sábado, 31 de marzo de 2012

Ésa es la palabra.


En mi feliz mundo de la piruleta, las personas no te decepcionan.
Por eso no me gusta vivir en el mundo real.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Episodio narcisista de marzo.


Nunca me he considerado una persona especialmente atractiva.
De hecho, hace un par de años, en esas edades en las que piensas las cosas más ilógicas y absurdas, conocidas como la adolescencia, me odiaba.
Detestaba no llegar al metro y medio, y ser el blanco de las burlas de mis compañeras.
Detestaba mi pelo fino, encrespado y sin forma.
Detestaba ser plana como una tabla de surf.
Detestaba mi inevitable acné.
Detestaba mi culo respingón, como el de las avestruces.
Detestaba tener las piernas definidas y torneadas por el deporte, casi como las de un futbolista.
Odiaba mi cuerpo y me sentía un bicho feo. No era bonita, y tampoco podía hacer nada para intentar arreglarlo. No podía maquillarme debido al (inservible) tratamiento anti-acné que seguía. Aparte de eso, no sabía maquillarme. No podía llevar el pelo suelo porque se me encrespaba a la mínima y parecía Mufasa. No podía ponerme faldas ni pantalones apretados porque resaltaba la turgencia de mis piernas y de mi enorme trasero.
No me gustaba, y no quería que nadie me mirara más de la cuenta. No quería sentirme más fea de lo que me sentía. Así que, en un momento de lucidez, decidí que lo mejor sería vestirme de negro. Pensé que, de negro, no destacaría, y si no destacaba, nadie se fijaría en mí. Pasé tristemente más de tres años de mi vida vistiendo con camisetas negras y vaqueros zarrapastrosos. 
Pero un día me miré al espejo y me pregunté: "Oye, sí que puedo pintarme los ojos. ¿Qué tal me quedaría?". Le robé un lápiz de ojos a mi hermana y, torpemente, me pinté la línea interior del párpado inferior, y luego el del superior. Me volví a mirar al espejo y me di cuenta de algo que hasta ahora no había visto: tenía unos ojos bonitos. Son de un mediocre marrón oscuro, pero me sorprendió el efecto que daban las líneas negras a la forma almendrada de mis ojos. 
Me gustó. Por primera vez vi algo en mí que me gustaba.
Llevé los ojos delineados al instituto al día siguiente, y muchos me dijeron: "¡Te has maquillado! ¡Te sienta bien el cambio!". No sé si lo decían por quedar bien, pero me lo creí. Pensé que me vendría bien un cambio. Un cambio que me ayudara a verme mejor y a quererme un poco más.
Desterré la ropa negra de mi hermana y poco a poco fui incorporando colores más alegres, como el rojo, el amarillo, el naranja o el verde. Descubrí que me sentía más a gusto con colores chillones. En cierta manera, me hacían sentir de mejor humor. También descubrí que me gustaban los gorros de lana, las bufandas y pintarme las uñas de colores imposible, como verde Miku o amarillo subrayador. 
Al final, incluso, dejé de maquillarme. Me sentía tan bien que no me hacía falta.
El caso no es el cómo me vistiera, sino el cómo llegué a quererme y a aceptarme tal y como soy. No puedo cambiar cosas como mi baja estatura o mi poco pecho. Tengo que vivir con ello, y para eso, o lo aceptas, o estás jodido.
Y ahora sigo midiendo menos de un metro y medio, sigo estando plana, sigo teniendo el pelo finísimo y sigo teniendo las piernas fuertes. Pero ahora no lo veo como algo por lo que avergonzarme. Mi metro y medio forma parte de mi personalidad, el remolino que se me forma en el flequillo es parte de mi identidad, y qué cojones, lo digo bien claro, me encantan mis piernas, y más cuando me pongo botas de tacón. Tengo unas piernas cojonudas.
Y si un día quiero vestirme con unos pantalones rojos y una camiseta de chico, me visto. Y si al siguiente me quiero poner una falda y sandalias, pues también. Y si me quiero poner mi gorrito panda de lana, me pongo mi gorrito panda de lana.
Porque ahora, cada mañana, me miro al espejo y me digo: "Qué guapa me veo hoy".
No soy la mujer más atractiva del mundo. Pero, si no te quieres tú, ¿quién te va a querer?

sábado, 10 de marzo de 2012

"... copiosa y sinceramente..."



