lunes, 2 de septiembre de 2013

El chico perfecto XV.

procrastinar 
(Del lat. procrastinare)
1. tr. Diferir, aplazar.

El despertador marcaba las doce del mediodía cuando me desperté el sábado. Por gracia divina, no tenía jaqueca, pero igualmente me sentía como si un bulldozer se hubiera paseado por encima de mí durante toda la noche, y se hubiera ensañado con mi cráneo. Me costaba mantener los ojos abiertos sin que la resaca me taladrara la cabeza. Permanecí un par de minutos boca abajo sobre la cama, con un brazo colgando por el lateral, lamentando una por una las copas de vodka que bebí la noche anterior. Al menos, las que recordaba haber bebido, que eran exactamente tres. O cuatro. ¿O fueron cinco?

Levanté la mirada, y me encontré con los ojos del cantante de Nickelback fijos en mí.

- No me mires así, Chad – gruñí, aun sabiendo que estaba hablando con un póster -. Te prometo que no volveré a beber nunca más.

Hundí la cara en la almohada, deseando la muerte. Enseguida me incorporé rápidamente sobre la cama, y la cabeza me dio vueltas hasta que se me revolvió el estómago. Me di cuenta de algo que no encajaba: estaba en mi habitación. En mi casa. Y no tenía ni idea de cómo narices había llegado. No recordaba haber vuelto por mi propio pie, ni siquiera recordaba que alguien me hubiera traído. Lo que es más, llevaba puesto los pantalones de chándal y la camiseta que uso como pijama. Y estaba seguro de que, tal y como estaba anoche, yo no habría sido capaz de desvestirme y de ponerme el pijama. Y menos aún de doblar la ropa, tal y como estaba sobre la mesa de mi escritorio. Alguien me había traído a casa, me había puesto la ropa de dormir, había doblado la ropa usada y me había acostado. Traté de hacer memoria, pero tuve que dar el intento por fallido cuando la cabeza comenzó a palpitarme. Había una especie de laguna en mi cerebro que no era capaz de llenar con nada, salvo con algunos recuerdos muy vagos y poco claros. Recordaba estar en casa de Kim, bebiendo, gritando, pero poco más. Nada que me diera una pista de qué sucedió exactamente.

Aborté la misión y me dirigí al cuarto de baño del primer piso dando tumbos. Oriné, y me lavé la cara con agua bien fría para intentar despejarme. Eché un vistazo al chico que me miraba desde el otro lado del espejo. Tenía un aspecto lamentable: el pelo revuelto y enredado, la piel pálida, casi amarillenta; los ojos enrojecidos y las mejillas hundidas. Era el rey del mambo.

Volví a sentarme en el borde de la cama, y respiré hondo un par de veces. Tratar de recordar algo que no sabía si había sucedido era inútil, así que me centré en esclarecer hasta dónde recordaba exactamente. Retrocedí en la noche anterior todo lo que pude y situé los acontecimientos en el tiempo: llegué a casa de Kim, comí pizza, empezamos a beber, charlé con los chicos, llamé a Andrea…

Andrea. Me llevé la mano a la frente, y contuve el aire. Los acontecimientos que tuvieron lugar después de esa llamada estaban perfectamente grabados en mi cerebro: la bronca con Andrea, la discusión con Ryan, y Harriet. Lamentablemente, lo que mejor recordaba era lo último.

Tenía que contárselo a Andrea. Había hecho algo horrible. Es cierto que estaba bastante borracho y que acababa de tener con ella la peor discusión desde que nos conocemos. Ella y yo discutíamos muchas veces, pero nunca así. Jamás la había oído tan enfadada, y yo nunca antes le había gritado de esa manera. Pero eso no me eximía de lo que hice. Había traicionado la confianza de Andrea, y no se merecía que le ocultara algo así. Aunque sabía que, si le confesaba lo que había hecho, se pondría hecha una auténtica furia, incluso sería capaz de dejarme. Pero entre nosotros nunca ha habido secretos, y estaba dispuesto a correr el riesgo. No estaba contento con lo que hice. Jamás debería haberme enrollado con Harriet…

Porque solamente nos enrollamos, ¿verdad? Al menos, eso creía. A partir de eso, los recuerdos de la fiesta eran confusos e incoherentes. Traté de recordar si había pasado algo más, pero la resaca no me dejaba pensar.

¿Y si, dentro de ese vacío que había en mi cabeza, una de las cosas que faltaban era que Harriet y yo habíamos ido más lejos? No lo creo. Si me hubiese acostado con ella, me acordaría. ¿O no? ¿Y si fue ella la que me trajo a casa y nos acostamos en mi habitación? No, eso sí que no. Ella seguiría aquí, y no hay ni rastro de ella.

¿Qué demonios pasó entre Harriet y yo anoche?

Tenía que saberlo de inmediato, o si no la incertidumbre, y el esfuerzo de intentar hacer memoria, iban a acabar conmigo. Salté a la silla del escritorio y encendí mi ordenador. La pantalla me mostró un aviso de que había una alerta de virus, y que el sistema se disponía a analizar el disco duro. Me llevé las manos a la cabeza, y seguidamente di un golpe a la mesa. No podía ser más oportuno.

Contemplé como un zombi la pantalla de la consola del antivirus mientras los iconos de las carpetas iban pasando delante de una lupa. Me paré a pensar en qué demonios se me pasó por la cabeza para liarme con Harriet. Reconozco que la chica está bastante bien, pero… joder, tengo una novia desde hace dos años. Esas cosas no se hacen.  Pero, en realidad, ¿qué habría hecho cualquiera de estar en mi lugar? Harriet me había puesto la cabeza entre los pechos, que no eran pequeños. Estaba borracho. Y ella también. Era muy difícil resistirse a eso…

No. No, no, no. Me di un par de golpes con la palma de la mano en la frente. No podía pensar en esas cosas. Andrea es mi novia, y ella debía ser la única mujer en mi vida. Harriet podía tener el pecho tan grande como quisiera, y no por ello debía dejarme llevar.

El análisis del antivirus terminó, y abordé el teclado como un depredador. Abrí el correo electrónico y redacté un mensaje a Harriet.

<<Harriet, lo de anoche fue un error. Estaba muy borracho, y no era consciente de lo que hacía. Por favor, júrame por lo que más quieras que no llegamos demasiado lejos>>.

Envié el mensaje, y una vez lo tuve en la pantalla, lo volví a leer, y pensé que quizá me había pasado de desagradable. Al fin y al cabo, la muchacha no tenía culpa de nada. Había sido yo el que se había lanzado. Bueno, ya tendría otro momento para disculparme si la ofendía. Lo más importante ahora era corroborar que no había pasado nada más.

Pulsé la tecla del F5 varias veces, pero la respuesta no llegaba. Empezaba a ponerme ansioso. ¿Por qué no contestaba? ¿Qué demonios estaba haciendo? Ah, claro, estaría durmiendo. A lo mejor debía llamarla para preguntarle, aunque la despertara. Pero ella nunca me llamó, por lo que no tenía su móvil. Aparte, dudaba que mi teléfono funcionara, después de practicar lanzamiento de martillo con él. La única manera de contactar con ella era vía correo electrónico, y hasta que no se despertara, no iba a contestarme. Me puse histérico. Quería mi respuesta, y la quería ya. Aporreé la tecla a intervalos de cinco segundos durante tres minutos, hasta que al final, me rendí. No iba a conseguir nada quedándome mirando la pantalla del ordenador.

