miércoles, 26 de octubre de 2011

La vida residencial no es para mí.

Ésta es la conclusión que he sacado después de mi fin de semana de infiltrada en la residencia universitaria donde está viviendo Annell Strawberry. Digamos que, bueno, ya que iba a ir a Madrid a verla, si podía ahorrarme el alojamiento, no me lo iba a pensar dos veces.

Cogí un vuelo de Iberia el viernes por la mañana. Fue un vuelo muy tenso, porque a mi lado estaba sentado un señor que leía la Biblia. En voz alta. La tenía marcada con un marcapáginas, como si fuera una novela cualquiera. Y encima, cuando saqué mi bocata, el tipo me echó una mirada de infinito desprecio. Dios, tuve mucho miedo. Aunque creo que lo del bocadillo fue mayormente porque, cuando le di el primer mordisco, el avión se llenó de un fuerte pestazo a chorizo Revilla, del barato. Pero, ¿y qué? El chorizo barato es mi mejor amigo.

Llegué a Barajas, con la mala suerte de aterrizar en la última puerta de la T4, a eso de las tres de la tarde. Tuve que caminar la vida para llegar a la salida. Después de una hora de metro (no porque me perdiera, es que fue una hora contada de trayecto), llegué a la Puerta del Sol, donde habíamos quedado. Annie y yo montamos un lamentable espetáculo lacrimógeno delante de la estatuta del Oso y el Madroño. Creo que sólo faltó que nos aplaudieran. Pero, joder, ¡es que la echaba tanto de menos!

Equipadas con un frapucchino de fresa y una hamburguesa de pollo, nos subimos al tren y llegamos a Getafe. La infiltración en la residencia fue ridícula. Yo, que iba más tensa que Carmensa pensando en qué pasaría si se daban cuenta de que yo no era estudiante, me quedé totalmente planchada cuando Annie saludó tranquilamente al guardia y nos metimos en el ascensor. Totalmente inesperado.

Dejé mis cosas en la habitación, que estaba al borde del desorden y la inmundicia, y antes de que se diera cuenta de que estaba empezando a ordenarle la habitación suciamente, me dio un tour por la residencia para presentarme a sus amigos. Jamás se me olvidará el "Oh, mon dieu, la señogga!" de Lucía. Fue effin' epic. Luego fuimos al Ahorramás a hacer la compra para el finde; a la hora de la cena entre todos me colaron en el comedor y comí gratis por mi cara bonita, y ya entrada la noche fuimos a la habitación de sus amigas, que se estaban preparando para ir a la Fiesta del Novato.

Nosotras no íbamos a ir. Aunque a mí me daba igual ir, independientemente de que no me guste salir por las noches, Annie dijo que estaba cansada y que nos quedaríamos tranquilamente en la residencia. Mientras las chicas se preparaban, compartimos un Malibú con piña. Nunca había probado esa mezcla, y aunque estaba demasiado fuerte para mí, me gustó. Al final de la noche yo seguía de una pieza, por lo que dedujimos que, en realidad, yo tengo un hígado de hierro, pero como no bebo, aún no hemos podido comprobarlo.

Y bajamos a la segunda planta. Si tuviera que elegir una canción para ponerle banda sonora a ese momento, sin duda escogería Welcome to the jungle, de Guns n' Roses. Había gente pasadísima por todas partes, todos apretujados en los estrechísimos pasillos luchando por mantener los vasos de litro en las manos, saltando al grito de "¡La residencia entera se va de borrachera!", bajo una atmósfera de humo de porro y tabaco en general, caminando con dificultad por un suelo pegajoso e inmundo que Dios sabrá la cantidad de bebidas que habrá soportado. Me dan pánico las multitudes. Las odio. Así que, un par de minutos después, cuando vio mi cara de asustada, Annie me llevó a su habitación.

Esa noche como el culo. Me desperté cuarenta veces por culpa de los gritos y los portazos del personal ebrio. Y encima, me había levantado resfriada. "Joder, tu madre no va a dejar que te vuelvas a quedar conmigo más nunca", me había dicho Strawberry. Lo mejor fue cuando bajamos al comedor para almorzar: los pasillos estaban llenos de un sospechoso polvo amarillo pus. ¿Harina? No, señor. Habían vaciado todos los extintores de la residencia. Y a eso, sumarle los papeles quemados, los muebles de las salas comunes desperdigados por todas partes, restos de pizza seca, machas de bebidas, olor a vómito y el detalle de que había tirado un carrito de la compra por la terraza y otro por el hueco de la escalera. Sólo pude pensar una cosa:

Sáquenme de aquí.

