miércoles, 18 de enero de 2012

El chico perfecto X.

Yo debería estar estudiando ahora mismo... Si suspendo, será culpa suya. 
Bah, ¿a quién quiero engañar? No tenía intención de estudiar de todas formas...

Mi primer mes en Reed River fue, francamente, muchísimo mejor de lo que me esperaba. El día que llegué me imaginé a mí mismo dándome cabezazos contra las paredes lamentando ser el tío más infeliz de los Estados Unidos, y la verdad, acabé adaptándome mucho más rápido de lo que en un principio me había figurado. Sí es cierto que, aun así, había muchos detalles que no me gustaban de Reed River, como que dos de cada tres días estuviera nublado, que casi todas las tiendas cerraban a las seis y media, o que la conexión a Internet fuera pésima. Y, por supuesto, eran aún más las cosas que echaba de menos de Washington: echaban muchísimo en falta a mis hermanas, a mis amigos, pero sobre todo a Andrea. Ella era realmente la única cosa por la que me arrepentía de haberme marchado. Nunca habíamos estado separados tanto tiempo, y durante esos días la necesité más que nunca. Hablábamos por teléfono siempre que podíamos, y si no, nos mandábamos mensajes o charlábamos un rato por Skype. Pero para mí eso no era suficiente. Echaba tanto de menos detalles tan absurdos como el olor a frutas de su champú o el del suavizante para la ropa; echaba de menos tocarla, abrazarla, besarla… Y sabía que ella también me echaba de menos. Más de lo que pudiera imaginar. Eso me estaba matando por dentro.

La relación con mi padre era estupenda, prácticamente perfecta. No es que antes no lo fuera, todo lo contrario: me encantaba estar con mi padre. Él era mi vía de escape de una vida que me estaba destruyendo, física y mentalmente, y me daba muchísima rabia no poder pasar más tiempo con él. Dos fines de semana al mes no me cundían en absoluto. Y ahora, después de tantos años anhelando una relación de padre e hijo normal, por fin la tenía. Cualquiera que nos viera juntos quizá pensaría que no había nada de especial en lo que mi padre y yo hacíamos, pero algo tan simple como el esperarle a que llegara del trabajo para cenar juntos y contarnos lo que nos había pasado durante el día era algo que en Washington nunca hice, y ahora que él me estaba dando la oportunidad de poder expresar lo que pensaba o lo que sentía, disfrutaba muchísimo con ello. Él quería pasar tiempo conmigo, y yo con él. Él quería entenderme y formar parte de mi mundo, y yo estaba encantando de que así fuera. Por eso esperaba con tantas ganas los jueves: aprovechando que salía antes de la oficina, íbamos a cenar a una cafetería en la plaza. No eran más que dos hamburguesas de queso con patatas fritas y aros de cebolla, pero era un ratito que teníamos para nosotros solos. Era una costumbre. Y, además de todo eso, no sé exactamente cómo, porque hasta hacía un mes, sólo tenía un hijo un par de días al mes, pero supo perfectamente darme intimidad y tiempo para mí. Supo establecer el límite exacto para que, ni le echara en falta, ni estuviera harto de tenerle encima. No me da vergüenza decir que adoro a mi padre, a pesar del espectáculo que monta todos los sábados en el parque con los niños. Y tampoco me da vergüenza admitir que, como hijo suyo que soy, que me parezco demasiado a él, y que yo también juego de vez en cuando con los chavales.

Luego estaban los amigos de Ryan. Bueno, aunque en realidad debería llamarlos… mis nuevos amigos. A pesar de que al principio tenía verdadero pánico a hacer el ridículo, los chicos me hicieron un hueco enseguida, y casi a los dos días de que Ryan me los presentara, ya era uno más. Jamás me lo habría esperado. Quiero decir, tan deprisa. Algunas tardes quedábamos después del instituto para ir a estudiar juntos a la Iglesia, y los días que no teníamos ganas de estudiar, pasábamos la tarde muerta en la plaza comiendo chucherías, o en casa de alguien, normalmente en casa de Mina, jugando a las cartas o a algún juego de mesa. La madre de Mina tenía muchos, muchísimos, guardados en un armario. Tuve también la suerte de que, al igual que con Ryan, compartíamos muchas aficiones. A los gemelos les gustaban los videojuegos de peleas casi tanto como a mí, aunque discutimos durante varios días sobre qué saga es mejor, si la saga Tekken, o la saga Soul Calibur (Soul Calibur, definitivamente); y Kim, que era la única otaku junto con Ryan, y yo nos pasábamos manga y nos recomendábamos anime el uno al otro. Aparte de eso, la verdad es que se portaron genial conmigo: Mina me consiguió algunos de los libros de texto que necesitaba en un puesto de segunda mano en un mercadillo, y Kim me dejó algunos apuntes que su hermana tenía guardados de cuando estudiaba en el instituto. Cuando me paro a reflexionar sobre la inseguridad y el miedo que tenía de que no les cayera bien, me siento muy estúpido. Eran como una pequeña familia en la que todos se echaban un cable y en la que se esforzaban por hacer que a todos los días se les hicieran más agradables. Conmigo, definitivamente, lo habían conseguido. Habían conseguido que no echara tanto de menos a mis amigos de Washington. Aunque, claro, los chicos son irremplazables, pero digamos que me sentía muy a gusto con mi nueva pandilla.