Di varias vueltas por la habitación resoplando y con las manos sobre la cabeza. La lista de asuntos urgentes a resolver esa mañana sólo tenía dos tareas, y una de ellas era impracticable hasta que Harriet se decidiera a contestar al mensaje. Hasta que no estuviera seguro de lo que había hecho, no podía hablar con Andrea. Decidí encargarme mientras tanto del segundo asunto: disculparme con Ryan. Mierda, ¿cómo fui capaz de decirle esas cosas? ¿En qué estaba pensando? De acuerdo, estaba pedo, enfadado, y un poco resentido. Pero no tendría por qué haberle dicho esas cosas tan horribles… Es cierto que las pensaba, pero no tendría por qué habérselas dicho, y mucho menos de esa forma tan desagradable. La expresión de Ryan estaba grabada a fuego en mi cerebro: fue como si mis palabras le hubieran despedazado por dentro. Nunca antes le había visto tan… destrozado.

Me apoyé en el respaldo de la silla y eché la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos. Admito que estaba bastante enfadado con respecto al hecho de que Ryan no compartiera nada conmigo… pero en aquel momento el que probablemente estaría más enfadado y decepcionado con respecto al comportamiento del otro sería Ryan. Y no podía culparle. Me había comportado como un auténtico gilipollas.

Decidí que no podía quedarme en casa sin hacer nada. Tenía que ir a pedirle disculpas a Ryan inmediatamente. No podía quitarme de la cabeza el hecho de que le había hecho daño. Me sentía asquerosamente culpable, después de todo lo que él había hecho por mí. Seguía sin entender por qué nunca me contaba nada, pero eso no era razón como para gritarle de la forma en que lo hice. No podía evitarlo: sentía una fuerte opresión en el pecho cada vez que recordaba lo que había pasado. Tenía que disculparme, y en persona. Era un asunto demasiado serio como para solucionarlo por teléfono o con un triste mensaje.

Puede que en ese momento no me diera cuenta de que el problema con Andrea era mucho más importante. Pero Ryan se había convertido en mi prioridad, y no iba a estar tranquilo hasta que hablara con él. Andrea podía esperar. Sentía una necesidad imperiosa de ver a Ryan y de decirle que lo sentía. Y de verdad esperaba que fuera capaz de perdonarme.

Bufé ruidosamente antes de levantarme y de dirigirme al cuarto de baño para darme una ducha rápida. Me vestí con lo primero que pillé del armario, unos vaqueros viejos y una sudadera gruesa, y bajé las escaleras como una exhalación. Al cruzar por delante de la cocina, visualicé una mancha amarilla sobre la nevera. Me acerqué, y me fijé en que se trataba de una nota de mi padre. Reparé por primera vez en mi padre: ¿me habría visto cuando llegué anoche? O más bien, cuando me trajeron. ¿Estaría enfadado? Cogí el post-it, tragué saliva y lo leí en voz alta:

- <<Buenos días. Como no sé a qué hora te acostaste, no he querido despertarte. Me han invitado a pescar al lago, así que estaré todo el día fuera. Volveré por la noche. Tienes un par de filetes descongelándose en el frigorífico. Cualquier cosa, llámame>>.

Leí la palabra <<filetes>> y se me revolvieron las tripas. Sólo pensar en comer me daba ganas de vomitar. Estúpido vodka… Leí la nota una vez más. ¿Eso significaba que no me oyó entrar en casa anoche? O esta mañana, no estoy muy seguro de qué hora sería cuando regresé. Parecía imposible. O yo estaba al borde del coma y me era imposible articular palabra, o quien me trajo hizo un gran trabajo manteniéndome callado e infiltrándose en casa. Dejé el papel de nuevo en la nevera, cogí mis llaves, cerré la puerta y me dirigí a casa de Ryan.


Faltarían apenas veinte metros para llegar cuando empecé a arrepentirme de haber ido hasta allá. ¿En qué momento se me ocurrió la genial idea de presentarme en su casa? Nunca me había llevado ahí, salvo aquella única vez, y era absurdo que me dejara entrar. Y menos estando tan enfadado como supuse que estaría. De hecho, hasta dudé que me abriera la puerta. Yo, en su lugar, no lo haría. ¿Por qué iba a hacerlo, después de cómo me comporté la noche anterior? Aminoré el paso a medida que me acercaba al pequeño porche de madera lacada en blanco, rindiéndome. Sólo había estado una vez allí, pero reconocí perfectamente la casa de Ryan entre todas las casas iguales de la urbanización. Había una corona de flores secas colgando de la puerta. La primera vez que estuve me fijé en ese detalle, porque ninguna casa cercana tenía ningún adorno en la fachada, salvo una, en la que habían colgado la bandera nacional de un poste junto a la ventana.

Aquello no había sido una buena idea. Si me daba con la puerta en las narices, me iba a hundir para el resto de mi vida. ¿Qué iba a hacer yo sin Ryan?

Me coloqué delante de la corona de flores y respiré hondo. El corazón me latía tan fuerte que lo oí resonar dentro de mi cerebro. Me sudaban las manos y la nuca. Aquello era ridículo. Traté de tragar saliva, pero el nudo que se había formado en mi garganta impidió que bajara, y estuve a punto de atragantarme. Cerré los ojos, tomé aire, y piqué la puerta dos veces. Apreté los labios y recé para que, al menos, me abriera la puerta. El verle fulminarme con la mirada sería mejor que el que ni siquiera quisiese verme la cara. En cualquiera de los casos, me lo merecería, pero no sería capaz de soportar ese desprecio.

No sería capaz de soportar que Ryan no quisiera volver a hablarme nunca más.

Ese pensamiento me sacudió las entrañas, y sentí un dolor punzante en el estómago que, desde luego, no era por la resaca. El labio inferior me tembló, y sentí que iba a echarme a llorar en cualquier momento.

La puerta se abrió, y el corazón me subió a la garganta.

- ¿TJ?

Fue la madre de Ryan la salió al porche. Por un lado me sentí aliviado, ya que esperaba encontrarme con la más asesina de las miradas de mi amigo, y me la había ahorrado. Pero por otro, la decepción que se apoderó de mí fue inmensa, ya que la agonía iba a durar un poco más.

Cuando me recuperé de la impresión y la sangre volvió a circular por todo mi cuerpo, eché un vistazo a la señora Martin. Era curioso. La primera y única vez que la había visto llevaba la ropa del trabajo. Iba muy arreglada y elegante, maquillada y con el pelo perfectamente recogido en un moño. Fue extraño verla sin maquillaje, con ropa de deporte – llevaba una camiseta de tirantes y unos pantalones vaporosos, supuse que para hacer yoga – y un pañuelo alrededor de la cabeza. Pero, desde luego, no había duda de que era la madre de Ryan. Esos ojos, tan azules como el cielo, que se escondían tras la montura dorada, sólo podían ser los suyos.

- B-buenos días, señora Martin… - tartamudeé. Además de estar ya bastante histérico, la madre de Ryan me ponía nervioso.

- Hola, cariño – sonrió despreocupadamente, y las gafas se elevaron sobre la nariz -. Ryan no está – mi cara de pasmo le arrancó una explicación -. Se fue a entrenar esta mañana.

En aquel momento estuve convencido de que Ryan era Hulk, o algo así. Era casi la una de la tarde. Yo me estaba muriendo de la resaca, ¿y Ryan se había ido a correr, a saltar y a brincar por ahí? Lo de este chico era inexplicable. Imposible e inexplicable. ¿De verdad que estaba tan entero, después de la fiesta? O a lo mejor no había dormido y había ido directamente a… Eso fue hasta más absurdo aún. Estaría arrastrándose por el suelo. Como yo, casi.

- ¿A entrenar? – ladeé la cabeza, confuso y escéptico a partes iguales.

- Los entrenamientos comenzaron la semana pasada, pero como estaba tan liado estudiando, no pudo asistir al anterior… Bueno, qué te voy a contar a ti de estudiar – sonrió cariñosamente, y se apoyó en el marco de la puerta con los brazos cruzados -. Aunque lo cierto es que no sé exactamente a qué hora llegará… Lo siento.