El sábado por la tarde fuimos a Madrid. Yo tenía mi plan hecho con todos los sitios a los que quería ir y que en mi pequeño trozo de tierra llamado Gran Canaria no encontraría ni de coña. Entonces en Sol nos encontramos con Tirso y varios individuos no identificados que quería ir a ver el trono de Juego de Tronos que estaba expuesto en la calle Fuencarral. Como no tenía otra, pues los acompañamos.

Tirso dijo que estaba cerca. Polla estaba cerca. Nos mamamos casi toda la calle de Fuencarral para ver una sucia silla de cartónpiedra que sí, era muy bonita, pero no dejaba de ser una silla. Bueno, al menos para mí, que no hevisto Juego de Tronos. Para ellos era el trono de God-knows-who, y era tan épico y tan alucinante, y, en fin, actitud fangirl en general. Al final me quedé sin ver lo que quería, pero bueno, tuvimos una animada tarde de compras en Fuencarral, donde me compré una camiseta monísima por cuatro perras y adquirí desinteresadamente un póster gigantesco y asquerosamente sexy de Jack Sparrow para mi hermana. Cuando empezó a caer la noche y Sol empezó a petarse de gente, le rogué a Annie que nos fuéramos antes de que empezara a morirme.

El domingo nos quedamos en la residencia. Le teñimos el pelo a Annie. ¿De qué color? Bueno, la caja ponía que era rojo intenso. Ahora yo la veo como un combo entre Euphemia li Britannia y Marluxia. Aproveché la tarde para estudiar, y mientras tanto, ella... bueno, digamos que estaba muy ocupada haciendo la colada, planchándose el pelo y vagueando en general como para hacer los deberes de Derecho que tenía que entregar antes de las doce. A las ocho empezó a entrarle prisa, y antes de que se arrancara la piel a tiras, le eché una mano. Hicimos entre las dos los deberes de una. Y encima, el profesor le puso un triste 5'3. Me sentí tan estafada. Por la noche nos hicimos unos espaguetis y estuvimos hablando con Matt y enseñándole fotos de nuestras amigas gordas por el Skype hasta las dos de la mañana, hora en la que Annie se cercioró de que realmente estaba enferma y que me encontraba mal.

El lunes amaneció cayendo la del pulpo. Yo, acatarrada, con una tos de viejo moribundo, y sin paraguas. Mi madre me iba a matar. Salimos a Madrid antes de comer, cargando ya con mi maleta, y tuvimos la suerte de que dejó de llover más o menos cuando llegamos. Aproveché y fui a todos los sitios a los que no pude ir el sábado. Milagrosamente, llegué sin perderme a Otaku Center, y sin pensármelo dos veces, me llevé el manga de Underdog. ¡Por fin lo tenía en mis manos, llevaba peleándome por él en Las Palmas como un mes! 

Nos recorrimos medio Madrid buscando un Telepizza y al final nos metimos en una pizzeria random en la que, todo sea dicho, comimos genial, y antes de irme fuimos a Sol a por una napolitana de crema de La Mallorquina. A eso de las cinco nos despedimos en la estación de metro, esta vez sin lágrimas, y volví a mamarme una hora de metro, en la cual me di cuenta de que me había olvidado la cámara de fotos en la mochila de Annie. FML.

Llegué a Barajas, y sorprendentemente, encontré mi puerta de embarque sin dificultad. En una de éstas me llamó mi madre, que justo llegaba a Madrid esa tarde para pasar unos días en un curso, y dio la casualidad de que también estaba en la T4. Cotilleamos un poco, nos recorrimos las tiendas, y cuando su jefe la llamó para preguntarle si había llegado ya al hotel, como que tuvo que largarse corriendo. Y me abandonó a mi suerte, sola en ese enorme aeropuerto, a esperas de que a mi vuelo le diese por salir. Porque, como SIEMPRE me pasa cuando salgo de Barajas, el vuelo se retrasó. Hora y media. Suerte que a mi papá no le importó esperar un poco más para irme a buscar.