Pero, si algo tengo que destacar, es lo mucho que Ryan significó para durante esas semanas, desde el primer día. Se había convertido en el pilar maestro de mi vida: me ayudaba a ponerme al día con el temario (¡madre mía, cuántas tardes tuvo que esperar el pobre durante horas hasta que yo entendía las cosas!); íbamos juntos a clase por las mañanas, me acompañó a cada clase hasta que me aprendí la distribución del instituto, me sacaba de casa siempre que empezaba a ponerme nostálgico, me llevaba de tour por el pueblo, ¡y siempre me enseñaba cosas que aún no había visto!; me prestaba todos los CD que le pedía para grabarlos… Sinceramente, las cosas habrían sido muy diferentes si Ryan no hubiese estado ahí. Pasaba mucho tiempo con él, casi tanto tiempo como el que pasaba con Andrea, y la verdad, me gustaba compartir esta clase de cosas con él. Al fin y al cabo, él fue la primera persona que conocí cuando llegué, y supongo que por eso, entre otras muchas cosas, le tenía un cariño especial. Era un tío agradable y optimista, que se preocupaba por los demás y que siempre parecía estar contento. Un tío en el que puedes confiar.

Pero, a pesar de eso, eran muy pocas las cosas que sabía sobre él. Al principio pensé que, al igual que no me hizo ninguna pregunta personal cuando nos conocimos, lo hacía por educación, pero pasó el tiempo y jamás me dio ningún detalle. Más o menos le conocía, pero luego no sabía, por ejemplo, cómo se llamaba su madre, o si le gustaba el fútbol, o si tenía alguna mascota. Ryan nunca hablaba de sí mismo, y creo que por eso a mí tampoco me hizo demasiadas preguntas salvo el día que me interrogó en la cafetería de la plaza. Y, claro, si él no lo hacía, yo no veía del todo correcto el preguntarle por detalles privados.

Y eso me hacía tener aún más interés por él que antes. Tenía demasiada curiosidad por saber qué escondían esos ojos azules y esa sonrisa tan blanca y perfecta.


Una tarde que, tanto la madre de Ryan como mi padre estaban trabajando, decidimos ir a estudiar a su casa. Nos acomodamos en su cuarto, yo en su escritorio, y él encima de la cama, mientras en su ordenador sonaba una lista de reproducción de The Offspring. Al principio me chocó un poco que, siendo Ryan tan reservado para sus cosas, propusiera pasar la tarde allí. Aunque luego comprendí que era un poco absurdo, porque su casa era de lo más normal, o al menos lo que llegué a ver desde el umbral de la entrada hasta su habitación, en el piso de arriba. El salón era amplio y luminoso, con ventanas grandes y cortinas de color azul, y estaba amueblado con piezas de madera oscura y tapicería azul para el sofá y los sillones. El pequeño naranjero que descansaba en una maceta junto a una de las ventanas daba un olor muy agradable a la estancia, a flores y a madera. Un salón corriente y moliente. Entonces, ¿por qué Ryan nunca mencionó nada sobre su casa? Aunque sí es verdad que había algo en aquella habitación que no me terminaba de cuadrar…

La habitación de Ryan también era normal, y eso me decepcionó un poco. Las paredes eran de un verde suave, y no tenía más muebles salvo el escritorio, un armario empotrado, una estantería repleta de libros y latas de metal, una mesita de noche y la cama. Era incluso más mediocre que mi cuarto. Eso sí, el armario era gigantesco. Tuve ganas de abrirlo de par en par y ver si Narnia estaba al otro lado. Estaba todo muy ordenado, demasiado. Los libros estaban perfectamente apilados y ordenados, no sé exactamente con qué criterio, pero lo estaban; todo lo que había sobre su escritorio estaba perfectamente colocado en un lugar estratégico, y la lamparilla de la mesa de noche descansaba milimétricamente en el centro del mueble, junto con un libro de Tolkien. Nunca me imaginé que Ryan fuera tan ordenado y metódico.

- Oye, TJ – me sacó de una de mis fases trascendentales -, ¿cómo llevas los ejercicios de Francés?

- No he empezado. ¿Por qué?

Empezó a toquetearse el piercing con la lengua.

- Por nada. Es que yo no tengo ganas de hacerlos.

