yo mismo la cena, en un último intento por distraerme. Con un calabacín, un pimiento y un par de huevos, preparé en un momento un revuelto de verduras.

Estaba poniendo la mesa cuando mi padre entró en casa. Se detuvo en el umbral de la entrada y aspiró por la nariz.

- Thomas, hijo, ¿has hecho la cena?

- Sí. No tenía nada que hacer.

Se acercó a la cocina con una enorme sonrisa.

- ¡Qué alegría, porque me muero de hambre! ¡Y huele estupendamente! – colgó la chaqueta de la silla, dejó su maletín en el suelo y se sentó en la mesa.

- Papá, ¿no deberías cambiarte primero?

- Tengo hambre, ya lo haré luego.

- Eres como un niño – suspiré, y me senté con él.

Comimos en silencio unos minutos. Mi padre me miraba inquisidor de vez en cuando por encima de las gafas, como si adivinara que había algo que me inquietaba. Eso me hizo sentir incómodo, porque no me apetecía nada tener que contarle lo que me comía la cabeza.

Finalmente, mis sospechas se hicieron realidad.

- Vamos a ver, Thomas, creo que te conozco lo suficiente como para pensar que te pasa algo.

- No – mentí -. ¿Qué te hace pensar eso?

Se colocó las gafas sobre el puente de la nariz y puso una de esas sonrisas de padre orgulloso.

- Tú nunca cocinas, salvo cuando quieres abstraerte de algo que te preocupa. Aparte de eso, no has tocado los huevos.

Hasta ese momento no me había dado cuenta de que lo único que había hecho era picotear en el plato, pero aún no me había llevado nada a la boca.

¿Para qué mentirle? Era mi padre. A lo mejor si se lo contaba, me sentiría un poco mejor, por mucho que no me apeteciera.

- Bueno, hoy hemos tenido un debate en clase sobre la homosexualidad, y algunas respuestas que he oído me han dado qué pensar.

Vale, no estaba siendo del todo sincero. ¿Qué iba a decirle si no? ¿Que me sentía un capullo homófobo?

De acuerdo, tampoco es que fuera mentira.

Mi padre cortó un pedazo de pan para empujar.

- ¿Qué han dicho los otros chicos? – preguntó.

- Me sorprendió la cantidad de comentarios que dijeron en contra de los homosexuales. No pensé que gente tan joven… en fin, pensara así.

Cada palabra se me clavó en el corazón como una estaca.

- Tienes razón, hijo. Es una pena.

Me detuve unos segundos a sopesar si debía formular la pregunta que me rondaba la mente desde que empezó la conversación. Por un lado, no quería escuchar la respuesta, porque la conocía. Pero por otro, necesitaba oírla.

Yo mismo me lo busqué.

- ¿Tú qué piensas de los gays?

Dejó el tenedor apoyado en el plato y cruzó los dedos.

- Nada. Quiero decir, ¿debería pensar algo? – pronunció cada palabra con voz firme, convencido con su discurso -. Todos los seres humanos sentimos en algún momento de nuestra vida una atracción emocional y sexual hacia otros seres humanos. Y los homosexuales, como seres humanos que son, también lo hacen, pero hacia personas de su mismo sexo. Pero se trata del mismo sentimiento, al fin y al cabo. ¿Acaso eso está mal?

En ese momento sí que me sentía como un rotundo y auténtico gilipollas.

- ¿Y lo de adoptar niños? – pregunté con un hilo de voz.

- Te aseguro que una familia que tenga dos padres o dos madres puede ser igual de feliz y equilibrada que una que tenga padre y madre – dedicó una sonrisa triste a los recuerdos que flotaban en el aire -. Y tú lo sabes bien.

Me llevé las manos a la cara. Tuve la sensación de que aquella conversación me venía grande, y que seguir hablando sólo iba a hacer que me sintiera peor.

Pero todavía me quedaba una pregunta.

- ¿Y qué piensas de los homófobos?

 Mi padre carraspeó y se rascó la sien.

- No entiendo cómo pueden juzgar a las personas por su condición sexual antes de por cómo son como personas. No elegimos de quien nos sentimos atraídos, ¿no? Creo que son unos tristes idiotas.

No le faltaba razón. Era un triste idiota.

- Aunque – corrigió – soy una persona tolerante. No me queda más remedio que respetar su punto de vista, aunque no lo comparta.

Me arrepentí enseguida de haberle preguntado. En realidad intuía cuál era su opinión al respecto, y aunque no quería oírla, tenía la necesidad de hacerlo. Necesitaba que alguien me demostrara que me equivocaba.