Advertencia. Muchos me lo han preguntado: esto es un one-shot que hice por el cumpleaños de Adso, no es la continuación lineal de El chico perfecto. ¿O es que no se han dado cuenta de que no hay ninguna coherencia entre el capítulo anterior y este extracto? El yaoi oficial tendrá que esperar.

- Dime, si pudieras tener superpoderes, ¿qué desearías tener?

La pregunta de Ryan fue tan aleatoria y repentina que me sacó de mi estado de abstracción absoluta. Pausé la partida de Metal Gear Solid y me giré para mirarlo. Hasta hacía unos segundos estaba tumbado en la cama sobre un costado, apoyado sobre el codo, leyendo un libro enorme. El nombre de la rosa, de Umberto Eco. Con ésta, ya eran tres veces las que se lo había leído. Ahora estaba sentado al borde de la cama, con la barbilla apoyada en las manos, jugueteando con el piercing.

- ¿Qué has dicho?

- Si fueras un superhéroe, ¿a quién elegirías?

Todavía estaba intentando digerir la pregunta, así que contesté lo primero que se me vino a la cabeza, encogiéndome de hombros.

- Ni idea. Batman, supongo.

Ryan me echó una mirada furtiva, como si le hubiese jurado que Kurt Cobain era el vocalista de Bee Gees.

- Batman no tiene superpoderes – escupió.

- ¡Oh, perdona, gran sabio maestro de Marvel! – levanté las manos y puse los ojos en blanco.

- Y Batman es de DC, no de Marvel, ignorante – me habló despacio, como si fuera idiota.

Le dediqué un insulto precioso y le lancé lo primero que agarré, una botella de refresco vacía. Mi habitual falta de puntería hizo que la cogiera en plena trayectoria, y la botella impactó en mi cabeza en su recorrido de vuelta. Ryan se echó a reír con el sonido hueco del plástico contra mi cráneo.

- No, ahora en serio, ¿qué poder te gustaría tener?

- Pues no lo sé… cuando era pequeño siempre quise ser como Superman.

- ¿Para llevar los calzoncillos por fuera de los pantalones? – lanzó un grito de fingida estupefacción.

Ignoré su comentario.

- Supongo que debe de ser guay poder volar y verlo todo tan pequeño e insignificante bajo tus pies.

Ryan asintió lentamente,  y su expresión se relajó. Parecía estar pensando en algo.

- ¿Y tú? – pregunté, incómodo por su silencio -. ¿Qué te gustaría poder hacer?

Ryan sonrió tímidamente y se llevó las manos detrás de la cabeza.

- Te parecerá una tontería, pero me gustaría tener algún poder que nadie más tuviera – me incliné hacia delante, prestándole toda mi atención. Durante una décima de segundo, Ryan pareció sentirse algo abrumado por mi interés -. Me gustaría tener el don de ayudar a las personas. Ya sabes, poder curar la ceguera, la diabetes, o el cáncer.

Ésa era una de las cosas más tiernas que había escuchado de los labios de Ryan.

- Vaya. Lo de ser médico es una vocación, ¿eh? – le dediqué una sonrisa.

- Siempre he creído que todas las personas vienen al mundo por un motivo, y yo siento que he venido a éste para ayudar a las personas. Por eso quiero ser médico.

- ¿Incluso… a las malas personas?

Ryan me miró a los ojos, sorprendido por mi pregunta. Yo mismo me sorprendí también. No sé por qué la hice, aquello no era más que una reflexión para mis adentros. Pensé en Kate y en todos esos individuos a los que Ryan no merecía ayudar.

Pestañeó un par de veces, razonando su respuesta, y entonces contestó despacio, parándose a pensar en cada una de las palabras que quería pronunciar:

- Todas las personas, sean buenas o malas, deberían ser salvadas. Si alguien se está muriendo, se merece tener una última oportunidad. Además – se apartó el flequillo de la frente, resoplando. Me di cuenta, con la cara despejada, de que estaba ligeramente ruborizado. Qué mono -, me gustaría creer que, si en algún momento de mi vida, ayudo a un asesino, a un violador, o a un maltratador, éste podría replantearse su vida. Quiero decir, que a lo mejor podría darle qué pensar.

No me refería a esa clase de malas personas, pero el caso es que la forma de pensar de Ryan con respecto a lo que quería ser – lo que queríamos ser los dos –, aunque demasiado optimista, era muy dulce y altruista. A pesar de que muchas veces se las daba de tío duro, irónico e inaguantable.

Me dio muchísima envidia. Ésa era la actitud que yo quería para mí, y que me era imposible tener.