Levanté la cabeza de los apuntes de Biología y me giré enarcando las cejas.

- ¿Pretendes que te los deje copiar?

- No estaría mal – se llevó las manos a la nuca y sonrió como si fuera la pregunta más normal del mundo.

Qué sonrisa. Aquellos dientes no podían ser naturales. Eran demasiado blancos y estaban demasiado alineados. Ninguno sobresalía por encima de los demás, y ninguno estaba retraído. Aquella boca era obra del demonio, seguro.

- Ryan, ¿alguna vez has llevado ortodoncia? – pregunté de repente. No me había dado cuenta de lo que había dicho.

- No – ladeó la cabeza -. ¿A qué viene eso?

Bueno, quizás si empiezo preguntándole por la ortodoncia, quizás le entren ganas de hablar y me cuente más cosas. ¿Por qué no?

- Es que me he dado cuenta de que tienes los dientes muy bonitos. Yo llevé aparatos durante algún tiempo y no he conseguido que se me queden así.

Las mejillas de Ryan se iluminaron de forma adorable. Desvió la mirada hacia el libro de Tolkien.

- Pues no lo sé. Nunca he necesitado aparatos, siempre los he tenido así. Pero gracias.

Cuando quise darme cuenta, yo también me había sonrojado un poco. Nunca le había hecho un cumplido así a un tío a la cara. Me sentí raro.

Como no supe qué más decirle por el momento, volví a dirigirme a mi libro de Biología. Segundos más tarde, oí cómo Ryan arrancaba un folio de un cuaderno, y sentí el golpecito de una bola de papel en la espalda.

- ¿Qué haces, Ryan? – inquirí, sin girarme.

- ¿Me vas a dejar los ejercicios de Francés o no?

Me di la vuelta lentamente para que se diera cuenta de mi cara de entre asombro e indignación.

- Tienes un rostro que te lo pisas.

- Te devolveré el favor en carne – entrecerró los ojos y puso voz sexy.

La cara de asombro ganó a la de asco. Le tiré la bola de papel con fuerza, y le di en la cara.

- ¡Te he dicho que no los tengo hechos!

- ¿Pero a qué me los vas a dejar cuando los hagas?

- ¡Háztelos tú, pedazo de vago!

Me sacó la lengua y me dedicó un educado corte de mangas. Puse cara de fingida indignación, y busqué alguna otra cosa que tirarle a la cabeza. Todo lo que había sobre el escritorio era lo suficientemente contundente como para provocarle un traumatismo, así que al final le tiré otra bola de papel arrugado. Él entrecerró los ojos y apretó los labios en actitud desafiante, y como niños, empezamos una guerra de bolas de papel y objetos varios – Ryan me tiró su almohada con tanta fuerza que casi me arranca la cabeza – entre gritos y carcajadas.

La vibración de mi teléfono móvil sobre la madera de la mesa evitó que me lanzara sobre él y le hiciera un placaje. Andrea me había mandado un mensaje de texto. No recuerdo lo que decía exactamente, probablemente que estaba pensando en mí o algo parecido. Tampoco le presté demasiada atención al contenido. Debí de poner cara de idiota enamorado, porque Ryan me hizo burla.

- Uy, ¿tu amorcito te ha mandado un mensaje? – puso voz ñoña y formó un corazón con las manos.

- Pues sí – respondí, tajante.

Parecía que Ryan no se lo esperaba. Ladeó la cabeza y se sentó sobre el borde la cama, expectante, y a la vez confundido.

- ¿En serio? ¿Estás saliendo con alguien?

Le acerqué mi teléfono y señalé el salvapantallas.

- Se llama Andrea. Hace dos años que salimos juntos.

Ryan arrugó la frente. Le echó un vistazo rápido a la foto, apenas un par de segundos, y me devolvió el móvil.

- Es muy guapa. Tiene un pelo precioso – trató de ser amable, pero en su cara aprecié que no tenía ningún interés en absoluto. Hay que estar ciego para no tenerlo.

Me quedé mirando fijamente la foto de Andrea un instante. Una idea genial llegó a mi mente.

- ¿Y tú? – añadí, rápidamente, tratando de ocultar la curiosidad - ¿Tú tienes novia?

Ryan sonrió, pero no sonrió de forma amable y sincera como solía hacerlo. Era una sonrisa torcida, casi diabólica, mostrando todos los dientes. El flequillo le cubría parte de la cara. Me impresionó bastante.

- No. Yo no tengo novia – se pasó la lengua por los labio sin dejar de reírse.

En aquel momento no entendí a qué había venido eso, así que simplemente lo dejé ir. Fingí no darme cuenta.

- Pues es muy raro. Yo pensaba que tú…

Sonó el timbre de llamada de mi móvil. Pulsé instintivamente el botón verde y me llevé el auricular a la oreja, sin comprobar quién llamaba.