Vaya por Dios. Desde luego, el destino se había cebado conmigo aquella mañana. ¿Cuánto más tendría que esperar hasta poder hablar con Ryan? ¿Cuánto tiempo más tendría que soportar ese nudo en el estómago que me agotaba? ¿Cuánto más tendría esa sensación de que me jugaba la vida?

Sin embargo, a pesar de la resaca y del malestar general, tuve una revelación, la mejor idea que había tenido nunca. Podía aprovechar aquella situación, y mi viaje hasta casa de Ryan no habría sido en vano. Era arriesgado, pero podría funcionar.

Gracias, cerebro.

- Lo cierto es que no venía a hablar con Ryan, señora Martin… - traté de sonar convincente, y pareció dar resultado: ella me miró con los ojos muy abiertos, sin comprender -. En realidad venía a hablar con usted.

- ¿Conmigo…?

- Así es. Aquel día me dijo que… bueno, que cualquier día podríamos vernos para charlar un poco… No he tenido la oportunidad de hacerlo desde que llegué al pueblo, y la verdad es que pensé que ahora podría ser un buen… momento.

Yo sabía que no era un buen momento en absoluto. Así, de repente, sin avisar. Nadie hacía algo así, aunque fuera por mera educación. La madre de Ryan dudó. Echó un vistazo al interior de la casa, y luego me miró por el rabillo del ojo. Debatía algo en su interior, algo que no alcanzaba a entender. Masculló algo sobre un fuego, la ropa que llevaba puesta, y creo que también mencionó a Ryan. Miró su reloj de pulsera, y finalmente, suspiró pesadamente, y negó con la cabeza, encogiéndose de hombros.

- Ryan no tiene por qué enterarse. Anda, entra, cariño.

No contaba con la posibilidad de que me dejara entrar en la casa, aquel lugar misterioso al que Ryan nunca me ofrecía ir, y al que, por su comentario, tampoco permitía a su madre invitar a nadie. Pero lo había conseguido.

Eres un maldito genio, Jameson.

La señora Martin me dio paso, y me condujo hacia la cocina, a la izquierda de aquel coqueto salón de paredes vainilla y muebles azules. La cocina era una estancia pequeña, cubierta de azulejos color celeste pálido en las paredes y marrón en el suelo. La mesa y las tres sillas de comedor eran de madera lacada en un blanco inmaculado, al igual que los armarios sobre la encimera, la cual parecía de piedra o de algún otro material duro por el estilo. Los electrodomésticos, por su parte, eran de acero brillante. Una maceta con una planta colgante, hiedra, supuse; quedaba suspendida en el aire, colgando del techo sobre la mesa. Las cortinas de la única ventana que daba a la calle tenían dibujos de frutas, y no pude evitar sonreír al verlas. Me recordaron a las cortinas con zanahorias de la cocina de Los Simpsons.

- Pasa, por favor. Siéntate – me ofreció la señora Martin, y tomé asiento en una de las sillas mientras ella comprobaba el contenido de una tetera de metal que había sobre uno de los fogones -. Estaba haciendo té. ¿Te apetece una taza cuando esté listo?

Asentí. No me apetecía realmente, pero algo caliente me asentaría las inquietas tripas.

- Dime, ¿de qué querías hablar? – se sentó en la silla frente a la mía y apoyó la barbilla en el puño, mirándome a los ojos, prestándome toda su atención. No pude evitar sentirme un poco abrumado, no sólo por su belleza, sino también por su clase y por sus buenas formas.

- Bueno… - tragué saliva -. Quería hablar sobre Ryan.

Sus ojos se oscurecieron, y se tensó en su asiento.

- ¿Qué ha hecho ese cenutrio?

- ¡Nada, nada! – agité las manos, tratando de calmarla -. No ha hecho nada malo. Sólo quería preguntarle algo.

- ¿El qué? – sus hombros se relajaron, y suavizó el tono -. ¿Ha pasado algo entre vosotros?

Uy, si yo le contara, señora Martin.

- No es eso… - suspiré, y me miré las palmas de las manos, abiertas sobre mis rodillas. No me gustaba pensar en ello, y menos tener que decirlo en alto. Pero necesitaba respuestas, y las necesitaba ya -. Ryan… ¿Yo le caigo bien a Ryan?

Me miró como si hubiese dicho tranquilamente que los cocodrilos vuelan.

- ¿A qué viene eso, cariño? Ryan habla constantemente de…

La tetera silbó, y la madre de Ryan se apresuró a sacarla del fuego. Cuando el vapor remitió, colocó dentro una rejilla esférica con las hojas de lo que supuse que era el té, y la colocó entre ambos, sobre un posavasos de corcho, junto con dos juegos de tazas de porcelana.

- No sé de dónde has sacado eso – afirmó rotundamente -. Estoy segura de que no tiene ningún problema contigo.

- Es que… - ahora o nunca, Jameson. Suéltalo – él me ha hecho muchas preguntas sobre mí, y yo he contestado… sin problema alguno. De buena gana. Pero cuando soy yo el que pregunta sobre él, nunca me dice nada… No me cuenta nada, y no sé si es por algo que yo he dicho, o porque no confía en mí, o…

Jamás pensé que pudiera doler tanto decir en alto todas las cosas que llevaba tanto tiempo guardando en el fondo de mi corazón. Cada una de las palabras me quemó la garganta, y lucharon por salir y ser pronunciadas. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no romper a llorar.

La madre de Ryan sonrió levemente, y no respondió. Sirvió té en mi taza, y luego en la suya. Por el color y el aroma, parecía Earl Grey. Eché varias cucharadas de azúcar en la mía en un intento por sobrellevar la situación y no pensar en lo estúpido que me sentía. No me di cuenta de que la señora Martin se había inclinado hacia mí hasta que sentí su mano sobre la mía. Al alzar la mirada, la vi muy tranquila, y sonreía de esa forma que sólo sonríen los padres.

- Cielo… No te preocupes por eso – su voz era suave y calmada, y no supe por qué, pero me sentí repentinamente menos intranquilo -. Ryan es una persona muy cerrada. No sólo contigo, sino con todo el mundo. Te lo digo yo, que le conozco desde hace bastante tiempo.

- Pero no entiendo por qué no es capaz de… Se supone que somos amigos…

- Creo que ésa es precisamente la razón por la que aún no lo ha hecho. Él… - suspiró, y yo ladeé la cabeza, sin comprender – bueno, ya sabes que es… diferente – dio un matiz a ese adjetivo que no fui capaz de identificar -. No sé si él te habrá contado esta historia, pero lo cierto es que… cuando cambió de instituto, los otros chicos hicieron lo mismo que estás haciendo tú: querían conocerle, saber de él. Y cuando se abrió a los demás, tal y como le pidieron, le rechazaron… - sus ojos adquirieron un brillo que no supe si era de tristeza o de rabia. O de ambas cosas a la vez – Pasó bastante tiempo solo hasta que encontró a alguien que lo aceptase tal y como es. Ya sabes, Kimberly, Mina, Zack… Y tú, finalmente. Pero, por lo que me cuenta, cielo, tú eres especial. Y estoy casi segura – volvió a mirarme a los ojos mientras me acariciaba el dorso de la mano con el pulgar – de que si no se ha abierto a ti es porque teme que suceda lo mismo que pasó con esos chicos. Que le rechaces. Tiene miedo de perderte, TJ.

Fui un idiota. Fui un verdadero idiota. Jamás había pensado en esa posibilidad. Había estado obcecado en que la razón por la que Ryan no quería contarme nada era yo. Nunca se me había pasado eso por la cabeza. Ryan me había contado esa historia, y si me paraba a pensar y a atar cabos, a basarme en lo que había vivido en mis propias carnes, lo que su madre me había contado tenía sentido. Mucho sentido.

