SI NO LO HE HECHO ANTES, NO ES PORQUE NO HAYA QUERIDO, Y LO SABEN. ASÍ QUE NI SE QUEJEN.
Ryan
vino a buscarme a casa un par de días después. Tocó el timbre como si no
hubiera mañana.
-
Buenos días, Jameson – dijo cuando le abrí, y me entregó un vaso de cartón
igual al que él sostenía en la otra mano -. ¿Has desayunado? He comprado café.
Pensé en tomárnoslo de camino, para no morirnos de una hipotermia.
No
pude evitar mirarlo de arriba abajo. Por un lado, llevaba una bufanda de punto
azul alrededor del cuello, también regalo de su abuela. La abuela de Ryan era
una Power Ranger del punto, le hacía de todo. Era exactamente del mismo color
que sus ojos. Parecía que la bufanda se reflejaba en ellos, como si sus ojos
fueran un charco de agua limpia. Pero, por otro, llevaba puesto un gorrito de
lana con la cara de un oso panda, con pompones negros a modo de orejas y todo.
Le
dediqué una mueca al susodicho gorro.
-
¿De dónde has sacado eso?
-
¿No te gusta? A mí me parece monísimo.
-
Ryan, es de chica.
-
¡Por el amor de Dios, a todo el mundo le gustan los pandas! – replicó -. ¡No
veo cuál es el problema!
-
… que es de chica.
Me
quitó el café de las manos y me sacó la lengua.
-
Así mueras congelado.
Se
echó a andar con mi café, y yo salí corriendo detrás de él, cerrando la puerta
después de gritarle a mi padre que me iba. Entonces vi que Ryan llevaba pegado
a la espalda un artefacto extraño, algo que parecía un cazamariposas gigante,
pero más estrecho.
-
Ryan, tienes, eh… te está persiguiendo un palo.
-
¿Esto? – se giró, y me respondió muy animado -. Es mi stick de lacrosse.
Tuve
que pararme en seco para razonar esa información de forma lógica.
-
¿Juegas al lacrosse? – pregunté,
anonadado.
-
Los entrenamientos empezarán dentro de un par de semanas – parecía que no me
había escuchado y continuó -. Voy a llevarlo al taller a que le den un repaso.
Está hecho polvo.
-
¿Juegas al lacrosse? – insistí.
-
Sí. Soy delantero en la división juvenil del equipo estatal.
¿Cómo
era posible que Ryan no me hubiera contado algo así? Que no me contara si tenía
novia o no era comprensible hasta cierto punto, pero esto ya rozaba los límites
de mi paciencia. Eso me molestó. Muchísimo.
¿Por
qué no era capaz de abrirme su corazón como yo había hecho con él? Yo nunca me
negué a contestar ninguna de sus preguntas. Incluso le conté lo de mi madre. De
hecho, creo que, a esas alturas, él sabía más cosas de mí que yo mismo.
Apreté
los puños, tratando de contener el torrente de palabras que estaba a punto de
escapárseme de la boca.
-
Nunca me lo habías comentado – gruñí con tono serio.
Ryan
tomó un sorbo de café, y se quemó la lengua. Soltó una palabrota.
-
¿Qué estás diciendo? Sí que te lo dije. Lo que pasa es que tú no me escuchas.
No,
si aparte de tonto, también soy un mentiroso.
-
Ryan, ¿tú confías en mí?
Había
luchado por tragarme esa pregunta, pero salió sola. Cuando quise darme cuenta,
Ryan ya había clavado sus ojos, abiertos como platos, en los míos. Tenía la
boca entreabierta. Tardó unos segundos en articular un par de palabras, con un
hilillo de voz.
-
¿A qué viene es…?
Una
voz femenina llamó a Ryan por su nombre. Ambos nos giramos, buscando a la
propietaria del grito. Una silueta oscura se acercaba corriendo en nuestra
dirección, pero mi principio de miopía me impidió identificarla. Ryan sí lo
hizo.
-
¿Mamá?
La
madre de Ryan. Diana Martin, cuyo nombre conocía no porque él la hubiera
mencionado nunca, sino por mi padre. Esa gran desconocida de la que Ryan nunca
hablaba.
Se
paró junto a nosotros, sujetándose las costillas, recuperando el aliento.