- ¿Diga?

- Hola, Thomas.

Un impulso me hizo levantarme de la silla. Todo mi cuerpo se puso tenso, alerta, pero mi mente se había largado a otra parte. Se me aceleró la respiración, y noté cómo una gota de sudor frío me bajaba por la nuca. Lo que quedaba de racionalidad en mi cerebro se debatía entre la estupefacción y el miedo.

De todas las voces que me esperaba oír, ésa era la última. Aguda y enérgica.

- ¿Emma?

- ¡Hola, hermanito!

Mi hermana Emma, la mayor de las dos. Hacía un mes que no sabía nada de ella. Ni de ella ni de Lilly, aunque lo raro habría sido saber algo de ellas. Nunca pensé que me llamaría así, de improvisto.

Un momento, ¿desde dónde me estaba llamando? Miré la pantalla del teléfono y comprobé el número. Era el teléfono fijo de mi casa de Washington. Un escalofrío me recorrió la columna de arriba abajo. Las manos se me tensaron tanto que la que sostenía el móvil estaba empezando a sudar.

- Emma, ¿desde dónde estás llamando? – casi grité, atacado de los nervios.

- No te preocupes, mamá no está en casa ahora – contestó tranquilamente.

Su respuesta me reconfortó. Me relajé y me dejé caer sobre la silla. Respiré hondo un par de veces y me sequé el sudor de la frente y de la nuca. Ryan, que había estado observándome preocupado y sin comprender absolutamente nada, pareció relajarse un poco también.

- ¿Cómo estás, pequeñaja? – pregunté, aún con la respiración un poco entrecortada.

- ¡Incorrecto! ¿Cómo estás tú? Ésa es la pregunta.

Tan vivaracha como siempre. No había cambiado nada. Dejé escapar una sonrisa.

- Estoy bien. Reed River es un sitio guay.

- ¿Más guay que Washington? Lo dudo. ¡Seguro que ni hay McDonald’s!

- Pues no, no hay – me eché a reír -. Pero sí que hay una cafetería donde sirven unas hamburguesas muy buenas.

- ¡Pero no es McDonald’s!

Antes de que pudiera reprocharle, una voz suave, diferente a la de Emma, gritó cerca del teléfono:

- Thomas, ¿cuándo vas a volver? ¡Sin ti todo es más aburrido!

Era mi hermana Lilly.

Se me cayó al alma a los pies. No pude evitar que se me escaparan un par de lágrimas. Ryan se levantó de la cama con gesto de preocupación, pero le hice señas y volvió a sentarse, aunque me seguía observando atentamente.

- Te echamos de menos, Thomas – murmuró Emma -. Pero tampoco es justo que te pidamos que vuelvas.

- ¡Yo sí quiero que vuelva! – replicó Lilly, y Emma la mandó a callar.

Hasta aquella llamada no me había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos a mis enanas. Las extrañaba, pero nunca imaginé que tanto. Echaba de menos a esas dos marañas de pelo castaño corriendo por el pasillo disfrazadas de princesas, gritando a todas horas y llenándome el baño de porquerías de chica. Al principio las detestaba, las odiaba con toda mi alma, porque ellas eran el motivo por el cual yo empecé a odiar mi existencia. Pero, joder, ellas nunca tuvieron la culpa de nada. Se limitaron a quererme y a dejarse querer, a pesar de que sólo compartíamos la mitad de la sangre. Me quisieron, sin más. Y yo también acabé queriéndolas. Mucho, muchísimo.

Escuché un sonido sordo al otro lado del teléfono. Lo oí con una claridad pasmosa. Una cerradura abriéndose, y después de eso, unos tacones.

Esta vez no pude ponerme tenso, no me dio tiempo: me mareé. El estómago me dio un vuelco y la vista se me nubló, como cuando eres miope y no hay suficiente luz. Mi cuerpo empezó a temblar entre sudores fríos, más que fríos, gélidos. Ryan volvió a levantarse, esta vez parecía asustado. Me pregunté qué cara tendría que tener.

Emma enmudeció de repente y su respiración se aceleró. Se había quedado en blanco.

- Emma, cuelga el teléfono – supliqué con un hilo de voz.

Entonces, la oí. Esa voz ronca, indiferente y cortante como una chuchilla. Mi cerebro reprodujo una imagen mental de aquella mujer, tal y como la recordaba: morena, de tez muy pálida, delgada hasta los extremos, con el pelo recogido, los labios pintados de rojo y un conjunto de chaqueta y falda grises. De repente sentí náuseas.

- Emma, ¿con quién hablas?

- Emma, por favor, cuelga el teléfono – las manos me temblaban tanto que una gota de sudor chorreó por todo el móvil hasta caer al suelo.