- Seguro que piensas que es una chorrada – susurró, regañándose a sí mismo.

- Todo lo contrario – escupí las palabras sin pararme a pensarlas antes. Me abracé las rodillas y apoyé la barbilla en ellas -. Me parece algo admirable.

Ladeó la cabeza sin comprender, como un pájaro.

- Si te soy sincero, siempre he tenido celos de esa parte de ti. Tienes la virtud de dar a los demás sin esperar nada a cambio. Yo, sin embargo – me rasqué la mejilla, como siempre hacía cuando me sentía avergonzado – soy incapaz de pensar en alguien si no es pensando en mí antes.

Ryan abrió los ojos como un búho.

- ¿Pero qué estás diciendo, TJ? Yo no creo que seas un egoísta, tal y como tú lo pintas.

- Pues lo soy – pensé en cuando me vine a Reed River, y me sentí mal conmigo mismo, por haber dejado allí tantas cosas y a tantas personas sin pararme a pensar en si alguien me echaría de menos. Me molestó tener que admitirlo en alto -. Quizás tú no te des cuenta, pero pienso así.

Permanecimos en silencio unos segundos, y entonces Ryan se echó a reír. No entendí dónde estaba la gracia.

- Es curioso – dijo, y dio un golpecito sobre la colcha, indicándome que me sentara a su lado. Me levanté del suelo y le acompañé -. Yo también te tengo un poco de envidia por eso.

Mi cara era de un escepticismo total.  ¿Envidia de qué? ¿De pensar en tu ombligo antes que en otras personas?

- Eso no tiene ningún sentido.

- Tú piensas que pensar en los demás antes que en ti mismo es una virtud – alegó, clavándome la mirada -. Pero yo creo que puede llegar a ser un defecto. A veces me gustaría aprender a ser un poco más egoísta.

- ¿En serio? – seguía sin entender a dónde quería llegar -. Pues por tu actitud, y no te ofendas, no lo parece.

- ¿Te refieres a por qué me comporto con un capullo integral? – me leyó el pensamiento -. En un país como Estados Unidos, guardar las apariencias es vital si quieres sobrevivir.

- Pues eso no es justo – le coloqué un mechón de pelo detrás de la oreja, y él sonrió tímidamente.

- Y a mí tampoco me gusta, pero nadie ha dicho que fuera justo.
Ryan suspiró sonoramente, se estiró como un gato y apoyó la cabeza sobre mi hombro, haciéndose un hueco entre mi mandíbula y mi cuello. El aroma mentolado de su champú me golpeó la nariz. Sin que se diera cuenta, aspiré profundamente el olor fresco de su pelo, rubio y suave, llenándome los pulmones de frescor herbáceo.
- De verdad, Ryan, de lo bueno que eres, a veces eres tonto – le acaricié el vello de la nuca con los dedos.

- ¿Eso es un cumplido o un insulto? – sus hombros se relajaron, y noté que la piel se le erizaba bajo mis dedos.

- Te estoy comparando con un gran danés. Tómatelo como quieras.

Por unos momentos nos olvidamos del resto del universo y permanecimos sentados juntos sobre la cama, disfrutando del silencio y de la tranquilidad. Estuve haciéndole cosquillas en el pelo durante un buen rato. Aunque no podía verle la cara, sabía que le estaba gustando: tenía todos los músculos relajados, y cada vez notaba más peso sobre el hombro en el que estaba apoyado.

Hizo algo que no me esperaba. Giró la cabeza, y noté sus labios tiernos y suaves sobre mi cuello. Sentí frío allí donde su piercing rozó mi piel, y me estremecí con el contacto. Me besó suavemente una, dos, y tres veces. Respiré hondo, totalmente complacido y disfrutando del cosquilleo de sus labios.

Entonces, como si lo estuviera viendo de frente, sentí cómo su boca se torcía en una media sonrisa, esa clase de sonrisas que ponen los niños malos cuando iban a hacer una trastada. El tacto helado del acero del piercing se movió con su boca, y, sin venir a cuento, resiguió la línea desde mi hombro hasta la parte baja de mi mandíbula con la punta de la lengua, y me mordisqueó el lóbulo con los labios.

Se me pusieron los pelos de punta. Todos y cada uno de ellos. El calor me subió a los pómulos, y no precisamente porque hiciera calor.