Y aquí concluye la crónica de mi viaje a Madrid. Moraleja: si voy a hacer un máster a la Carlos III, no pienso quedarme en una residencia de estudiantes.

lunes, 17 de octubre de 2011

Be different. Think different.



No es muy difícil darse cuenta de que alguien es diferente a lo demás. Y más aún cuando se trata de darse cuenta de que tú mismo eres diferente.

Yo, quizás porque quería engañarme a mí misma, o porque simplemente era idiota, no me di cuenta hasta que cumplí los quince. Personalmente, opto por la segunda opción. Hubo un día en el que lo tuve claro: el día en que me puse a mirar las carpetas y archivadores de mis compañeras de clase. Mientras ellas las forraban con fotos de Maxi Iglesias, Alejo Sauras o los Jonas Brothers (creo que eran esos los que estaban de moda por aquella época), el mío estaba hasta arriba de imágenes de Yoh Asakura.

Por lo bajini, ellos decían que era un bicho raro. Pero yo estaba convencida de que no era rara, sino diferente.

Mis queridas amigas de Secundaria me decían que todo el mundo pensaría que era rara si no hacía lo que los demás. Cosas como empezar a salir de fiesta, a beber alcohol, a maquillarse, a llevar zapatos de tacón, a fumar cigarrillos, o a pensar en la prisa que tenían que darse por perder la virginidad. Cuando las escuchaba, pensaba que quizás tuvieran razón, que debía de ser rara por no ser como los demás. Llegué a preocuparme en serio por no ser aquello que los demás esperaban que fuese.

Pero entonces, cuando llegaba a casa y me paraba a pensar con frialdad, me decía: ¿pero qué sentido tiene hacer cosas para las que creo que no tengo la edad suficiente? ¿Merece la pena hacer cosas que no me gustaban? Yo no tenía prisa por madurar a la velocidad a la que los demás lo hacían. Yo quería disfrutar de aquellas cosas que me gustaban y a las que no me importaba dedicar mi tiempo. Yo quería vivir mi adolescencia haciendo lo que me diera la gana.

Así que una tarde decidí que, independientemente de lo que pensaran los demás, iba a ser quien yo quería ser. Y si tenía que pasar el resto de mis días como el bicho raro de la clase, pues vale. Pero no iba a renunciar a mis principios por adaptarme al modelo de adolescente que los otros habían diseñado y que no iba para nada conmigo.

Me convertí en la tía aburrida que, mientras los demás pasaban las madrugadas vomitando por las esquinas por su poca tolerancia al alcohol, se quedaba en casa con una mantita en las piernas cual abuelita artrósica viendo una peli o jugando a la PlayStation.

Ellos veían Mujeres y Hombres y Viceversa. Yo veía Shaman King.

En clase, mis compis escondían el Nuevo Vale detrás de los libros de textos. Yo lo tenía más fácil: escondía los mangas de Jyoshi Kosei entre las rodillas.

Los lunes, ellas llegaban con los talones destrozados por lo tacones. Mis pies estaban estupendos dentro de sus Converse.

¿Vamos el viernes a la Burn a pillar cacho? (la Burn era la única discoteca en Las Palmas en la que dejaban entrar a menores). Nah, yo me voy al Little Budha a beber té moruno.

Y a día de hoy, cinco años después, cuando se supone que una ya ha madurado y tiene las ideas claras, sigo haciendo lo mismo que hacía cuando era adolescente. Sigo haciendo lo que me apetece, y lo que no me apetece, ni me lo pienso. Con veinte años, sigo siendo la misma friki que entonces. Bueno, con la diferencia de que ya no llevo ortodoncia y que se me desarrollaron las caderas.

Sigue sin gustarme salir de fiesta. Aunque si alguien me lo pide, puedo ceder e ir alguna noche, aunque es algo que no me apasiona. Sigo prefiriendo quedarme tranquilamente en casa para, cuando tenga sueño, irme a dormir con mi panda de peluche gigante.

No, no me gusta el reggaeton ni el bakalao. Nunca me ha gustado, y creo que me moriré sin que me guste. Así que no me pidas que perree.

Sigo sin ponerme tacones. Y debería, dada mi escasa estatura. Pero, ¿para qué? Si yo, como más cómoda estoy, es con playeras.

Detesto Hombres y Mujeres y Viceversa. Lo odio. Aunque también tengo que reconocer que, cuando no tengo clase, veo Sálvame. La culpa es de la madre que me parió, ¿de acuerdo?