¿De verdad lo hacía para evitar mi rechazo? Era una estupidez. No podría rechazar a Ryan ni aunque su mayor secreto fuera que cargaba con un asesinato a sus espaldas. ¿Tanto le importaba mi amistad como para evitar contarme cosas que podrían cambiar mi opinión sobre él? ¿Tan inseguro estaba?

Aquello me pareció la cosa más dulce y sincera que nadie había hecho por mí. Ni Andrea, ni mis amigos de Washington, ni mi padre, ni mis hermanas. Nadie.

Desde luego, conocer a Ryan fue uno de los mejores regalos que el destino me había hecho. Y darme cuenta de ello, también. No podía quererle más.

Y yo le había echado en cara cosas que no eran ciertas… Dios mío. Debía de estar hecho polvo. Y furioso.

- ¿TJ? ¿Te encuentras mal, cariño? – la señora Martin me sacó de mis pensamientos cuando se inclinó hacia delante y me enjuagó las lágrimas que me humedecían las mejillas. Mierda. Me había emocionado, y no me había dado cuenta. Sacudí la cabeza, y terminé de limpiarme con el puño de la sudadera.

- No es nada – musité, y ella se relajó -. Es sólo que…

- Te sientes aliviado, ¿verdad? – terminó mi frase con una sonrisa cálida, y se apoyó en el respaldo de la silla. Me quedé bloqueado.

- ¿Cómo lo sabe?

- Soy bastante más vieja que tú – bromeó, y se llevó la taza a los labios -. Tengo experiencia en cierta clase de…

Enmudeció de repente, y se puso alerta, como un perro que levanta las orejas al escuchar un sonido extraño. Se llevó un dedo a la boca, pidiéndome silencio, y prestó atención a algo, aunque no miraba a ninguna parte en concreto. Se oyó el ruido de unas llaves, y el chasquido de la cerradura.

- Mamá, ya estoy en casa.

Mierda.

La señora Martin perdió el poco color que tenía en el rostro y movió las manos, ordenándome que me escondiera. Me levanté de mi silla de un salto y miré a mi alrededor, pero no sabía dónde. Con el corazón en la boca, le señalé la ventana, y ella puso los ojos en blanco. Apretó los labios, buscando un buen escondite en el cual poder escapar de la ira de su hijo. Clavó los ojos en la puerta de la cocina, y me indicó con un movimiento de cabeza que me ocultara detrás. Quise rebatirle que ahí me pillaría enseguida, pero hizo un aspaviento desesperado, y no tuve otro remedio. Me colé con la mayor discreción que pude entre la puerta entreabierta y la pared, metiendo inútilmente la tripa para que no rozara la puerta y se moviera.

¿Cuánto tiempo pasó desde que oímos la voz de Ryan y me escondí? ¿Tres, cuatro segundos?

La puerta se movió ligeramente hacia mí, como si alguien la estuviera empujando desde fuera, reduciendo la distancia que había entre ella y yo. Tragué saliva y cerré los ojos.

Pero se detuvo a unos dos centímetros de las punteras de mis deportivas, y eché todo el aire por la boca sin hacer ruido. Sentí el pulso acelerado en las sienes y en el cuello, como un tambor.

- Qué pronto has vuelto, hijo – la señora Martin habló tranquila, manteniendo el tipo, como si nada hubiera sucedido.

- Ya. Como son las primeras sesiones después del invierno, el entrenador ha dicho que empezaremos poco a poco – podía sentir a Ryan a menos de tres pasos a mi lado. No podía verle, pero por cómo arrastraba las palabras y tomaba aire, debía de estar cansado. Y sudado, porque apestaba -. ¿Por qué hay dos tazas sobre la mesa?

Mierda, mierda, mierda.

- ¿Ya una no puede hacerse un té tranquilamente?

Sentí que Ryan se alejaba, y escuché los golpecitos de la cuchara sobre la porcelana.

- ¿Dos? ¿Y una con azúcar? Tú nunca echas azúcar a las infusiones.

Nos ha pillado.

- El té me quedó demasiado fuerte – respondió con naturalidad, sin pararse a pensar -, y pensé que echándole azúcar estaría pasable. Pero creo que lo empeoré más de lo que estaba. Si quieres bebértelo, adelante; pero si no lo quieres, supongo que lo tiraré.

- Creo que paso. No me inspira confianza.

Que alguien le dé el Oscar a esta mujer, por el amor de Dios.

Ryan anunció que iba a subir al piso de arriba a darse una ducha. Sus pasos sonaron cada vez más lejos, hasta que, en algún lugar del piso de arriba, se oyó una puerta cerrarse. La señora Martin bufó pesadamente, y el chirriar de la silla me indicó que ya no había peligro. Salí de detrás de la puerta con el corazón en la garganta, casi saliéndoseme por la boca.

- Siento mucho haberte metido en esto – juntó ambas manos, pidiendo perdón en voz muy bajita para que mi amigo no la escuchara -. No pensé que fuera a regresar tan temprano.

- No se preocupe. No ha sido culpa suya.

- En realidad sí que lo es – se cruzó de brazos, y dedicó un suspiro aparentemente triste a algo en la habitación de al lado, al salón. Seguí su mirada, pero antes de poder analizar qué era lo que captaba su atención, sentí su mano en el hombro. Sus dedos eran finos, casi huesudos -. A Ryan no le gusta que entre gente en casa, y en el fondo lo entiendo. Será mejor que te vayas, antes de que baje.

Por lo tanto, mi corazonada era cierta: ni Ryan invitaba a nadie a su casa, ni su madre tampoco lo hacía. La pregunta era: ¿por qué? ¿Qué demonios le pasaba a la casa? Era una casa completamente normal, en una urbanización completamente normal, con muebles completamente normales y unas cortinas completamente normales. Al menos con respecto a las tres habitaciones en las que había estado. No veía nada extraño o espeluznante en ellas.

Con la mano aún cariñosamente sobre mi hombro, me acompañó hasta la puerta. Traté de fijarme en algún detalle sospechoso en el salón, pero, obviamente, no encontré nada. ¿Qué era lo que Ryan ocultaba?

- La próxima vez que te apetezca hablar, lo haremos en un lugar neutral, ¿vale? Yo ya no estoy para estos disgustos – bromeó la señora Martin.

Me encontraba fuera, en el porche, y aunque la madre de Ryan parloteaba despreocupadamente apoyada en el marco de la puerta, frente a mí, mi mente estaba en otra parte, más allá de ella, observando el interior del salón. Buscaba evidencias mientras asentía de vez en cuando. No había nada fuera de lo normal: un sofá, un par de sillones, una mesita baja, un canapé, cortinas a juego con el tapizado azul de los muebles, una maceta con un naranjo joven, cuadros en la pared… No, no eran cuadros. Eran marcos de fotos.

Los marcos. Había algo raro en esos marcos para fotos. Me detuve en ellos, fijando la vista todo lo que mi incipiente miopía me permitía, y cuando por fin me di cuenta, sentí que se me bajaba la tensión de golpe. Me mareé un poco, y se me revolvió el estómago.

- ¿Quieres que le diga a Ryan que te llame o algo? – preguntó la señora Martin, que no se había percatado de que no seguía su conversación.

- ¿Qué? Ah… No, no hace falta. Yo sólo vine a hablar con usted… - farfullé, tratando de no mirar demasiado al interior de su salón.

- Como quieras. Si quieres volver a quedar para charlar, puedes llamar a casa – sonrió amablemente, y me dio una palmadita en el hombro -. Ten cuidado al volver a casa.

Asentí, y di media vuelta mientras me despedía con la mano. Caminé despacio, aún ligeramente mareado y confuso, hasta que oí la puerta cerrarse a mis espaldas. Entonces, me apoyé en la pared de la casa contigua, y me dejé caer hasta quedar sentado en el suelo, tratando de digerir lo que había descubierto.