Ryan se inclinó sobre mí, y yo tuve el impulso involuntario de retirarme un poco hacia atrás. Sus ojos, azules y cristalinos, estaban fijos en los míos. Tenía las pupilas dilatadas.

- ¿Qué pasa? – se mordió el labio -. ¿Te pongo nervioso?

- No… - respondí, titubeante. Mentira. Claro que me ponía nervioso, pero no iba a admitirlo.

Se inclinó un poco más sobre mí, extendiendo los brazos, colocando las manos sobre la cama. Me tenía prácticamente atrapado entre sus brazos. Estaba muy, muy cerca. Su aliento caliente rozó mis labios.

- Si quieres que te deje tranquilo, no tienes más que admitirlo – susurró.

Escaneé a Ryan de arriba abajo. Su pelo dorado, sus ojos, azules como el mar; su tez pálida, su sonrisa burlona, sus hombros fuertes, los músculos de su torso, marcados bajo su camiseta verde… me estaba poniendo malo.

- A lo mejor – me atreví a decir. Mi voz tembló como la de una adolescente en celo, y me sentí estúpido -, si no lo he admitido es porque no quiero que me dejes tranquilo.

Se echó ligeramente hacia atrás, contemplándome con los ojos abiertos como platos. La frase que acababa de soltar no era propia de mí, debía de estar pensando. Yo también lo pensaba, pero la verdad es que me salió sola. Me lo había puesto en bandeja, además.

Ryan cerró los ojos, satisfecho por lo que había oído, y su boca se torció en una sonrisa perversa. Y se abalanzó sobre mí.

Algo estalló dentro de nosotros, como un fogón de gas al encenderse. Me besó, hambriento y desesperado, rozando con insistencia el piercing contra mis labios. Por un momento pensé que me los iba a arrancar. Me dejé caer sobra la almohada, con Ryan echando todo su peso sobre mi cuerpo. Mis manos buscaron su espalda bajo la ropa, y mis dedos recorriendo una a una las vértebras de su columna. Luego descendieron hasta sus nalgas, prietas y redondeadas, bajo la tela de los vaqueros.  Apreté con fuerza. Ryan dio un respingo, dejando escapar un gemido suave de satisfacción. Me gimió en la boca y me mordió el labio inferior. Una parte de mi cerebro se quejó por el dolor, pero a la otra le había gustado. Y mucho.
Sí que me ponía nervioso. Muy nervioso.

Ryan se incorporó para quitarse la camiseta. Al hacerlo se despeinó, y sacudió la cabeza para que los mechones rebeldes volvieran a su sitio. Parecía un cachorrito de labrador recién bañado.  Le observé allá arriba, con el pecho desnudo. Su piel era blanca y suave, los vasos sanguíneos se dejaban ver sin dificultad, como pequeñas enredaderas, en los brazos y bajo las clavículas. Sus músculos, definidos y torneados, ocupaban su lugar en una composición armoniosa en su cuerpo, como un cuadro: las líneas duras de sus pectorales, los huecos de sus abdominales, la redondez y la turgencia de sus bíceps… Ryan no era un tipo excesivamente fuerte ni demasiado musculoso. Todo lo contrario, era delgado, casi menudo, pero el lacrosse había esculpido en su torso y sus brazos formas y líneas que yo, personalmente, encontraba hipnóticas.
Y más allá de eso, me fijé en los pequeños detalles del pecho de Ryan que hacían que me volviera frenético cuando se quitaba la camiseta. Por un lado, el lunar que tenía bajo la clavícula derecha. No era nada especial, solamente era una peca corriente, pero era la única que tenía en el pecho. Era el típico lunar que se podría describir como… ¿sexy?

Y por otro, el tatuaje. El código de barras que llevaba impreso en el costado izquierdo. Era la marca de identidad de Ryan, era su marca. Busca a otra persona que tenga esta numeración, me había dicho la primera vez que le pregunté por él. No encontrarás a nadie más.

Desde luego  que no.

No me había percatado de que me había quedando mirándolo y babeando. Volví en mí, y él me observaba, con una media sonrisa:

- ¿Disfrutando de las vistas?

Hice como que no le escuché, y yo también me incorporé. Mi boca aterrizó sobre sus labios, y mi lengua se enredó con la suya.  Recorrí con los dedos todas las líneas de su pecho desnudo, sintiendo cómo el vello se le erizaba allá por donde mis manos trazaban formas imaginarias.