No tolero bien el alcohol, y por eso, no siento la necesidad imperante de beber para integrarme o divertirme. Aunque, Dios, desde que cumplí los dieciocho, descubrí esa bebida celestial que al principio tan poco me gustaba: la cerveza. Siendo mujer, prefiero mil veces una nevera llena de cervezas a un armario lleno de zapatos.

¿Qué prisa tenían todas por perder la virginidad con quince años? Ni con quince, ni con dieciséis, ni con los que sean. Sin prisas: cuando tenga que llegar, llegará. Y será entonces cuando de verdad lo disfrutes.

Salir a divertirte con tus amigos o estudiar. ¿Por qué elegir? Yo puedo hacer perfectamente las dos cosas.

Fumar me sigue pareciendo algo asqueroso e inútil. Respeto a quienes lo hacen, pero llevo veinte años ignorando a qué sabe un cigarro.

Me gusta llevar gorritos y bufandas de lana, aunque dé la sensación de ser más bajita de lo que soy.

Y a pesar de mi edad, sigo teniendo la misma mentalidad que cuando tenía diez años: me encanta gritar, pintarme los uñas de colores chillones, bailar parapara en medio de la calle, jugar con un globo y ser idiota en general.

Y me encanta ser diferente.

domingo, 16 de octubre de 2011

Cupcakes glaseados.

¡Saludos, Rielectores! Les presento mi útima obra maestra: ¡cupcakes! Podría decirse que he tuneado mis ya famosos muffins. En serio, Lu me llama Rie muffins-sensei (¡qué vergüenza!). La verdad es que siempre he pensado que los cupcakes son una monada, y que, por lo tanto, son cojonudamente difíciles de hacer. ¡Pero resulta que no! Digamos que se parecen mucho a los muffins normales, pero con el añadido del glaseado, que, personalmente, es divertidísimo de hacer.

INGREDIENTES (12 unidades)
Para la base:
- 125g de mantequilla a temperatura ambiente
- 125g de azúcar
- 2 huevos
- 125g de harina con levadura incorporada
- 2 cucharadas de leche entera o semidesnatada
- 1 cucharadita de extracto de vainilla*
Para el glaseado:
- 75g de mantequilla a temperatura ambiente
- 2 cucharadas de leche entera o semidesnatada
- 1 cucharadita de extracto de vainilla*
- 225g de azúcar glass tamizado
- Colorante alimenticio (opcional)

* A falta de extracto de vainilla, bueno es el azúcar avainillado.

Para la base:
1) En un cuenco grande, batir la mantequilla reblandecida con el azúcar hasta que adquiera una textura ligera y suave.

2) Añadir poco a poco los huevos, previamente batidos, y una cucharada de harina para que la mezcla no cuaje.

3) Incorporar con cuidado el resto de la harina, la leche y el extracto de vainilla, utilizando una cuchara metálica.

4) Colocar moldes de papel en un molde continuo para magdalenas y repartir la masa a partes iguales. Meter en el horno precalentado a 190ºC y esperar entre 15 y 20 minutos. Cuando los cupcakes estén dorados y hayan subido, sacarlos del horno y dejar enfriar del todo.

Para el glaseado:
5) En un cuenco grande, batir la mantequilla reblandecida hasta conseguir una consistencia suave. Incorporar la leche y la vainilla, añadir la mitad del azúcar glass y batir durante unos minutos. Incorporar el resto del azúcar glass y continuar batiendo hasta que el glaseado quede suave y ligero. Si queremos darle un toque de color, es en este momento cuando hay que añadir un par de gotas del colorante alimenticio según el color que deseemos.

6) Meter el glaseado en una manga pastelera con boquilla de estrella y cubrir la parte superior de los cupcakes trazando una espiral desde el borde hasta el centro. Quedará mono si le damos altura a medida que nos acercamos al centro.

7) Decorar los cupcakes con chuminadas varias: golosinas, frifringuis de colores, chocolate rallado, corazoncitos de chocolate, sirope de fresa, etc.

¡Tachán! Aquí les dejo mi experimento del fin de semana. Por si les interesa, el color morado se consigue con 9 gotas de colorante rojo y 5 de azul, si mal no recuerdo. Y que conste que yo los quería hacer azules, pero mi hermana se empeñó en que los quería morados.
