Cuando respiraba con normalidad, con un rápido movimiento de muñeca, le soltó
una colleja estratosférica a Ryan. Él se quejó y se llevó las manos a la
cabeza.
-
¡Te has dejado las llaves en casa! – le regañó -. ¡Si no tuvieras la cabeza
pegada al cuello, también te la olvidarías!
Viéndola
de cerca, me pareció totalmente incomprensible que Ryan nunca hablara de su
madre. No era una de esas maduritas que te follarías. Ni hablar. Era una de
esas mujeres con las que tendrías hijos con gusto. Era una mujer espectacular.
Teniendo una hija de veinticinco o veintiséis años y un hijo de diecisiete, no
podría tener menos de cincuenta años. Y, sin embargo, tenía muy pocas arrugas.
Tenía una larga y preciosa melena rubia recogida en un moño alto, y vestía un
abrigo negro bajo el que asomaba una falda de tubo gris y unas medias tupidas.
Sus líneas eran muy sensuales, como las de cualquier chica de mi edad: cintura
fina y caderas redonditas. Se notaba que se cuidaba. Ejercicio y comida sana,
supuse.
Lo
que más me impactó de su imponente físico, a pesar de estar escondidos detrás
de una montura dorada, fueron sus ojos, de un hipnótico color azul celeste y
rodeados de pestañas negras y largas. Definitivamente, Ryan tenía los ojos de
su madre.
Pero
no era sólo su apariencia física lo que me encandiló. Un aura de elegancia y
clase flotaba a su alrededor, como una presencia invisible. Todos sus gestos,
todos sus movimientos parecían estar previamente estudiados. No pude evitar
sentirme un poco abrumado.
Por
primera vez, se fijó en que yo estaba allí. Me sonrió, y las gafas se le movieron
hacia arriba de forma adorable. Me sonrojé un poco. Tenía una sonrisa muy
bonita.
-
Tú eres TJ, ¿verdad? – preguntó, muy educada -. El hijo de Paul. ¡Oh! Quizás
prefieras que te llame Thomas. Como Ryan me habla constantemente de ti, y
siempre se refiere a ti como TJ…
El
susodicho agitó los brazos, avergonzado por algo.
-
¡Mamá…!
-
Con TJ está bien, señora Martin – respondí, algo cohibido -. Encantado de
conocerla.
-
El gusto es mío, cariño – se recogió un mechón suelto por detrás de la oreja -.
Siento mucho no haber podido presentarme antes. Sé que llevas aquí casi un mes,
pero he estado tan ocupada…
-
Es igual, no se preocupe – parecía tan afectada que traté de quitarle hielo al
asunto.
-
¡Ya sé! ¿Te gustaría venir un día a…?
Ryan
estaba totalmente alerta a nuestra conversación, y apenas había empezado esa
frase, se abalanzó como un perro de caza. Había algo sombrío detrás de su
rostro, algo que no llegué a identificar.
-
Mamá, por favor…
-
Ya lo sé, hijo, ya lo sé. No he terminado – se apresuró a explicarse. La misma
oscuridad también apareció en sus ojos -. Me refería a que me gustaría que
tomáramos un café o algo una tarde de éstas, en una cafetería de la plaza. Si
te apetece, claro.
-
C-claro que me apetece. Me encantaría – respondí, dubitativo. ¿Qué estaban
escondiendo?
-
De acuerdo. Avisa a Ryan, o a Paul cuando quieras venir. Tengo ganas de que me
cuentes cómo te van las cosas – me guiñó un ojo, y el color me subió a las
mejillas -. Bueno, me voy, o llegaré tarde. Toma las llaves, cabeza de chorlito.
Le
entregó el llavero a Ryan y se alejó despidiéndose con la mano. Tardé un
momento en comprender lo que había pasado. La madre de Ryan es… Dios mío.
Pagaría por tener una madre así.
-
¿Cómo es que nunca me habías hablado de tu madre? – espeté.
Ryan
se encogió de hombros y dio otro sorbo al vaso.
-
No me parecía que fuera un asunto de interés nacional.
-
¡Ryan, tu madre es espectacular! ¡Si fuera mi madre, presumiría de ella a todas
horas!
-
No sé, tío, es mi madre y punto.