De repente sentí presión en los muslos. Me di cuenta de que Ryan estaba sentado a horcajadas sobre mí, y yo estaba perfectamente encajado bajo sus caderas. Estaba apretando con las piernas. Tenía los muslos condenadamente fuertes, al igual que los gemelos. Los efectos de ser uno de los delanteros del equipo, supuse. El que más corre, más fuertes tiene las piernas.

Me sujetó la barbilla con la mano y me apartó la cara, y ambos aprovechamos para coger un poco de aire. A veces se me olvidaba que tenía que respirar cuando le besaba. Intenté girar la cabeza hacia él de nuevo, pero Ryan volvió a ladearme la cara, y sus dientes se hundieron en mi cuello. Ahogué un grito que no supe identificar si era de excitación o de dolor. La lengua de Ryan dibujaba figuras asimétricas en mi piel,  y a mí se me estaba haciendo muy difícil permanecer callado. Su madre estaba en el piso inferior, viendo la televisión, y no me apetecía que me oyera gemir mientras su hijo, no me besaba el cuello, me lo devoraba. Me mordí el labio con fuerza y cerré los puños, arrugando las sábanas. Noté como la boca de Ryan empezaba a succionar, y sentí enseguida cómo la sangre empezaba a acumularse bajo mi piel, allá donde sus labios bailaban en mi cuello. Me iba a ser imposible esconder el moratón, pensé.

Ryan metió las manos bajo mi camisa y hábilmente me la sacó por los brazos. Me echó sobre la cama, y él se postró sobre mí, mirándome a los ojos, encendido y relamiéndose. Inclinó la cabeza sobre mí, y recorrió con la punta de la lengua mi pecho desnudo, como si pintara sobre un lienzo. Cerré los ojos, apreté los labios y respiré hondo. De verdad, me estaba costando horrores aguantar en silencio, y él tampoco me lo ponía fácil. Escuché o al menos me pareció escuchar, un débil sonido de tela rasgándose. Al final acabé rompiendo la sábana.

Entonces, su boca alcanzó uno de mis pezones, y me mordisqueó con los labios. Esta vez ya no pude reprimirme, y gemí su nombre. Le gustó, vaya que si le gustó escucharlo. Se le erizó el vello de la espalda y se irguió, como un gato que está a punto de lanzarse contra su presa. Me recorrió el torso con la lengua y los dedos, pellizcándome y mordiéndome los pezones, provocándome. Y lo estaba consiguiendo: me estaba poniendo enfermo.

Hundí los dedos sobre su espalda, y un quejido escapó de entre sus labios. Se incorporó un poco sobre mí y me clavó la mirada.

- Vamos, TJ, dilo otra vez.

Y una de sus manos se deslizó con rapidez bajo mis pantalones y mi ropa interior, agarrándome con fuerza. Jadeé su nombre, gritando. Estaba empezando a respirar con dificultad.

- ¡Ryan…!

 Se mordió el labio, más que satisfecho, riéndose para sí mismo. Se inclinó sobre mí, muy cerca de la boca, y susurró:

- Buen chico.
Y me dio un lengüetazo desde la barbilla hasta la nariz. Volví a gemir. La madre de Ryan debía de estar horrorizada.

Entonces, hizo algo insólito. Se levantó, quedándose de rodillas sobre el colchón, y se escurrió hacia los pies de la cama, como una serpiente, apoyando los pies en el suelo. Había conocido a muchas personas que hacían cosas absurdas, pero guays, como tocarse la nariz con la lengua o lamerse el codo. Pero nunca había conocido a nadie que fuera capaz de abrir unos vaqueros con la boca. Nunca, y menos de esa forma, como si lo hubiera hecho mil veces, sacando el botón con los dientes y bajando la cremallera con los labios, con un ágil movimiento de cuello. Todo eso mientras te miraba fijamente a los ojos, diciéndote con la mirada: “Ahora te vas a enterar”. Terminó de quitarme los pantalones con las manos, y allí me quedé yo, tumbado boca arriba sobre la cama, sintiéndome desnudo. La verdad es que llevaba unos calzoncillos azules bastante feos, pero ¿quién me iba a decir que iba a acabar así? En teoría, había ido a casa de Ryan a jugar al Metal Gear Solid.

Ryan se quedó de pie frente a la cama, observando con detenimiento algo. Frunció los labios un momento, y empezó a toquetearse el piercing con la lengua.

- ¿Sabes? – dijo, total y extrañamente sereno -. Creo que no te lo he dicho nunca, TJ. Pero tienes un cuerpo muy bonito.