Y bueno, como hoy me siento pletórica, voy a incluir en este post una de mis fotos favoritas. Sé que no tiene nada que ver con repostería, pero es que, insisto, ¡me encanta esta foto! (modo fangirl). Son Stiven y Mr. Pelos (a la derecha) con el cosplay de la Organización XIII durante el III Salón del Manga de Gran Canaria, hace dos años:
















... madre mía, Stiven. ¿por qué estás tan bueno?

¡Besotes, y buen comienzo de semana a todos!

lunes, 10 de octubre de 2011

IMU.


Me siento terriblemente sola.

miércoles, 5 de octubre de 2011

El chico perfecto VIII.

Continuamos caminando un buen rato, y acabamos en lo que parecía la parte antigua del pueblo. Se me hizo muy extraño, porque hasta hacía un minuto, juraría que caminaba entre las calles de la urbanización donde estaba el chalet de mi padre.

- Ya hemos llegado – soltó de repente, y señaló la plaza en la que nos habíamos parado -. Reed River no es un pueblo muy grande, pero tiene un casco histórico muy bonito. O al menos a mí me gusta. ¿Ya lo has visto?

- Pues no.

Eso me dio que pensar. A pesar de que pasé años y años viniendo a Reed River fines de semana alternativos, jamás había paseado por el pueblo. Mi padre se limitaba a llevarme de su antigua casa, cerca del bosque, al parque; y del parque, a la casa. Apenas conocía nada de mi nuevo hogar.

La plazuela en la que nos encontrábamos estaba bordeada de edificios color burdeos de estilo victoriano. El más grande de ellos, el que presidía la plaza con un enorme reloj, eran las oficinas del ayuntamiento, y el que estaba justo en frente, salpicado de enormes ventanales de ornamentado hierro blanco, había sido un antiguo palacio que ahora actuaba como un pequeño hotel, tal y como me había explicado Ryan. En las partes bajas de los edificios había un par de terrazas en las que los habitantes de Reed River se sentaban a leer el periódico y charlar, mientras sus hijos correteaban y jugaban a la pelota.

Sin embargo, lo que realmente me impresionó fue la plaza en sí. Debía de ser muy antigua, porque los adoquines eran de piedra grisácea y estaban gastados y magullados por el paso del tiempo. En el centro de la plaza había una fuente octogonal de piedra en la que se alzaba una estatua de un hada con las alas abiertas y los brazos extendidos hacia el cielo. Ryan también me había contado que, hasta hace un año, en la fuente había un cisne en lugar de un hada. El alcalde lo había cambiado la primavera pasada, cuando su hija de nueve años superó un cáncer que le habían diagnosticado desde que apenas era un bebé. El alcalde quiso hacerle un homenaje a la niña, y los habitantes del pueblo le propusieron dedicarle una estatua en la fuente, como muestra de su valentía y su perseverancia. Así, el alcalde retiró la escultura del cisne y mandó a construir la actual, pues su hija coleccionaba figuritas de hadas. Esa historia me enterneció tanto que me dieron ganas de conocer a esa niña.

Ryan me condujo entre las callejuelas de la parte antigua del pueblo. El entramado de calles tenía algo mágico e indescriptible que me absorbió con cada paso. Las casas y edificios de cada calle eran de un color totalmente diferente, y daba la sensación de estar paseando entre un pueblo de cuento de hadas: atravesábamos calles que cambiaban de color, vainilla, escarlata, ocre, unas detrás de otras. Ryan no supo decirme exactamente por qué estaban pintadas de esa forma. Si fueran todas del mismo color, sería un aburrimiento, supuso. Fuera como fuese, a mí me habían encandilado.

Justo antes de doblar la esquina desde una calle de color chocolate a una de un tono color crema, Ryan se detuvo y me señaló una enorme fachada de madera oscura. Era la biblioteca general del pueblo, a la que ellos llamaban la Iglesia. Cuando me llevó al interior, comprendí por qué la llamaban así: en el lado contrario a la puerta por donde entramos había tres vidrieras enormes, gigantescas, de formas geométricas e imágenes de flores, que proyectaban sombras de colores sobre la sala principal, totalmente en silencio. La sala de lectura estaban íntegramente construida con la misma madera oscura de la fachada, desde el suelo hasta las paredes, allí donde se dejaban ver de entre las altas estanterías de libros, repletas hasta los límites de la física. Recorrí la sala con la vista unas tres veces para poder asimilarlo. Por un momento me sentí como Adso de Melk en la biblioteca de la abadía de El nombre de la rosa. Me pareció un lugar hermoso, de esos en los que, aunque no sabes por qué, te gusta estar. Ryan me dijo, en susurros, que él solía ir a la Iglesia a estudiar después de clase, y que podía acompañarle siempre que quisiera. Estudiar ya no me parecía tan aburrido.