Ryan no aparecía en ninguna de las fotos que habían colgadas de la pared. Su madre salía en prácticamente todas las instantáneas, y una chica joven, de gran parecido físico a la señora Martin, probablemente la hermana de Portland, también, al igual que un señor calvo que debía de ser su padre. Pero él no salía en ninguna de ellas. No había rastro de él.

¿Por qué?


Volví a casa dándole vueltas al asunto de las fotos. Estaba inquieto, ya que no encontraba una razón aparente por la que su madre, o su padre, quisieran retirar todas sus fotos. Era muy extraño, y el poco conocimiento que tenía sobre la vida privada de Ryan no me permitía establecer hipótesis. Por otro lado, sentí que me había quitado un gran peso de encima. Hablar con la madre de Ryan me había aclarado la gran incógnita que llevaba rondándome la cabeza las últimas semanas… O el último mes, me atrevería a decir. Y ya no estaba tan preocupado, al menos por eso. Estaba más asustado por el hecho de que Ryan pudiera estar enfadado conmigo por lo que pasó la noche anterior. Sin embargo, en lo que concernía a ese asunto tan importante, estaba increíblemente aliviado. Tanto, que incluso sentí apetito al llegar a casa, y los filetes que mi padre me había dejado para comer no me parecieron tan repulsivos.

Subí a mi cuarto después de limpiar la cocina, y mientras me quitaba la sudadera, oí una campanilla suave. La alerta de correo electrónico nuevo. La goma de los calzoncillos se me puso de corbata.

Harriet.

Estaba tan enfrascado en el problema con Ryan que había olvidado por completo el que tenía con Andrea. Me lancé sobre el portátil y abrí la bandeja de entrada. Había un mensaje nuevo de Harriet. No había incluido ningún asunto. Una gota de sudor frío bajó por mi nuca, y tras tragar saliva, cliqué en el mensaje. Una nueva ventana emergió en la pantalla con el siguiente texto:

<<No sucedió nada anoche, puedes estar tranquilo>>.

Fue bastante escueto, y yo diría que hasta un poco borde, pero no podía recriminárselo, ya que mi mensaje había sido el triple de grosero que el suyo. Sin embargo, para mí fue suficiente. Me desplomé sobre la silla dejando escapar un suspiro de alivio, y giré sobre el eje de la silla varias vueltas con los brazos extendidos. No había pasado nada que pudiera lamentar. Eso era genial, era lo que necesitaba oír. Tal y como Harriet decía en su correo, podía estar tranquilo. Sólo había sido un simple beso.

El problema era el cómo decírselo a Andrea. Aunque sólo se tratara de un beso estúpido y sin importancia, y lo más importante, en pleno apogeo de mi borrachera; a ella no le iba a gustar lo más mínimo. La conocía demasiado bien como para siquiera pensar que podría entenderlo y dejarlo pasar. Se pondría hecha un basilisco. Era incluso probable que, después de eso, me dejara.

La idea de que Andrea rompiera conmigo hizo que me diera un escalofrío por toda la espalda, y mis hombros se tensaron. Si Andrea me dejaba… ¿qué iba a hacer? Era mi novia desde hacía dos años, pero nos conocíamos desde hacía mucho tiempo antes. Era mi otra mitad, mi alma gemela. Y a pesar de vivir en estados diferentes, yo la quería, e iba a seguir queriéndola hasta el fin de mis días. Jamás había estado tan enamorado de nadie como lo estaba de ella. Si ella me dejaba… Mi mundo se vendría abajo.

No me percaté de que mis manos habían empezado a temblar sólo por el simple hecho de imaginármelo. Me golpeé la cara un par de veces para espabilarme, y al hacerlo, sentí un dolor punzante en la base del cuello. Me había tensado tanto que se me habían cargado los hombros y el cuello. Estupendo. Nada más apropiado para estos momentos.

Busqué mi malogrado teléfono por la habitación, y lo encontré junto a la ropa misteriosamente doblada de la noche anterior. Crucé los dedos para que, después del viaje que le di en la cocina de Kim, aún funcionara. Y funcionó, para mi sorpresa. Perfectamente. Dejé que iniciara el proceso de encendido, y mientras esperaba, el corazón se me puso en la garganta. Era incapaz de dejar los pies quietos, y había empezado a sudar como un pollo. Estaba realmente nervioso. Y asustado. Sobre todo asustado. Lo que iba a hacer posiblemente pudiera alejarme de la persona que más quería en el mundo, pero debía hacerlo. Esconderlo sólo empeoraría las cosas. Porque, si se enteraba por otras personas, entonces sí que ardería Troya. Además, debía afrontar mis propios errores. Yo la había cagado, así que yo tenía que arreglarlo.

Tomé aire e intenté tragar saliva, pero tenía la boca completamente seca. Marqué de memoria el número de Andrea, y me llevé el auricular a la oreja. Fue como si, en vez de un teléfono, hubiese levantado un bloque de hormigón. Sonaron los primeros tonos. Cada vez sudaba más, incluso noté una gota correr libremente por mi frente. Cerré los ojos con fuerza, obligándome a calmarme. Relájate, Jameson. Reláj…

- ¿D-diga…?

Andrea contestó al quinto tono, y al escucharla gruñir, me tensé como un poste. No iba a ser fácil. Nada fácil.

- H-hola… - estaba tan nervioso que fue lo único que fui capaz de articular.

- Joder, TJ, me has despertado… - se quejó con voz ronca, y por lo que pude escuchar, se revolvió entre las mantas. Miré el reloj de mi mesita de noche: era casi la una y media. ¿Cómo demonios podía estar todavía durmiendo? Ah, claro. Anoche estuvo de fiesta.

- Lo siento. Esto… ¿puedes hablar? – tuve que apretar los labios antes de preguntar para tragarme lo que tantas ganas tenía de reprocharle. No era de eso de lo que quería hablarle.

- ¿De qué quieres hablar? – contestó secamente.

- Es… sobre algo que pasó anoche.

- Ah, sí. Cuando me gritaste como un psicópata.

Quería evitar esta conversación, ya que lo que yo tenía que contarle tenía bastante más peso, pero no pude evitarlo. Ese comentario me sentó como una patada en el mismísimo hígado. Salté enseguida.

- ¡Pues claro que te grité! ¡Te habías marchado de fiesta!

- ¿Y ahora resulta que yo no puedo hacer mi vida, sino que tengo que quedarme en casa de luto porque tú no estás? – Andrea también se alteró, y enseguida se puso a mi nivel.

- ¡Yo no he dicho eso! ¡Me duele que te olvidaras de mi cumpleaños porque estabas de marcha por ahí! ¡Y encima que trataras de engañarme!

- ¡Me ha costado mucho asumir que ya no estás aquí! ¿Y te mosqueas porque salgo a distraerme con mis amigos? ¡Eso es muy egoísta!

- ¿Pero estás escuchando lo que te estoy diciendo? ¡Sólo he dicho que me molestó que…!

- ¡Estoy trabajando como una negra casi diez horas al día para poder ir a verte, me merezco descansar, salir y tener vida! ¡Es muy injusto que te cabrees conmigo porque haya salido! ¿Acaso tú no me has reemplazado por tu queridísimo Ryan?

Eso fue la gota que colmó el vaso. No sólo no me estaba escuchando, sino que encima estaba soltando mierda que no era cierta. No pude contenerme. Golpeé la mesa del escritorio, y grité con tanta fuerza que probablemente me hubieran escuchado en la otra punta del condado.

- ¡Pues todavía no te he viso el pelo! ¡Y estoy seguro de que los billetes de autobús no son tan caros como para que hayan pasado dos meses, y aún no hayas venido!