Venga ya. Venga ya, Ryan, no puedes estar haciéndome esto.

- ¿A qué coño viene eso ahora? – me quejé.

- ¿No puedo decirte algo agradable cuando me apetezca?

- Joder, Ryan, y yo te lo agradezco – me senté sobre las sábanas -. ¿Pero tiene que ser precisamente ahora?

- ¿Qué problema hay? – levantó las cejas, sabiendo qué iba a responderle.

- ¡Porque estoy muy cachondo y no puedes cortarme el rollo de esta forma!

Según terminé la frase, me sentí ridículo. Ryan se carcajeó y me cogió de las manos.

- Ven – y me asió. Me levantó de la cama, y me llevó justo delante del armario. Abrió la puerta, y me vi reflejado en un espejo enterizo -. ¿Ves? Tienes un cuerpo bonito.

Le hice caso y me miré en el espejo. Mi vista se fue directamente a mi erección, y la aparté enseguida, avergonzado. Salvo por ese detalle, no entendía qué veía Ryan de bonito en mi cuerpo. Era delgaducho, apenas tenía musculatura y no tenía culo. No hacía deporte, y seamos francos, no seguía una dieta estricta. ¿Qué veía en mí que le parecía tan estupendo?

- No sé qué le ves, pero gracias… - musité, poniendo los ojos en blanco.

- Yo tampoco realmente – dijo, y antes de que pudiera darle un rodillazo, añadió -. Pero me pones a mil.
Me empujó contra la pared que había junto al armario, y se arrodilló. Al hacerlo, se llevó consigo mi ropa interior, dejándome completamente desnudo.

Oh, Dios, mío. No puedo creer que vaya a hacer lo que creo que va a hacer.

Me miró a los ojos, con esa sonrisa suya que me enloquecía, y se relamió. Me agarró con firmeza y se lo llevó a la boca. Gemí, jadeé, grité, e incluso golpeé la pared con los puños varias veces. Cerré los ojos y eché la cabeza hacia atrás. Aquello era una de las cosas más alucinantes que había experimentado en mi vida. Andrea nunca hizo algo así conmigo: decía que el sexo oral era sucio.

Qué sucio soy, Andrea. Qué sucio.

Ryan estaba haciendo de todo conmigo allá abajo. Sentí su boca, cálida y húmeda, envolverme por completo, rozándome por todos lados con la lengua y los carrillos. Sus manos apretaban mis nalgas y me movían las caderas hacia delante y hacia detrás, acompasando rítmicamente el balanceo con el movimiento de su cuello. Le acaricié el pelo con los dedos mientras, mirándole a los ojos, encendidos de placer, repetía su nombre una y otra vez entre jadeos.

Le encantaba que le llamara. No sé por qué, pero le excitaba muchísimo. Ronroneó, y me apretó la erección con los labios. Volví a gemir su nombre; él bufó, y con un rápido movimiento de cuello, de forma inexplicable, sus labios tocaron mi pubis, y luego su boca abandonó mi entrepierna. Fue demasiado rápido como para que pudiera comprender cómo lo había hecho. Yo sólo sé que, en ese momento, me quedé sin aliento y sin palabras, y le clavé las uñas en los hombros.

Se levantó. Tenía las mejillas muy encendidas y le sudaba la frente. El flequillo se le pegaba a la piel húmeda. Con la respiración agitada, se llevó la mano al bolsillo del pantalón, y con dificultad consiguió sacar un preservativo. Un pensamiento absurdo me vino a la mente en aquel momento: si habíamos quedado para jugar, ¿por qué llevaba una goma en el bolsillo? ¿Acaso pretendía…?

Argh, da igual.

Se desabrochó los pantalones, se quitó los boxers, y en apenas tres segundos, se había colocado el condón y me había cogido por los hombros, dándome la vuelta de cara a la pared. Tres segundos bastaron para que me diera cuenta de que la razón por la que había quitado los pantalones era que había algo entre sus piernas que le estaba apretando. Algo grande.