Y él lo logró. Sin embargo…

- Oye, ¿todo esto viene por algo de lo que yo no me haya enterado? – inquirió bromeando -. ¿Andrea lo sabe?

Tardé más de lo normal en seguirle. Me apresuré en negarlo.

- ¡Oh, no! ¡No, no, no! ¡Qué va! Simplemente quería saber tu opinión.

- No te dejes influenciar por las opiniones de los demás, Thomas. Sé fiel a tus principios. Hay mucho imbécil suelto.

Qué me vas a contar, papá. Yo lidero esa lista.


Subí a mí cuarto con la sensación de que era la peor persona del mundo. No es que mi padre me hubiese contado algo que yo no supiera ya, pero oírlo no hacía más que hacerme sentir peor. No quería ser un homófobo. Los homófobos son personas injustas, tal y como había dicho mi padre. Yo no quería ser así. Pero no podía evitar sentirme molesto con el tema de los gays y las lesbianas. No podía entender cómo dos personas del mismo sexo pudieran atraerse.

Ni aunque se tratara de Mina y de Kim.

Me senté al borde de la cama y me llevé las manos a la cara. Me odiaba tanto en ese momento.

Mi móvil sonó, y di un respingo. Comprobé el número en la pantalla. Era Andrea.

Definitivamente, aquel era un día de perros.

- ¿Diga? – respondí con un hilo de voz.

- ¡Vaya! ¡Así que sigues vivo! – se quejó, casi a gritos -. ¿Quién iba a decirlo? ¡Hace días que no me llamas!

Por favor, no tengo ganas de esto ahora.

- Andrea…

- ¿Cómo es posible que tenga que llamarte yo para que te dignes a hablarme?

- ¡Pues porque estabas enfadada conmigo! – repliqué.

- ¡Con mayor razón deberías haberme llamado!

- ¿De verdad ibas a cogerme el teléfono si te hubiera llamado?

Su silencio la delató. Me puse hecho una fiera. En otras circunstancias habría tratado de hablar con calma, pero tal y como me había ido el día…

- ¡Es más, ni siquiera sé por qué te has cabreado exactamente!

- ¿Qué no sabes por qué estoy cabreada? ¡No me jodas, Thomas! – explotó -. ¡Quería hablar contigo de algo importante, y me dejaste colgada por tu amiguito Ryan!

Escupió su nombre con un desprecio que me puso de los nervios.

- ¡Te dije que en ese momento no podía hablar, pero antes de que me dejaras decirte que podríamos hacerlo por la noche, te calentaste y te desconectaste! ¿Qué querías que hiciera?

- ¡Pero yo quería hablar contigo en ese momento! – chilló, y su voz se quebró -. Quería que me ayudaras con la ropa que iba a llevar para la entrevista. Esperaba que me hicieras un poco de caso esta vez, puesto que he estado buscando trabajo para ahorrar dinero e ir a verte.

Antes de que pudiera responderle, oí un sollozo ahogado. No, por favor. De verdad. Si normalmente me destrozaban las chicas que lloran, cuando se trataba de Andrea, quería morirme. Enseguida bajé el tono y deseé no haberle gritado.

- Andrea…

- Pero siempre se trata de Ryan – continuó -. Ryan, Ryan, Ryan.

- Andrea, eso no es…

- Sí lo es – me interrumpió -. Hablas constantemente sobre él. Siempre que te pregunto, has quedado con él, o vas a hacerlo. Y que las cosas que hacéis son fantásticas. Y que eres tan feliz con Ryan, mientras yo estoy aquí hecha polvo. En serio, estoy harta de ser tu segundo tema de conversación.

No podía creer lo que estaba oyendo. ¿Andrea estaba celosa de Ryan? ¿Por qué? Aquello no era verdad. No hablaba tanto de Ryan como ella decía.

¿O lo hacía, y no me había dado cuenta?

Claro. Por eso ella no lo soportaba. Joder, hoy no daba una.

- Entiéndelo, nena – traté de mostrarme comprensivo -, tú te has quedado allí con todos nuestros amigos. No estás sola. Pero yo sí. Ryan es lo único que tengo. Si no te cuento las cosas que hago con él, ¿qué quieres que te cuente?

- Me da igual, no quiero que lo hagas y punto. Le odio. No espero que lo entiendas.

Definitivamente, aquel fue un auténtico día de mierda.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Sí, esto es una certeza.




De verdad, espero que algún día te des cuenta del error que estás cometiendo.

Hasta entonces... pff, podría decir algo como "espero que seas feliz". Pero lo vas a ser igual, porque parece que te importa un carajo.

¡Gracias por leer hasta el final! ♥