- Entonces – mi hermana pensó rápido, e intentó sonar tranquila -, ¿me repites qué ejercicios eran? ¿Los de la página setenta y siete?

Ryan se acercó a mí y me puso la mano sobre el hombro. Creo que me preguntó que qué sucedía, pero estaba tan asustado que no me di cuenta de que estaba ahí ni de que me había hablado.

- Vale, gracias, Tanya. Hasta mañana – concluyó mi hermana.

Antes de que Emma pudiera colgar el auricular del todo y terminar la llamada, ella lo agarró. Se hizo el silencio, un silencio interminable, y tuve que hacer un gran esfuerzo para contener la respiración y que no me oyera al otro lado. La falta de aire me hizo empezar a mover la boca como un pez.

Mierda. El fijo de Washington identifica las llamadas.

Emma recibió una sonora bofetada. Creo que hasta Ryan la escuchó, porque se le dilataron las pupilas de puro asombro. Pero ella no se quejó. Yo, por mi parte, tuve que morderme el dedo índice para no gritar. Me estaba dando un ataque de ansiedad.
- Deja en paz a mis hijas – se dirigió a mí con un tan tono despectivo e hiriente que habría hecho llorar a cualquiera. Cerré los ojos y me mordí aún con más fuerza. Acabé sintiendo el sabor metálico de la sangre en la boca. Iba a vomitar – Aléjate de ellas, ¿está claro, desgraciado? ¡Aléjate de mi familia! ¡No pretendas ser parte de ellas porque no lo eres! ¡Nunca lo has sido y nunca lo serás! ¡Púdrete en ese pueblucho de mierda y no vuelvas a llamar a mis hijas, porque juro que te mataré!

Y colgó el teléfono entre gritos.

Mi cuerpo y mi mente se quedaron completamente en blanco, como si me hubieran quitado las pilas. Fui incapaz de reaccionar de ninguna de las maneras. Me quedé allí, plantado, sin mover ni un solo músculo, sudando como un pollo, temblando, y con la mano chorreando sangre.

Estaba aterrorizado. Esa mujer me daba pánico. Verdadero pánico.

Al ver que no reaccionaba, Ryan me cogió por los hombros y me zarandeó. No entendía nada, claro,  nada, y estaba asustado. Le temblaba la voz.

- TJ, ¿quieres decirme qué pasa? 

Se me escapó el teléfono de la mano y la carcasa salió despedida al caer al suelo. Con el golpe, algo estalló dentro de mí. Me cubrí la cara con las manos, y rompí a llorar. Lloré, grité, y pateé la mesilla de noche varias veces.

Ryan chilló y me sujetó por las muñecas.

- ¡TJ, dime qué cojones te pasa! ¡Si no me lo dices no puedo ayudarte!

Traté de zafarme, pero sus manos eran grilletes sobre las mías. Le miré a los ojos, vidriosos de puro nervio, y me vine abajo. Me derrumbé.

- Mi madre – aullé -. Mi madre me da miedo… está loca… mi madre está…

Antes de que pudiera continuar, noté la bilis subir por la garganta. Salí corriendo hacia el baño del primer piso, me incliné sobre el inodoro y vomité. Ryan me siguió y se sentó a mi lado, junto al bidet, y mientras esperaba a que hubiera terminado, me mojó el cuello varias veces. Me habló con la voz más tranquila que pudo y me dio palmaditas en la espalda cuando empecé a reponerme.

Cuando se me pasaron las arcadas y mi estómago volvía a estar en su sitio, me senté en el suelo del cuarto de baño y eché la cabeza hacia atrás, aunque tampoco es que me sintiera mucho mejor. Pero al menos había dejado de llorar. Ryan me acercó un par de pañuelos de papel para limpiarme la boca y el sudor.

Permanecimos en silencio un par de minutos. Ninguno de los dos sabía qué decir. Fue él quien comenzó.

- ¿Estás mejor?

Asentí. Mentira.

- Mira, probablemente sea algo muy personal – murmuró, y se encogió de hombros. Estaba muy avergonzado y no sabía cómo continuar. El flequillo le tapaba la cara -. Entiendo que no quieras hablar de ello, pero... si hacerlo en otro momento te ayuda, pues... bueno, que estoy para lo que sea.

No sé si contárselo iba a hacerme sentir mejor, pero estaba tan hecho polvo que me dio lo mismo.

- Mi madre – empecé, y tuve que aguantarme las ganas de llorar otra vez. Sólo nombrarla era como si me dieran una patada en el estómago – tiene problemas. Nunca lo ha reconocido, pero las personas más cercanas a ella lo sabemos. Mi mad... esa mujer está loca. Fue por ella por lo que me mudé con mi padre. Me estaba haciendo la vida imposible.

Ryan se inclinó hacia delante y abrió mucho los ojos, prestándome la máxima atención.