Me sujetó las caderas y se hundió en mí. No tuve más remedio que arañar la pared. Lo hizo despacio, muy suavemente, pero igualmente noté bastante molestia. No es que el pene de Ryan fuera una anaconda, ni muchísimo menos, pero tampoco era en absoluto pequeño. Mientras lo hacía, sus dedos me apretaron las caderas, y le oí jadear una vez, un jadeo que se prolongó hasta que estuvo completamente dentro de mí.
Se produjo un silencio que no definiría como incómodo, pero que se me hizo eterno. Estaba esperando el siguiente movimiento de Ryan, pero él parecía estar pensándoselo mucho. O eso, o se estaba ahogando, porque le oía respirar hondo. Muy bajito, pero lo hacía. Estaba muy cachondo, de eso no había duda.
Al final se decidió – aunque, la verdad, no creo que aquélla fuera una decisión muy complicada – se retiró lentamente, y volvió a introducirse dentro de mí. Lo hizo despacio, dándome tiempo para acostumbrarme a la presión. Solté otro quejido: aún estaba un poco molesto. Le oí bufar. Estaba empezando a perder los nervios.
Me clavó los dedos en las caderas y repitió el movimiento varias veces, empujando suavemente. Con cada uno de ellos, Ryan jadeó, cada vez más fuerte. Tenía la respiración agitada, y me estaba echando el aliento en la nuca. El dolor fue remitiendo poco a poco, y entonces tuve un espasmo, uno de esos espasmos que sólo te dan en esas situaciones.

Ryan lo notó enseguida, y fue como una señal. Me dio una sonora palmada en el trasero, resopló, y algo en él hizo “clic”, porque pasó de forma inmediata de ser suave a volverse frenético.
Me embistió con ganas una infinidad de veces, y los dos gemimos con cada una de ellas. Gemimos, jadeamos, gimoteamos, gritamos… no sé realmente qué hacíamos. Tampoco, en esos momentos, mi mente estaba demasiado lúcida como para ser crítica y observadora.

Echó el cuerpo hacia delante y apoyó las manos contra la pared, junto a las mías. Su pecho, ardiente y sudoroso, rozaba mi espalda. Acercó la boca a mi oreja, y escuché muy de cerca la respiración entrecortada y encendida de Ryan. Eso me puso aún más cachondo. Lo tenía tan cerca, que sólo yo podía oírle. Sólo yo podía oír cómo se regocijaba teniéndome totalmente sumiso.

Él y yo, solos en aquella habitación caldeada, volviéndonos locos, perdiendo la cordura y la decencia.

Me envolvió la erección con la mano y empezó a masturbarme. Me pilló totalmente por sorpresa, y no pude evitarlo: grité, cerrando los ojos y echando la cabeza hacia atrás. Ryan se echó a reír, y me tapó la boca con la mano libre. Le prometí que estaría callado, o que al menos lo intentaría.

Con una coordinación grandiosa, me trabajó por ambos frentes. Me embestía con fuerza, empujándome contra la pared con cada golpe, y me frotaba sin demasiada delicadeza. Aquello era todo un remolino de emociones que sería incapaz de enumerar. Ryan me estaba haciendo daño allá atrás, bastante daño. Me estaba empujando demasiado fuerte, y no se daba cuenta. Estaba demasiado concentrado en sus cosas. Pero, a pesar de todo, no quería que aquello acabara. Esa sensación de que tienes a una persona dándolo todo para hacerte disfrutar; tanto, que empiezan a entumecérsete los dedos de arañar la pared, que aunque quieres callarte para que nadie sepa lo que estás haciendo, te es prácticamente imposible, que empiezas a lagrimear de puro gusto, y que comienzas a tener dificultades para aguantar sin correrte.

Porque estaba a punto de hacerlo, y yo deseaba que aquello durara más.

- Ryan, me voy a… - ronroneé, cerrando los puños.

El movimiento en mi entrepierna cesó de repente, y sentí que Ryan se erguía y se ponía muy tenso. Parpadeé un par de veces, sin comprender, esperando a que continuara, pero no se movió. Le agarré la mano que todavía sujetaba mi más que prominente erección.

- Ryan, ¿qué haces? No pares.

- Calla un momento – escupió, muy serio.

Deslizó las manos bajo mis axilas y me incorporó, pegándome la espalda contra su pecho, empapado en sudor. Se movía muy rápidamente hacia arriba y hacia abajo con su respiración, aceleradísima. Alcé la vista y le miré la cara: estaba conteniendo la respiración, y tenía la vista y la mente fijas en algún lugar en el espacio vacío del techo de su habitación.

Si era una broma, no tenía ninguna gracia.

- ¿Se puede saber qué dem…?

- ¡TJ, cállate, coño!

Me tapó la boca con la mano y volvió a guardar silencio.

Entonces, lo oí. Detrás de la pared en la que nos encontrábamos, unos tacones. Estaban muy cerca. Uno, dos, tres, cuatro pasos. La puerta sonó dos veces, e inmediatamente, se abrió.

