miércoles, 5 de octubre de 2011

El chico perfecto VIII.

Continuamos caminando un buen rato, y acabamos en lo que parecía la parte antigua del pueblo. Se me hizo muy extraño, porque hasta hacía un minuto, juraría que caminaba entre las calles de la urbanización donde estaba el chalet de mi padre.

- Ya hemos llegado – soltó de repente, y señaló la plaza en la que nos habíamos parado -. Reed River no es un pueblo muy grande, pero tiene un casco histórico muy bonito. O al menos a mí me gusta. ¿Ya lo has visto?

- Pues no.

Eso me dio que pensar. A pesar de que pasé años y años viniendo a Reed River fines de semana alternativos, jamás había paseado por el pueblo. Mi padre se limitaba a llevarme de su antigua casa, cerca del bosque, al parque; y del parque, a la casa. Apenas conocía nada de mi nuevo hogar.

La plazuela en la que nos encontrábamos estaba bordeada de edificios color burdeos de estilo victoriano. El más grande de ellos, el que presidía la plaza con un enorme reloj, eran las oficinas del ayuntamiento, y el que estaba justo en frente, salpicado de enormes ventanales de ornamentado hierro blanco, había sido un antiguo palacio que ahora actuaba como un pequeño hotel, tal y como me había explicado Ryan. En las partes bajas de los edificios había un par de terrazas en las que los habitantes de Reed River se sentaban a leer el periódico y charlar, mientras sus hijos correteaban y jugaban a la pelota.

Sin embargo, lo que realmente me impresionó fue la plaza en sí. Debía de ser muy antigua, porque los adoquines eran de piedra grisácea y estaban gastados y magullados por el paso del tiempo. En el centro de la plaza había una fuente octogonal de piedra en la que se alzaba una estatua de un hada con las alas abiertas y los brazos extendidos hacia el cielo. Ryan también me había contado que, hasta hace un año, en la fuente había un cisne en lugar de un hada. El alcalde lo había cambiado la primavera pasada, cuando su hija de nueve años superó un cáncer que le habían diagnosticado desde que apenas era un bebé. El alcalde quiso hacerle un homenaje a la niña, y los habitantes del pueblo le propusieron dedicarle una estatua en la fuente, como muestra de su valentía y su perseverancia. Así, el alcalde retiró la escultura del cisne y mandó a construir la actual, pues su hija coleccionaba figuritas de hadas. Esa historia me enterneció tanto que me dieron ganas de conocer a esa niña.

Ryan me condujo entre las callejuelas de la parte antigua del pueblo. El entramado de calles tenía algo mágico e indescriptible que me absorbió con cada paso. Las casas y edificios de cada calle eran de un color totalmente diferente, y daba la sensación de estar paseando entre un pueblo de cuento de hadas: atravesábamos calles que cambiaban de color, vainilla, escarlata, ocre, unas detrás de otras. Ryan no supo decirme exactamente por qué estaban pintadas de esa forma. Si fueran todas del mismo color, sería un aburrimiento, supuso. Fuera como fuese, a mí me habían encandilado.

Justo antes de doblar la esquina desde una calle de color chocolate a una de un tono color crema, Ryan se detuvo y me señaló una enorme fachada de madera oscura. Era la biblioteca general del pueblo, a la que ellos llamaban la Iglesia. Cuando me llevó al interior, comprendí por qué la llamaban así: en el lado contrario a la puerta por donde entramos había tres vidrieras enormes, gigantescas, de formas geométricas e imágenes de flores, que proyectaban sombras de colores sobre la sala principal, totalmente en silencio. La sala de lectura estaban íntegramente construida con la misma madera oscura de la fachada, desde el suelo hasta las paredes, allí donde se dejaban ver de entre las altas estanterías de libros, repletas hasta los límites de la física. Recorrí la sala con la vista unas tres veces para poder asimilarlo. Por un momento me sentí como Adso de Melk en la biblioteca de la abadía de El nombre de la rosa. Me pareció un lugar hermoso, de esos en los que, aunque no sabes por qué, te gusta estar. Ryan me dijo, en susurros, que él solía ir a la Iglesia a estudiar después de clase, y que podía acompañarle siempre que quisiera. Estudiar ya no me parecía tan aburrido.