>> Fue por algo que le pasó cuando era una niña. Ella es la mayor de dos hermanos. Era el ojito derecho de mis abuelos, su niña del alma. Era hija única, y le concedían todos los caprichos y la colmaban de mimos. Era el centro de atención de sus padres, que vivían por y para ella.

Cuando ella tenía once años, nació mi tío Greg. No se lo tomó bien, en absoluto. Mi tío me contó que le dio un ataque tan grande de celos que le duró varios años. Mi abuelo era muy tradicional y siempre había querido tener un hijo varón, así que se volcaron especialmente en mi tío. Además, resultó ser un niño de salud delicada, con lo cual, eso se traducía en más atención y cuidados. Esa mujer no soportaba que no le hicieran caso. Desde hacía tantos años estaba acostumbrada a que lo se le quitara el ojo de encima que la presencia de un hermanito la volvió frenética. Mi abuela trató de explicarle muchas veces que con un bebé en la casa no tenían tanto tiempo como antes para estar con ella, pero no quiso entenderlo. Empezó a buscar maneras cada vez más peligrosas de llamar la atención que gritando, pataleando o llorando: se metía en peleas en el colegio, rompía platos contra las paredes, destrozaba las cortinas... Mis abuelos la regañaban y la castigaban severamente, pero al parecer, eso no era suficiente. Quería ser la única hija en sus vidas. Mis abuelos estaban desesperados.

>> Una tarde en que mis abuelos estaban en la terraza, cuando mi tío Greg estaba empezando a caminar, mi madre lo empujó escaleras abajo. En realidad no se hizo demasiado daño, salvo por un par de hematomas y una herida superficial en la frente. Pero cuando mis abuelos corrieron al oír el golpe, mi abuelo entró en cólera. La molió a palos. Según mi tío, realmente no quería hacerle daño, pero el estrés de cuidar a un niño pequeño, la impresión de ver a su hijo de dos años lleno de moratones y chorreando sangre y la ansiedad que le provocaba aquella niña caprichosa y malcriada le hicieron estallar como un cartucho de dinamita. Supo darse cuenta de lo que estaba haciendo, y se arrepintió enseguida. Fue él mismo quien la cogió en brazos y salió corriendo al hospital después de mi abuela, que llevaba a mi tío. Lo primero que le dijo a ella cuando se la encontró en urgencia fue: “He hecho algo horrible”.

>> Mi abuela dejó a mi madre unas semanas en casa de un tío suyo. Supuso que la niña estaría en estado de shock después de la paliza que le había dado su propio padre, y mi abuelo no se veía con fuerzas de mirarla a los ojos. Al cabo de unos días, volvió a casa. Mi abuelo echó a llorar cuando la vio y le pidió perdón cientos de veces. Estaba realmente arrepentido.

Mi madre, sin embargo, se limitó a encogerse de hombros. Su cara se había vuelto una máscara inalterable que no mostró emoción alguna. Le echó una mirada a mi abuelo y subió a su habitación.

>> Desde entonces, mi madre cambió por completo. Apenas hablaba o se relacionaba con sus padres o con su hermano. Todo a su alrededor le era totalmente indiferente. Mis abuelos pensaron que sería a causa del shock y que, con el tiempo, lo superaría. Pero, aunque mi abuelo le pidió perdón todos los días, ella siguió sin mediar palabra. A los 16 años, se fue de casa.

>> Mi padre y mi madre se casaron jóvenes. Mi padre me contó que, mientras eran novios, era una chica completamente normal, agradable y risueña. Todo lo contrario que cuando era adolescente. Alguna vez le contó lo que le había pasado de pequeña, pero lo hizo como si fuera una anécdota. Le dijo que su relación con su padre era buena. Distante, pero buena. Por eso a mi padre le extrañó que no invitara a sus padres ni a su hermano a la boda.

>> Unos años después nací yo. Mi madre fue la única que no se alegró de que viniera al mundo. Le dijo a mi padre que quería una niña. Él le dijo que no importaba, que al fin y al cabo se trataba de su primogénito, y que fuese niño o niña, lo iban a querer igual. Mi madre no estaba del todo convencida.

Aguantó a regañadientes hasta que dejó de darme el pecho. Cuando empecé más o menos a valerme por mí mismo, en cierto sentido, mi madre se desentendió de mí. No me dirigía la palabra, ni siquiera me miraba. Fue mi padre quien se ocupaba de darme de comer, de sacarme a pasear y de jugar conmigo. Más de una vez fui a buscarla, reclamando su atención, pero lo único que conseguí de ella fue un gruñido. Sólo tenía a mi padre, y cuando se iba a trabajar, me sentía realmente solo.

>> Cuando tenía cinco años, mi padre descubrió que mi madre le estaba siendo infiel. Fue una época horrorosa. Recuerdo gritos, gritos y muchos reproches. A mi madre le daba igual que yo estuviera delante mientras discutían.