- ¿Ryan?

Estábamos justo detrás de la puerta. Contuvimos la respiración, sin mover un músculo, sin pestañear, aún encajados por todas partes. El pecho de Ryan subía y bajaba muy deprisa, y a pesar de que no se oía, me estaba echando el aliento caliente de su respiración en el pelo. Afortunadamente, la madre de Ryan sólo había entreabierto la puerta un par de centímetros, los justos para asomarse un poco y transmitir el mensaje sin gritar.

Ryan tragó saliva, cerró los ojos y respiró hondo un par de veces. Trató de sonar convincente y tranquilo.

- ¿Qué? – dijo, en voz baja.

Recé para que su madre no asomara la cabeza del todo para hablar con él y nos viera así.

- Necesito que ordenes y limpies el garaje – respondió su madre con voz dulce al otro lado de la puerta.
Giré la cabeza hacia Ryan con cara de pasmo e indignación, todo junto. Él cerró los puños e hizo una mueca de asco.

- ¿Tiene que ser ahora, mamá? – se quejó.

- Ahora, o dentro de un minuto. ¿Te vale? – respondió con sorna, con ese tono que emplean los padres cuando no quieren dejarte discutir nada.

Apoyé la cabeza contra la pared y cerré los ojos. Esto no me podía estar pasando.
- Vale, dame un minuto – bufó.

- Gracias, cielo. TJ, puedes echarle una mano si quieres, que sé que te mueres de ganas – silbó.

- Vale – contesté, sin moverme.

De verdad, la madre de Ryan era un encanto, pero tenía el don de la oportunidad en el agujero del culo.

La puerta se cerró, y los tacones dejaron de oírse una vez bajaron la escalera.

- ¡Tío, menuda mierda! – gritó Ryan, dándome una palmada en el trasero.

- ¿Crees que hay tiempo para uno rapidito? – supliqué.

- Qué va – gruñó. Se separó de mí y se quitó el preservativo, lanzándolo a la papelera del escritorio -. Me ha cortado tanto el rollo que se me ha ido el calentón.

- En serio – me senté a los pies de la cama, retirándome el sudor de la frente con el dorso de la mano -. Cuando me vaya, le dices a tu madre que se vaya al carajo.

Buscó su ropa interior en el suelo y se la puso. Tenía las mejillas encendidas y el pelo pegado a la frente y la nuca. Le brillaba el pecho. Pero sus ojos no brillaban en absoluto, como de costumbre. Tenía el entrecejo fruncido y los labios apretados.

Intenté quitarle hierro al asunto, aunque sé que era una tontería. A mí también me daba una rabia terrible.

- Va, no te enfades. No creo que lo haya hecho a propósito – dije.

- No me enfado, pero me toca los huevos, tío – ladró, cerrándose el broche de los pantalones. Agarró su camiseta verde del suelo y se secó el sudor de la frente y el cuello con ella -. Seguro que nos oyó y vino a tocar la moral.

La boca se me desencajó de la mandíbula.

- ¿Tú crees que nos oyera…? – murmuré, muerto de vergüenza.

Se acercó a mí y me dio un beso en el cuello. Luego, me dedicó una sonrisa socarrona.

- Con los gritos que estabas dando, no me extrañaría.

- ¡Claro! ¡Porque tú tampoco gritabas! – me ruboricé y me enfadé. Esa clase de chistes me ponían muy de mala leche. No me gustaba admitir que, efectivamente, Ryan me hacía gritar.

Ryan se echó a reír y sacó una camisa de cuadros de un cajón.

- Que sepas – dijo, mientras metía los brazos – que no pienso quedarme a medias. No lo soporto.
Se mordió el labio, y el metal del piercing titiló.

- Cuando quieras, Martin – contesté, y no pude evitar dibujar media sonrisa mientras me recreaba en ello.
Ryan arrugó la camiseta verde y abrió la puerta mientras yo empezaba a vestirme. Y entonces, sin girarse para mirarme, recitó:

- “Pero entonces era joven, y no pensé en la muerte, sino que, copiosa y sinceramente, lloré por mi pecado".

- El nombre de la rosa, ¿verdad? – asintió -. ¿Y de verdad lo piensas?

Por el tono en que me respondió supe que estaba sonriendo. No con una sonrisa cualquiera, sino con aquélla sonrisa que me volvía loco.

- Para nada.

¡Gracias por leer hasta el final! ♥