Andrea enmudeció de repente, y yo también lo hice. Me golpeé la frente con la palma de la mano. ¡No era esto lo que quería! ¡No podía echarle cosas en cara si lo que pretendía era decirle que le había puesto los cuernos!

- Oye… - me apresuré a decir antes de que las cosas empeoraran más – lo siento. Eso ha sido muy inapropiado.

- Muy inapropiado – repitió, cortante. Muy bien, Jameson. Lo has hecho de puta madre.

- Perdóname. Lo he dicho sin pensar.

Bufó ruidosamente al otro lado de la línea. Eso me demostró que yo tenía razón.

- Da igual.

Bueno, el momento había llegado. Tenía que decirlo ya, porque cuanto más tiempo pasara, peor sería para ambos. Llené los pulmones de aire, y agarré con la mano libre un trozo de papel que empecé a despedazar nervioso.

- En realidad… te llamaba por otra cosa… - musité con un hilo de voz.

- ¿El qué?

Ahora o nunca.

- Lo cierto es que anoche, después de… discutir contigo… - me tembló la voz, y carraspeé un poco para tratar de ocultarlo, sin demasiado éxito – estaba muy enfadado, enfadadísimo. Y estaba muy borracho. Y, bueno, eh… Sin darme cuenta, yo… - cerré los ojos con fuerza, hasta que me dolió la cabeza – besé a otra chica.

Se produjo ese silencio incómodo y escalofriante que siempre precedía a la bronca. Antes de que pudiera darme un ictus cerebral por la espera, me apresuré a explicarme.

- ¡No me di cuenta de lo que hacía! Estaba muy borracho, y ella me dio un abrazo cuando me vio hecho polvo. Fue sólo un beso, te lo prometo. No significó nada para mí, y para ella tampoco. ¡Ella ni siquiera me gusta! Sólo fue un beso, te lo juro… Y estaba muy borracho. Te prometo que no volveré a hacerlo, de verdad. Fue porque estaba enfadado contigo, pero me arrepentí enseguida. Lo juro.

Cada una de las palabras que salieron de mi boca atropelló a la anterior, y a medida que hablaba, dos preguntas rondaban mi mente. La primera era si Andrea me estaba entendiendo. Y la segunda era si realmente me estaba creyendo. No pronunció una palabra, ni siquiera un sonido que me diera pistas de lo que estaba pensando. Y eso me ponía nervioso, frenético. Sentía el cuerpo pegajoso de tanto sudar, y estaba tan alterado y tenso que empezaba a marearme.

- Annie… Por favor, no me dejes…  - me atreví a decir con un susurro ahogado.

Más silencio. Por el amor de Dios, Andrea, di algo. Lo que sea.

- Bueno – dijo por fin, y su voz sonaba neutral. Imposiblemente neutral -. Si dices que fue sólo un beso y que estabas borracho, supongo que no pasa nada.

¿Estaba dormido, y eso era un sueño? ¿No hay gritos? ¿Nada? Era imposible que se lo hubiera tomado tan bien. Conocía a mi novia lo suficiente como para quedarme tranquilo con esa respuesta.

- ¿Lo dices en serio…?

Suspiró pesadamente, y no estoy seguro de si fue porque estaba cansada, o por algo más que se me escapaba, pero juraría que aquel fue un suspiro de nerviosismo.

- Sí, no sé… Todos hacemos cosas raras cuando bebemos – volvió a suspirar de esa forma -. No te preocupes. No pasa nada.

Era imposible, pero tan cierto como que el sol sale cada mañana. Toda la tensión y los nervios salieron de mi cuerpo de golpe, y suspiré aliviado hasta que en mis pulmones no quedó oxígeno. Reí nervioso.

- Joder, Annie, gracias. No sabes lo mal que lo he pasado. Pensé que ibas a dejarme.

- ¿Por eso? Anda, no seas tonto. No es para tanto. Me voy a dormir otra vez, ya hablaremos.

- D-de acuerdo… - fue tan repentino que no pude pedir más explicaciones -. Te quiero.

- Ya... Adiós.

Y colgó.

Sonaron los pitidos de fin de llamada, y aunque Andrea ya no estaba al otro lado de la línea, me quedé como un idiota sujetando el móvil junto a mi oído, tratando de razonar de forma lógica lo que acababa de pasar. Se lo había tomado bien, demasiado bien. De hecho, me atrevería a decir que le había dado igual. Y eso era raro, imposible. Debía estar enfadada. Si hubiese sido al revés, yo le habría arrancado la cabez… Bueno, quizás no algo tan exagerado, pero me habría puesto histérico. Y sin embargo ella… Me fallaba algo. Algo se me escapaba. La conocía, y esa reacción no era propia de ella.

En realidad, ¿qué más daba? Todo había salido bien, ¿no? Yo lo había soltado, me sentía mucho mejor conmigo mismo, y Andrea no se había enfadado. O al menos había fingido que no lo había hecho. Por muy inexplicable que hubiera sido, todo eran buenas noticias. Había salido ganando de todas formas.

Pensé en llamarla más tarde, o al día siguiente, para hablar con más detalle y confirmar del todo si no estaba cabreada conmigo. Si volvía a despertarla, entonces sí que le daría verdaderos motivos para enfadarse conmigo. Pero, al menos por el momento, necesitaba relajarme, distraerme, y dedicarme un poco de tiempo, después de la mañanita que Dios me había regalado por mi cumpleaños. Y una ducha, porque de lo que había sudado, estaba pegajoso.


Después de resolver por fin el asunto del beso, fue como si me hubieran quitado los ladrillos que hacían que me pesara el estómago. No sólo me sentía mejor de la resaca, sino que además, pude dedicarme despreocupadamente a hacer cosas sin estar constantemente haciéndome preguntas y comiéndome la cabeza. Eché un par de partidas a la PlayStation, me tumbé en el sofá a leer, e incluso traté de poner un poco de orden en mi habitación. Sin demasiado éxito, dicho sea de paso. Eran las cinco y media de la tarde cuando, de repente, y por primera vez desde que llegué a Reed River, me dieron ganas de hacer algo de ejercicio. Cuando vivía en Washington quedaba a menudo con mis amigos para jugar al baloncesto o al fútbol en las canchas del parque, y cuando ninguno de ellos podía salir, salía a correr. Me gusta hacer deporte, pero nunca he sido aficionado a los gimnasios ni a las pesas. Y parecía haberlo olvidado desde que me mudé.

Me hundí en mi armario hasta encontrar mi pantalón de chándal favorito, uno gris oscuro, ancho y con bolsillos en los laterales; me puse una sudadera con capucha, me calcé las zapatillas de correr, encendí mi MP3 y salí en dirección al parque.

Se notaba que había estado parado los últimos meses. Al empezar a trotar sentí flato en el costado, y tuve que bajar el ritmo e ir simplemente a paso rápido. Si los chicos me vieran, seguramente bromearían con que me había vuelto blando. Y era cierto. Decidí, entonces, que a partir de esa misma tarde, saldría a correr a diario, poco a poco, para recuperar el fondo. Era más una cuestión de orgullo que de otra cosa, ya que, aunque ya no practicara ejercicio, no es que hubiera engordado. Siempre he sido delgado, del tipo de personas que, por mucho que coma, nunca aumenta de peso. Y tampoco es que coma como un cerdo.

Faltaban tres manzanas hasta llegar al parque, y Lenny Kravitz  cantaba Fly Away en mis oídos, cuando alguien gritó mi nombre lo suficientemente alto como para escucharlo por encima de la música. Me saqué los auriculares y miré a mi derecha. Mina se acercó trotando hasta mí, también en ropa de deporte: una sudadera negra con una enorme serigrafía blanca de “I NY” y unas mallas moradas. Llevaba el pelo recogido en una trenza larga y gruesa. Al detenerse a mi lado, resopló. Tenía la frente perlada en sudor.