Callejeamos durante un buen rato entre aquel paisaje de cuento hasta que, sin saber exactamente cómo, volvimos a la plaza de la fuente. Supuse que la habíamos rodeado por la parte exterior, aunque yo iba tan entusiasmado con lo que Ryan me iba contando que me olvidé de tomar referencias para ubicarme. Definitivamente, me había enamorado de aquella zona del pueblo. Me pregunté por qué mi padre nunca me había llevado por allí.

- ¿Tienes sed? – preguntó de repente, sacándome de mis pensamientos -. ¿Tomamos algo?

Nos sentamos bajo una de las sombrillas en una de las terrazas. Ryan pidió un café, y yo pedí un refresco de cola. Cuando la camarera se dio la vuelta para traernos las bebidas, Ryan me sonrió abiertamente, con esos dientes blancos y perfectos.

- ¿Qué te ha parecido?

- Me ha gustado mucho. Jamás pensé un pueblo tan pequeño pudiera tener un casco histórico tan bonito – confesé.

- Reed River es pequeño, pero tiene sus cosas buenas. Aún hay muchos sitios que no te he enseñado.

Estuve a punto de decirle que me encantaría que me los enseñara, pero la camarera me cortó al dejar nuestra comanda sobre la mesa con un educado “Salud”. Ryan tomó un sorbo de su taza de café y se quedó mirándome fijamente.

- ¿Qué pasa? – pregunté, enarcando las cejas.

- Es cierto que te dije – dijo, y aluciné cuando vi que en sus mejillas había un intento de sonrojo. Este chico nunca iba a dejar de sorprenderme: era incluso más guapo cuando estaba ruborizado – que no quería cometer el error que cometieron los otros conmigo, pero...

No sabía adónde quería llegar. Le observé impaciente mientras buscaba las palabras.

- ... la verdad es que me muero de ganas de hacerte preguntas.

- ¿Preguntas? – dije, sin comprender -. ¿Cómo en Quién quiere ser millonario?

Ryan se quedó perplejo, y de repente, soltó una carcajada interminable. El que acabo sonrojado fui yo.

- No me refiero a eso – dijo, cogiendo aire. Ya no estaba ruborizado en absoluto -. Quería preguntarte sobre ti.

- ¿Sobre mí? ¿El qué?

- No sé, me gustaría saber cosas sobre ti. Siento curiosidad – se encogió de hombros -. ¿Es tan raro?

Así que por eso no me había preguntado nada sobre mí durante la mañana: no quería recrearse en lo que le hicieron a él hace dos años. Simple empatía. Maldita sea, Ryan, eso ha sido muy inocente por tu parte. Después de eso, ¿quién puede resistirse a responder a todas tus preguntas?

- Bueno, ¿qué quieres saber?

- Primero, ¿hay algo que quieras que sepa de ti? – contestó, muy ágil.

- Pues... – me tomé unos segundos para pensar la respuesta. En blanco. ¿Qué podría decirle que le pudiera interesar? -, bueno, tengo diecisiete años, antes vivía en Washington; mi cumpleaños es el 27 de abril y mi grupo sanguíneo es... no sé, ¿A positivo?

Ryan me miró con una mueca de asco.

- Y ahora dígame qué síntomas tiene, señor Jameson.

- La verdad es que sí que ha sonado como una consulta médica – suspiré, aguantando la risa.

- Dime, ¿qué te gusta hacer en tu tiempo libre?

Me sorprendió que me preguntara por mis hobbies. Estaba esperando otra pregunta un poco más obvia.

- Bueno, pues me gusta leer...

- Ah, ¿sí? – intervino Ryan con creciente interés -. ¿Qué clase de libros?

- Me gustan las novelas policíacas y de detectives. Ya sabes, de misterio.

- ¿Las novelas de Agatha Christie, por ejemplo?