Lo que recuerdo con claridad fue el motivo por el cual mi madre se estaba acostando con otro hombre. “Yo no quiero un niño. Odio a ese niño. Quiero una niña. Y si tú no me la das, me buscaré otra manera”, gritó. Jamás lo olvidaré. ¿Qué puede pensar un niño de cinco años cuando oyes de tu propia madre que te odia? En aquel momento era demasiado pequeño para entenderlo, pero aunque no se lo dijo directamente, mi padre sabía que era porque le recordaba a su hermano. Yo sólo pude echarme a llorar, nunca antes había llorado tantísimo. Mi padre me cogió en brazos y nos fuimos unos días a casa de mis abuelos paternos. “Llévatelo de aquí, estoy hasta los cojones de oírlo llorar todo el día”, dijo cuando la puerta se cerró. La muy puta.

Pasaron unos días y mi padre le pidió el divorcio. También le pidió mi custodia. Ella apenas puso pegas. Firmó todo lo que mi padre le dio y dejó que se llevara todas sus cosas. Mi padre y yo tuvimos muy mala suerte: le denegaron la custodia completa. Sólo podía llevarme consigo dos fines de semana al mes. No sé de dónde se sacó el juez esa bobada. A día de hoy, sigo cagándome en los muertos del tío que dictó sentencia.

>> Al año siguiente, mi madre seguía soltera, y nacieron mis hermanas. El tío con el que acostaba la había dejado embarazada, y se desentendió de los bebés. Pero a mi madre le daba igual. Tenía lo que siempre había querido: una niña. O más bien, dos.

Si antes me ignoraba, desde que nacieron Emma y Lilly era como si no existiera para mi madre. Del mismo modo que sus padres hicieron con ella, se dedicó en cuerpo y alma a mis hermanas. A veces se olvidaba de que tenía que prepararme el almuerzo o que tenía que comprarme materiales para el colegio. Tenía que quitarle dinero del monedero a escondidas, y luego venían los gritos, las broncas y los reproches.

Recuerdo perfectamente la primera bofetada que me dio. Fue el día de mi octavo cumpleaños. Había comprado una galleta enorme. Pensé que era mi regalo de cumpleaños, así que me la comí. Cuando fui a darle las gracias, me pegó tan fuerte que caí al suelo. “¡Esa galleta la había comprado para tus hermanas, idiota!”, me chilló.

>> Desde aquel día se sucedieron los gritos y las bofetadas. Todo lo que hacía le parecía mal. Era como si yo le molestase. “¡Pon la ropa sucia a lavar de una puñetera vez!” o “¡No toques mis cosas!” eran pesquisas más que habituales. Cuando empecé la Secundaria me propuse sacar unas notas excelentes para poder ir a la universidad y que así mi madre se sintiera algo más orgullosa de mí. Cada vez que llegaba a casa con un sobresaliente, era como si hubiese entrado una ráfaga de aire por una ventana abierta. Ahora, si llevaba un suspenso, me ganaba una buena ostia.

Aquella casa era un infierno. Mis únicas vías de escape eran mis amigos, mi novia, los fines de semana aquí, con mi padre, y mis hermanas, cuando mi madre no estaba en casa. Ellas eran muy pequeñas para entender por qué mi madre me gritaba tanto y por qué no les dejaba hablar conmigo, pero de algún modo sabían que yo necesitaba cariño. Por eso, cuando mi madre se iba, venían corriendo a mi habitación y me pedían jugar a princesas. Admito que al principio me causaban verdadero asco, las odiaba. Pero, cuando me di cuenta de que, cuando oían las llaves de mi madre salían corriendo para que no me regañara, empecé a quererlas y a apreciar lo que estaban haciendo.

>> Una noche me atreví a hacerle una pregunta, aprovechando que estaba totalmente concentrada en un programa de cotilleos de la tele. Estaba aterrorizado por lo que pudiera decirme o hacerme. Le pregunté por qué seguía haciéndose cargo de mí. Sin apartar la vista del televisor y sin mostrar un ápice de nada, respondió:

- Porque legalmente estoy obligada a hacerlo. Sin no te gusta, vete de casa.

No sé lo que se siente cuando te atraviesan el corazón con un cuchillo, pero creo que es algo parecido a lo que yo sentí esa tarde. ¿Cómo puede decirle eso una madre a su propio hijo? Exploté. Me dieron ganas de golpearle la cabeza contra la pared, de patearla y de arrancarle las entrañas. Sin embargo, estúpido de mí, no lo hice. Me enzarcé con ella en una discusión a gritos que acabó en una bofetada que me hizo sangrar. Me había golpeado la nariz con un anillo. Antes de que pudiera arrepentirme de mis actos, salí de casa y eché a correr por todo Washington. Recorrí calles en las que jamás había estado. No sabía adónde estaba yendo, pero sólo sabía que quería correr y sacar todo lo que tenía dentro. Por era la primera vez en mi vida que tuve ganas de morirme.