- No sabía que corrías – la fuerza se le escapó por la boca al hablar.

- Ni yo que tú también lo hicieras – respondí, y ella asintió -. De todas maneras, es la primera vez que lo hago. Me he propuesto ir a diario a partir de ahora.

Se le iluminó el rostro y sonrió de esa manera que sólo he visto en ella.

- ¡Podríamos correr juntos! Nadie quiere ir conmigo nunca, se cansan enseguida.

Le ofrecí los nudillos, aceptando su propuesta, y ella los chocó. Si iba a ir a correr todos los días, mejor hacerlo en compañía. Y si era en la compañía de Mina, mucho mejor.

- Si has salido a correr, eso significa que estás mucho mejor – volvió a resoplar, y sonrió -. Me alegro. Iba a llamarte esta noche.

- ¿Eh? No te sigo.

- Por el pedo que pillaste anoche, pensé que estarías todo el día durmiendo, arrastrándote por el suelo, muriéndote – bromeó.

Pillé el comentario, y le dediqué una risita sarcástica y una mueca de asco.

- Qué graciosa. Tampoco fue para tanto – mentí.

- Estás de coña, ¿no? Cuando nos fuimos, apenas podías mantenerte en pie. Ibas haciendo eses – se alejó un par de pasos e imitó mi supuesta y para nada vertical forma de andar anoche -. ¿Qué digo? Ibas haciendo el abecedario entero.

- ¿En serio? – el color se me subió a la cara, y me rasqué la mejilla. Qué vergüenza.  Otro hecho memorable para añadir a la laguna de mis recuerdos -. No me acuerdo de eso.

- Claro que no te acuerdas. Te digo que ibas hasta arriba de alcohol. Menos mal que Ryan te llevó a casa. Habrías acabado en Ohio si te hubiéramos dejado solo.

Sentí una sacudida tan fuerte en el cuerpo que me flojearon las piernas y la cabeza me dio vueltas hasta que me dolió. Noté que el rojo que se había apoderado de mis mejillas desaparecía, dando paso al blanco amarillento.

- ¿Ryan me llevó a casa…? – musité con un hilo de voz. Mina ladeó la cabeza, confusa.

- Pues claro. Seríamos unas personas horribles si te hubiéramos dejado solo.

- Pero… ¿por qué Ryan…?

- No lo sé – se encogió de hombros y metió las manos en los bolsillos de la sudadera -. Se ofreció y ya está. Supongo que es porque su casa es la que más cerca está de la tuya.

 No podía creer que Ryan hubiera hecho eso, después de las cosas que le dije… No podía creerlo…

¿Pero qué clase de amigo se supone que era?

Todavía medio descompuesto, y sin pararme a pensar en si era una buena idea o una estupidez, eché a correr por donde mismo había venido. Mina gritó mi nombre, completamente desconcertada, y sin darme la vuelta, le chillé que me había acordado de algo importante y que la llamaría. Ella volvió a gritar algo, pero no fui capaz de escucharla. Corrí con todas mis ganas y fuerzas, tratando de ignorar el flato y el hecho de que me costaba respirar. El sudor me cubrió todo el cuerpo en apenas segundos, y las sienes me palpitaban. La falta de oxígeno me hacía boquear como un pez y me provocaba un dolor tremendo en la cabeza. Me sentía realmente mal, fatigado y aturdido.

Pero no podía parar. Debía ver a Ryan cuanto antes.

Volví sobre mis pasos, y desde mi calle bajé varias manzanas hasta alcanzar la urbanización de Ryan. Busqué con la mirada la casa con la corona de flores, y me planté delante de la fachada. Como si se tratara de una escena de una peli de zombis, aporreé la puerta y fundí el botón del timbre, víctima del ataque de nervios que la carrera y la revelación de Mina habían provocado. Apoyé las manos en las rodillas y me incliné hacia delante, tratando de recobrar el aliento. Pero me dolía tanto el pecho que me era imposible respirar por la nariz. La cara me ardía, y tenía los muslos entumecidos.

La puerta se abrió, y alcé la cabeza. No esperaba que fuera el propio Ryan el que abriera.

- ¿TJ?

Llevaba ropa de andar por casa, una camiseta negra sin mangas y unos pantalones de franela a rayas. Su expresión era de puro asombro y desconcierto. Tenía los ojos y la boca tan abiertos que parecía que había visto un fantasma. Desde luego, al igual que yo no me esperaba que él me abriera la puerta, él no se imaginaba que sería yo el que casi se la destrozo.

- ¿Estás bien? ¿Qué estás haciendo aquí? – preguntó, totalmente confuso.

Tuve que respirar hondo tres veces antes de poder articular palabra. Realmente estaba asfixiado. Ryan me ofreció agua, pero yo negué su oferta con un gesto de la mano.

- ¿Podemos… hablar…? – jadeé, mirándolo a los ojos. Sus hombros se tensaron, y pareció repentinamente incómodo.

- ¿Ahora…? – susurró, desviando la mirada a su derecha, y yo asentí. Se mordió el labio, haciendo que el piercing se moviera hacia arriba, y entonces soltó un profundo suspiro de rendición -. Espera aquí. Volveré enseguida.

Cerró la puerta despacio, dejándome solo en el porche. Aproveché para sentarme en uno de los escalones con la cabeza entre las rodillas en un intento de que la sangre volviera a fluir de nuevo por todo mi cuerpo. Tomé aire un par de veces, despacio, ya más relajado después de haber visto a Ryan, y el dolor en el pecho remitió poco a poco, al igual que el flato. Un par de minutos después, la puerta volvió a abrirse, y Ryan apareció con un jersey rojo y calzado con un par de deportivas. Con las manos metidas en los bolsillos del abrigo, se acercó hasta las escaleras y se sentó a mi lado. Miraba al frente, pensativo. O eso, o estaba tratando de evitar mirarme directamente. Finalmente, sacó las manos de los bolsillos, y tras bufar ruidosamente, se giró ligeramente para fijar sus preciosos ojos azules en los míos. No eran los mismos de siempre. Parecían tristes y… ¿sombríos?

- ¿De qué querías hablarme? – preguntó con voz apagada. Tragué saliva antes de responder, aprovechando para medir mis palabras.

- Sobre… lo que pasó anoche.

Se apresuró a interrumpirme, cubriendo el dorso de mi mano con la palma de la suya, y retirándola enseguida. El contacto fue como una descarga eléctrica. Él también pareció notarlo.

- Yo también quería hablar contigo sobre eso – ladeé la cabeza, y entonces, me perdí. ¿Qué era lo que él tenía que decirme? ¿Que me había portado fatal? Eso ya lo sabía yo. Pero no parecía querer regañarme. Antes de comenzar, volvió a morderse el labio, y cerró los ojos unos instantes, intentando calmarse -. Lo siento.

Ya sí que no entendía nada. ¿Lo sentía? ¿El qué sentía?

- ¿P-por qué…? – inquirí, confuso.

- Sé que parece que no confío en ti. Pero no es cierto – me miró a los ojos un momento, pero enseguida bajó la mirada a sus manos, que toqueteaban nerviosamente la cremallera de su chaqueta. Su voz temblaba, y tenía la cara oculta tras el flequillo -. Sé que no hablo mucho sobre mí mismo. Pero es que… no me gusta. Yo no soy como tú crees… y no quiero que cambies la opinión que puedas tener de mí…

¿Pero se puede saber de qué demonios estaba hablando este chico? O lo que es más importante, ¿por qué se estaba disculpando él conmigo, cuando el único que se había comportado como un imbécil había sido yo?

¿Habría hablado su madre con él? No, era imposible. La señora Martin jamás le diría que yo había estado en su casa. Se habría delatado a sí misma también.