- Exacto – afirmé -, aunque personalmente me gusta más Ellery Queen.

- Nunca he leído a Ellery Queen. Tendré que buscar si hay algo suyo en la biblioteca.

- Oh, merecen la pena. Yo traje algunos de mis libros. Puedo dejarte alguno si quieres.

Ryan pestañeó un par de veces, y luego volvió a sonreír con esa enorme sonrisa suya. ¡Bien hecho, Jameson!

- Y dime, ¿qué clase de música te gusta? – preguntó, cambiando de tema.

- ¿Conoces Nickelback?

Me miró como si le hubiese preguntado de qué color era el cielo.

- Como para no hacerlo. If everyone cared es una canción preciosa.

- Vaya, eres la primera persona que conozco a la que le gusta Nickelback – comenté, sorprendido.

- ¿Bromeas? ¿Acaso hay alguien a quien no le guste?

- Conozco a algunas personas.

- Hijos del diablo, todos ellos – Ryan puso cara de fingido desprecio, y yo no pude evitar reírme.

- ¿Y a ti? Aparte de Nickelback – quise saber.

- El rollo grunge está bien, aunque a mí me gusta más el punk-rock. Por ejemplo, no sé, Yellowcard, Simple Plan, The Offspring, Autopilot Off...

- ¿Pero Autopilot Off no se habían separado? – pregunté con curiosidad. Ryan me miró perplejo -. ¿O acaso me he equivocado de grupo?

- No, en absoluto – su expresión era orgullosa y satisfecha -. Me sorprende que conozcas a Autopilot Off. No eran muy conocidos, sólo sacaron dos discos.

- En realidad sólo he escuchado una o dos canciones suyas que salían en la banda sonora de un videojuego.

El rostro de Ryan se iluminó. Habría jurado que, quizás en otras circunstancias, me habría dado un abrazo.

- ¿SSX3?

- ¡Exacto! – grité.

- ¡Venga ya! ¡Yo también lo he jugado, es tremendo! – y me ofreció los nudillos para chocárselos.

Estuvimos riéndonos y hablando de dicho juego durante un buen rato. La verdad, estaba muy a gusto con él. Con Ryan se podía hablar de cualquier cosa.

Y entonces me di cuenta de algo: todo lo que no había sido capaz de hablar durante la mañana lo había soltado con Ryan. A medida que avanzaba la tarde, había dejado de lado mi timidez y había sido capaz de entablar una conversación con él. Sonreí para mis adentros.

- ¿Sabes, TJ? – comentó apurando su café -. Aunque al principio no estaba muy seguro de cómo reaccionarías, me alegro de haber quedado. Tenemos más cosas en común de lo que pensaba.

- Tienes razón. Yo también me he sorprendido. Siempre es agradable poder compartir gustos con alguien.

Hubo un silencio de varios segundos en los que Ryan me miró fijamente sosteniendo la taza de café entre las manos.

- ¿Puedo hacerte una última pregunta? Y te prometo que no te agobiaré más.

- No te preocupes, no me agobias en absoluto.

Volvió a quedarse en silencio. Estaba pensando en cómo hacer la pregunta.

La pregunta.

- ¿Por qué te has trasladado a Reed River, TJ? Me refiero, a en este momento, en medio del semestre, y a un lugar tan pequeño, viniendo del D.C. ¿Qué interés puedes verle a este sitio?

Ésa era la pregunta que quería que no hiciera. Aunque sabía que era cuestión de tiempo el que lo preguntara. A mi mente empezaron a llegar recuerdos horribles de cuando estaba en Washington, y se me hizo un nudo en el estómago: oí a mi madre gritándome, diciéndome que yo había sido un error y que no debería haber nacido. No quería hablar de ello.

- Problemas familiares – aunque con un hilo de voz, fui tajante.

Ryan pareció entender que no tenía ganas de contarle más detalles, así que no me los pidió. Se le notaba muy avergonzado, no sabía dónde meterse. Me sentí fatal. Al fin y al cabo, él no tenía la culpa. Traté de quitarle hierro al asunto.

- Oye, ¿me puedes llevar al instituto? Mañana quiero intentar ir por mi propio pie.

Por un instante me miró confundido, pero en seguida recuperó la sonrisa.

- De acuerdo. Pagamos la cuenta y nos vamos.

¡Gracias por leer hasta el final! ♥