Al final, llegué a lo alto de una colina a las afueras de la ciudad. Estaba agotado, mareado y confundido. No sé si fue por impulso, pero estando allí, observando la ciudad de noche, saqué el móvil y llamé a mi padre. Le supliqué entre gritos y lágrimas que me sacara de aquella casa.

>> Mi padre denunció a mi madre al Tribunal de Menores y, tras mucho batallar, acabó consiguiendo mi custodia completa. Me ofreció irme con él a Reed River. Yo, por supuesto, acepté sin pensármelo y sin pararme a evaluar las consecuencias. Pero es que me daba igual. Si eso significaba alejarme de aquella mujer, podría irme al Polo Norte.

El día que mi padre se lo dijo a mi madre, mis hermanas estuvieron llorando durante horas. Ella, sin embargo, se limitó a encogerse de hombros. Recogí todas mis cosas, hice las maletas, me despedí de mis hermanas y me fui. Lo último que le dije a mi madre fue “Adiós, mamá”, sin más. Ella contestó, encendiéndose un cigarro y dándose media vuelta:

- Tú no eres hijo mío. Y no vuelvas por aquí. Púdrete.

Me di cuenta de que me temblaba la voz por cómo me estaba aguantando las ganas de llorar. Pero, a pesar de todo, después de soltarlo, sí que me sentía algo mejor. Me sequé las pocas lágrimas que lograron escapar.

- Y eso es lo que pasa – concluí -. Me fui de Washington porque... en fin, mi vida era un jodido infierno allí. Mi hermana me llamó y mi madre nos ha pillado. Me... me asusté, eso es todo.

Me di cuenta de que Ryan no me estaba prestando atención. Estaba mirando el suelo, con los brazos abrazándose las rodillas. Le llamé y le toqué un hombro. Cuando alzó la cabeza, vi que estaba llorando. Llorando. Nunca pensé que vería a Ryan llorar. Es más, no pensé que Ryan fuera de esas personas que se emocionan.

Sin embargo, verle ahí, sentado en el suelo del baño, con esos ojos tan azules bañados en lágrimas, me hizo feliz. Jamás pensé que un tío al que apenas conocía de hace un mes iba a acabar llorando por mí. Ryan... Ryan era una bendición de niño. Era más de lo que podía esperar de cualquier ser humano.

- Ryan... – sollocé.

Se secó las lágrimas con el dorso de la mano, manchado de sangre de cuando me había cogido de las muñecas.

- ¡Joder, es que no sé qué decir!

- Pues no digas nada – acabé llorando otra vez.

Ryan hizo algo que no me esperaba: me abrazó. Me abrazó con mucha fuerza, aplastándome contra su cuerpo, y hundió la cara sobre mi hombro. Me derrumbé del todo e hice lo mismo. Le pasé los brazos por la espalda y agarré con fuerza la tela de su camiseta y me hinché a llorar. Lo agarré con ganas, no quería soltarme. Por momentos me sentí seguro entre sus brazos, aunque fuera sentados en el suelo del cuarto de baño. Quería quedarme allí, abrazado a él hasta que los dos dejáramos de llorar. Él paró enseguida, pero tampoco me soltó, y yo acurruqué la cara en el hueco entre su hombro y su cuello. Traté de sollozar un momento e intenté concentrarme en su olor. Olía a desodorante y a suavizante para la ropa. También identifiqué su olor corporal, aunque no supe asemejarlo a ninguna fragancia concreta. Olía como a avellanas. Cuando quise darme cuenta, había dejado de llorar por completo, y suspiré, reconfortado.

Un momento. Un momento, un momento, un momento. 

¿Qué... demonios estaba haciendo?

3 comentarios:

  1. Por Dios de mi vida Rie, este es el mejor capítulo sin ningún tipo de duda.

    Hasta a mi me han dado ganas de llorar como Rayan al oír el relato de TJ.

    ¡Estudia!


    PD: La madre de TJ es una grandísima zorra.

    ResponderEliminar
  2. Comparto la idea de Adso, el mejor sin lugar a dudas. Cada vez me gusta más Ryan XD
    Sigue así Rie, seguro que nos tienes muchos secretos guardados para estos personajes que pueden dar tanto.

    Besos :333

    ResponderEliminar
  3. Esta increibleeeeee!! yo tambien escribo, tengo un blog =3 es este http://nuncadejarelaesperanza.blogspot.com/

    bueno..espero k te guste...ciaooo!! ah! por cierto ESTUDIAAAAAA! ^^

    ResponderEliminar

¡Vamos, es gratis y no duele!


¡Gracias por leer hasta el final! ♥