Callejeamos durante un buen rato entre aquel paisaje de cuento hasta que, sin saber exactamente cómo, volvimos a la plaza de la fuente. Supuse que la habíamos rodeado por la parte exterior, aunque yo iba tan entusiasmado con lo que Ryan me iba contando que me olvidé de tomar referencias para ubicarme. Definitivamente, me había enamorado de aquella zona del pueblo. Me pregunté por qué mi padre nunca me había llevado por allí.

- ¿Tienes sed? – preguntó de repente, sacándome de mis pensamientos -. ¿Tomamos algo?

Nos sentamos bajo una de las sombrillas en una de las terrazas. Ryan pidió un café, y yo pedí un refresco de cola. Cuando la camarera se dio la vuelta para traernos las bebidas, Ryan me sonrió abiertamente, con esos dientes blancos y perfectos.

- ¿Qué te ha parecido?

- Me ha gustado mucho. Jamás pensé un pueblo tan pequeño pudiera tener un casco histórico tan bonito – confesé.

- Reed River es pequeño, pero tiene sus cosas buenas. Aún hay muchos sitios que no te he enseñado.

Estuve a punto de decirle que me encantaría que me los enseñara, pero la camarera me cortó al dejar nuestra comanda sobre la mesa con un educado “Salud”. Ryan tomó un sorbo de su taza de café y se quedó mirándome fijamente.

- ¿Qué pasa? – pregunté, enarcando las cejas.

- Es cierto que te dije – dijo, y aluciné cuando vi que en sus mejillas había un intento de sonrojo. Este chico nunca iba a dejar de sorprenderme: era incluso más guapo cuando estaba ruborizado – que no quería cometer el error que cometieron los otros conmigo, pero...

No sabía adónde quería llegar. Le observé impaciente mientras buscaba las palabras.

- ... la verdad es que me muero de ganas de hacerte preguntas.

- ¿Preguntas? – dije, sin comprender -. ¿Cómo en Quién quiere ser millonario?

Ryan se quedó perplejo, y de repente, soltó una carcajada interminable. El que acabo sonrojado fui yo.

- No me refiero a eso – dijo, cogiendo aire. Ya no estaba ruborizado en absoluto -. Quería preguntarte sobre ti.

- ¿Sobre mí? ¿El qué?

- No sé, me gustaría saber cosas sobre ti. Siento curiosidad – se encogió de hombros -. ¿Es tan raro?

Así que por eso no me había preguntado nada sobre mí durante la mañana: no quería recrearse en lo que le hicieron a él hace dos años. Simple empatía. Maldita sea, Ryan, eso ha sido muy inocente por tu parte. Después de eso, ¿quién puede resistirse a responder a todas tus preguntas?

- Bueno, ¿qué quieres saber?

- Primero, ¿hay algo que quieras que sepa de ti? – contestó, muy ágil.

- Pues... – me tomé unos segundos para pensar la respuesta. En blanco. ¿Qué podría decirle que le pudiera interesar? -, bueno, tengo diecisiete años, antes vivía en Washington; mi cumpleaños es el 27 de abril y mi grupo sanguíneo es... no sé, ¿A positivo?

Ryan me miró con una mueca de asco.

- Y ahora dígame qué síntomas tiene, señor Jameson.

- La verdad es que sí que ha sonado como una consulta médica – suspiré, aguantando la risa.

- Dime, ¿qué te gusta hacer en tu tiempo libre?

Me sorprendió que me preguntara por mis hobbies. Estaba esperando otra pregunta un poco más obvia.

- Bueno, pues me gusta leer...

- Ah, ¿sí? – intervino Ryan con creciente interés -. ¿Qué clase de libros?

- Me gustan las novelas policíacas y de detectives. Ya sabes, de misterio.

- ¿Las novelas de Agatha Christie, por ejemplo?

- Exacto – afirmé -, aunque personalmente me gusta más Ellery Queen.

- Nunca he leído a Ellery Queen. Tendré que buscar si hay algo suyo en la biblioteca.