- Ryan – al pronunciar su nombre, alzó la mirada, nervioso, como un perro que supiera que su dueño iba a reprenderlo por una travesura -. ¿Puedo hablar yo ahora?

Asintió despacio, y yo traté de sonreír para que se sintiera cómodo. Me salió algo que parecía de todo, menos una sonrisa.

- Lo que dije anoche fue una tontería. Estaba de vodka hasta el culo.

- Pero seguro que lo piensas… - rebatió con voz ronca.

- Reconozco que sí. Pero ya no – me miró a los ojos, y abrió la boca, pero la cerró al no saber qué decir -. Entiendo que no quieras hablar de ti mismo. Ignoro cuáles son las razones…  - mentí – pero ahora que lo sé, lo comprendo. Y siento mucho si te he presionado. No quiero obligarte a hacer nada que no quieras hacer, por muchas ganas que yo tenga de conocerte un poco más.

Ryan guardó silencio. De nuevo había desviado la mirada y estiraba los puños del jersey. Ladeé la cabeza esperando una reacción, pero no la tuve. Busqué qué más podría decirle para demostrarle que lo que decía iba en serio.

- Y, eh… No sé qué clase de cosas son las que no quieres contarme. Pero no creo que sea para tanto.

Ryan puso los ojos en blanco.

- Si yo te contara.

- Eso da igual – moví las manos, restándole importancia, aunque lo cierto es que, en mi fuero interno, me moría de ganas por saberlo -. Lo único que sé es que, si algún día te apetece hacerlo, te escucharé. Y… bueno, en realidad, por muy horribles que sean tus secretos, no van a cambiar la opinión que tengo sobre ti. Eres mi mejor amigo, y te quiero por lo que eres y por cómo te has comportado conmigo, no por lo que hicieras en el pasado. Sea lo que fuere.

Ryan alzó la cabeza con los ojos abiertos como platos. Creo que no se esperaba oír eso de mis labios. Y la verdad es que yo tampoco. Enmudecí al ver su expresión.

¿Tuve que enfrentarme a una situación límite como aquélla para darme cuenta de todo lo que realmente sentía? ¿Qué, en realidad, el que Ryan no me contara detalles sobre su vida no tenía tanta importancia, y más sabiendo el por qué?

A veces me sorprendo de lo idiota que puedo llegar a ser.

En un gesto que jamás pensé que le vería hacer, Ryan se tapó la cara con las manos, y aunque fue muy bajito, tanto que tuve que acercarme para poder comprobarlo, le oí sollozar.

- ¿Estás llorando? – pregunté, atónito.

Descubrió su rostro. Sus ojos estaban empañados en lágrimas, y algunas habían escapado rodando por sus mejillas. Clavó sus ojos en los míos, y durante ese preciso instante, el mundo se detuvo, y el aire a mi alrededor se volvió turbio.

- No pensé que fueras a tomártelo así - gimoteó, y volvió a taparse la boca con la mano, rompiendo a llorar.

Ryan… realmente me tenía aprecio. Más del que me merecía, desde luego. Cerré los ojos, increíblemente aliviado, y me incliné sobre él para sujetarlo por los hombros y que dejara de llorar. Pero antes de poder tocarlo, me abrazó, y se pegó a mí, pasando sus brazos por mi espalda, apretando con fuerza.

Aquello fue raro. No sólo por el hecho de que estaba empapado y apestando a sudor y a él no parecía importarle, sino porque me recordó a aquel día en que le conté lo de mi madre. Fue extraño porque, a pesar de tenerle contra mí, tan cerca, no me desagradaba. Me… me gustaba. No sabría explicar por qué, pero me gustaba. Me hacía sentir que me necesitaba, y que yo le necesitaba a él. Y que la relación que había entre ambos era especial.

Por eso, a pesar de que en un principio me puse muy tenso por el contacto, me relajé y me dejé llevar. No era para tanto. No era nada malo, ¿no?. Le rodeé el cuello con los brazos y le apreté contra mi cuerpo, para demostrarle de alguna forma que, a pesar de todo lo que me escondía, me iba a tener ahí siempre, esperando el día en que por fin se atreviera a contármelo todo. Él respondió presionando más, hundiendo la cara en mi pecho, sollozando.

No sabría decir cuánto tiempo estuve abrazándole. Simplemente esperé a que dejara de llorar. Había visto llorar a Ryan dos veces, y decididamente, no me gustaba. Fue el propio Ryan el que deshizo el abrazo, enjuagándose las lágrimas con los puños del jersey. Sonrió de forma nerviosa cuando terminó de frotarse los enrojecidos ojos.

- Gracias… Llevaba todo el día dándole vueltas - se limitó a decir.

- No hay problema. En realidad – me encogí de hombros, y me rasqué la mejilla, preparándome para admitiro – yo también.

Sonrió tímidamente, y tras unos segundos en los que parecía estar debatiendo internamente algo, suspiró, observó si había alguien alrededor, y me miró a los ojos fijamente. Me puse alerta.

- No sé si será suficiente, pero… mira – cerró los ojos, tragando saliva, y abrió la cremallera de la chaqueta para luego levantarse la camiseta hasta el pecho.

Me quedé, sinceramente, atónito. No sólo por el hecho de que estaba viendo el vientre de Ryan, que contra todas mis expectativas, era duro y plano, con todas las redondeadas líneas de los músculos perfectamente grabadas y formadas en la piel. Siempre había pensado que Ryan tenía mi constitución delgada y poco musculada, pero luego recordé que era el delantero del equipo estatal de lacrosse. Lo que realmente más captó mi atención era el tatuaje. Tenía un código de barras imprimido en vertical en el costado izquierdo.

- ¿Pero qué…? – titubeé.

- Me lo hice hace casi un año. Mi madre aún no lo sabe. Hay muy poca gente que sabe que lo tengo – farfulló, desviando la mirada mientras sujetaba la tela de la camiseta para que pudiera verlo.

Le miré a los ojos al comprender por fin lo que estaba haciendo.

- Ryan, te dije que no hacía falta si no…

- Ya lo he hecho, ¿no? Déjalo así – me interrumpió, y aunque tenía la cabeza ladeada, pude ver cómo se sonrojaba.

No pude evitar sonreír. Cuanto más tiempo pasaba, más convencido estaba de que Ryan era un regalo del cielo. ¿Cómo demonios me aguantaba?

Examiné los dígitos del tatuaje, y por instinto, acerqué los dedos para tocarlo, pero enseguida retiré la mano, por si era inapropiado, o quién sabe, si tenía cosquillas.

- ¿Tiene algún significado? – pregunté.

- Todos los números representan algo – empezó a señalar las combinaciones de cifras una a una mientras las explicaba -. Mi cumpleaños. El cumpleaños de mi madre. El día que marqué mi primer gol con el equipo. Cosas importantes para mí. Esta numeración es prácticamente única. Probablemente no haya nada en el mundo con la misma combinación de dígitos. Eso me hace sentir… bueno. Especial, de alguna forma.

- Es… es genial, Ryan – no sólo me refería al tatuaje, sino también al hecho de que me lo hubiera mostrado. Él sonrió, y volvió a ponerse la chaqueta.

Tenía tantas preguntas sobre el tatuaje que pensé que me explotaría el cerebro. Sobre todo, había una que me causaba un interés abrumador: ¿por qué se había saltado cuatro números entre el cumpleaños de su madre y el día que marcó su primer gol? Recordaré esa cifra durante toda mi vida: 2411. ¿Qué significaban para él esos números, y por qué no me lo había contado?

Bueno, en realidad estaba de más seguir preguntando. Ya había tenido suficiente. Decidí que sería él el que me lo explicara, llegado el momento.

¡Gracias por leer hasta el final! ♥