- Oh, merecen la pena. Yo traje algunos de mis libros. Puedo dejarte alguno si quieres.

Ryan pestañeó un par de veces, y luego volvió a sonreír con esa enorme sonrisa suya. ¡Bien hecho, Jameson!

- Y dime, ¿qué clase de música te gusta? – preguntó, cambiando de tema.

- ¿Conoces Nickelback?

Me miró como si le hubiese preguntado de qué color era el cielo.

- Como para no hacerlo. If everyone cared es una canción preciosa.

- Vaya, eres la primera persona que conozco a la que le gusta Nickelback – comenté, sorprendido.

- ¿Bromeas? ¿Acaso hay alguien a quien no le guste?

- Conozco a algunas personas.

- Hijos del diablo, todos ellos – Ryan puso cara de fingido desprecio, y yo no pude evitar reírme.

- ¿Y a ti? Aparte de Nickelback – quise saber.

- El rollo grunge está bien, aunque a mí me gusta más el punk-rock. Por ejemplo, no sé, Yellowcard, Simple Plan, The Offspring, Autopilot Off...

- ¿Pero Autopilot Off no se habían separado? – pregunté con curiosidad. Ryan me miró perplejo -. ¿O acaso me he equivocado de grupo?

- No, en absoluto – su expresión era orgullosa y satisfecha -. Me sorprende que conozcas a Autopilot Off. No eran muy conocidos, sólo sacaron dos discos.

- En realidad sólo he escuchado una o dos canciones suyas que salían en la banda sonora de un videojuego.

El rostro de Ryan se iluminó. Habría jurado que, quizás en otras circunstancias, me habría dado un abrazo.

- ¿SSX3?

- ¡Exacto! – grité.

- ¡Venga ya! ¡Yo también lo he jugado, es tremendo! – y me ofreció los nudillos para chocárselos.

Estuvimos riéndonos y hablando de dicho juego durante un buen rato. La verdad, estaba muy a gusto con él. Con Ryan se podía hablar de cualquier cosa.

Y entonces me di cuenta de algo: todo lo que no había sido capaz de hablar durante la mañana lo había soltado con Ryan. A medida que avanzaba la tarde, había dejado de lado mi timidez y había sido capaz de entablar una conversación con él. Sonreí para mis adentros.

- ¿Sabes, TJ? – comentó apurando su café -. Aunque al principio no estaba muy seguro de cómo reaccionarías, me alegro de haber quedado. Tenemos más cosas en común de lo que pensaba.

- Tienes razón. Yo también me he sorprendido. Siempre es agradable poder compartir gustos con alguien.

Hubo un silencio de varios segundos en los que Ryan me miró fijamente sosteniendo la taza de café entre las manos.

- ¿Puedo hacerte una última pregunta? Y te prometo que no te agobiaré más.

- No te preocupes, no me agobias en absoluto.

Volvió a quedarse en silencio. Estaba pensando en cómo hacer la pregunta.

La pregunta.

- ¿Por qué te has trasladado a Reed River, TJ? Me refiero, a en este momento, en medio del semestre, y a un lugar tan pequeño, viniendo del D.C. ¿Qué interés puedes verle a este sitio?

Ésa era la pregunta que quería que no hiciera. Aunque sabía que era cuestión de tiempo el que lo preguntara. A mi mente empezaron a llegar recuerdos horribles de cuando estaba en Washington, y se me hizo un nudo en el estómago: oí a mi madre gritándome, diciéndome que yo había sido un error y que no debería haber nacido. No quería hablar de ello.

- Problemas familiares – aunque con un hilo de voz, fui tajante.

Ryan pareció entender que no tenía ganas de contarle más detalles, así que no me los pidió. Se le notaba muy avergonzado, no sabía dónde meterse. Me sentí fatal. Al fin y al cabo, él no tenía la culpa. Traté de quitarle hierro al asunto.

- Oye, ¿me puedes llevar al instituto? Mañana quiero intentar ir por mi propio pie.

Por un instante me miró confundido, pero en seguida recuperó la sonrisa.

- De acuerdo. Pagamos la cuenta y nos vamos.

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