Me
rendí. Ya me estaba cansando de intentarlo. Entre lo del lacrosse y lo de la
señora Martin, se me habían quitado las ganas de intentar comprender a Ryan.
¿Para qué? Por más que quiera conocerlo un poco más, él no iba a dejarme. Me
dolía, pero ya eran demasiadas veces en las que lo había intentado, y el
resultado seguía siendo inexistente.
Guardé
silencio y avancé a su lado con el café en la mano, pensando en qué podía
decir. Sólo se me ocurrió una cosa. Una pregunta. Una pregunta dolorosa.
-
Ryan, ¿qué piensas de lo de Kim y Mina?
Se
detuvo en seco y me escudriñó con la mirada. Pude leer en sus ojos una mezcla
entre rabia, desaprobación y tristeza. Y no me extrañaba.
-
No puedes preguntarme eso – sujetó el vaso con las dos manos y clavó la mirada
en su contenido.
-
¿Por qué no?
-
Porque sé que, aunque te diga lo que opino, no vas a hacerme caso. Y me duele,
porque eres mi amigo. Pero Kim y Mina también son amigas mías.
Mis
ganas de desaparecer de la faz de la tierra iban aumentando por momentos.
-
Es que… tío, Mina te quiere un montón, y lo está pasando mal. ¿De verdad crees
que todo esto merece la pena?
El
aire a mi alrededor se volvió pesado de repente. Sentí que me empujaba hacia
abajo y que me hacía muy pequeñito. Y me vine abajo. Pues claro que no merecía
la pena. Eso ya lo sabía. ¿Pero qué querías que hiciera? No puedo luchar contra
lo que siento. Mina es lesbiana, o bisexual, ¡o yo qué sé lo que es! Sólo sé
que eso contradice mis principios, y no puedo obviar algo así. No es tan fácil.
Sabía
que iba a arrepentirme de preguntarle a Ryan, y aún así lo hice. Me merecí el
que nos pasáramos todo el trayecto en silencio, sin apenas dirigirnos la
mirada. Al final, tuve que beberme el café frío.
Llegamos
justo cuando todo el grueso de estudiantes se apelotonaba en el pasillo
caminando hacia sus clases, y estar ahí era insoportable. No sólo por la
cantidad de gente, sino por el poco espacio que había. La última semana había
hecho tanto frío que salir a la calle con menos de dos piezas de abrigo era un
suicidio. En un determinado momento, perdí a Ryan entre el gentío. Me detuve en
medio del barullo y me puse de puntillas, ampliando mi campo de visión, pero no
lo veía por ninguna parte. Por el amor de Dios, un gorrito panda no pasa
desapercibido en un sitio como aquél. ¿Dónde se había metido?
Aún
de puntillas, avancé un par de pasos mirando a todos lados, y como no estaba
mirando hacia delante, tropecé con alguien. Me apresuré a pedir disculpas, pero
mi garganta se cerró cuando me encontré a Mina delante de mí.
¿Cuántos
días habían pasado desde la última vez que la miré? Más de los que recordaba.
Aún así, ahí estaba, con su bonito tono moreno y su larguísima melena azabache.
Sus ojos, de ese hipnótico verde aceituna, miraban de un lado a otro, buscando
alguna escapatoria. Boqueaba, tratando de que le salieran las palabras, pero el
shock se lo impedía. No se esperaba encontrarse de bruces conmigo. Yo tampoco
esperaba tropezarme con ella tampoco.
Me
di cuenta de algo. Algo que, hasta que no la tuve delante, no había sido capaz
de comprender. A pesar de que le gustaran las chicas, seguía siendo Mina. La
observé de arriba abajo, y a pesar de que hacía una eternidad que no la tenía
frente a mí, nada había cambiado desde la última vez que me paré a mirarla. Era
la misma Mina de siempre, con su mirada risueña, su exotismo y su dulzura. Nada
había cambiado en ella. Si dejaba a un lado el hecho de sus preferencias, nunca
había dejado de ser Mina. Mi Mina. Mi amiga. Era yo el que había cambiado. Y
para peor.
¿Cómo
había podido estar tan ciego? ¿Cómo podía haber sido tan capullo? Me odié por
el daño que le había hecho. A ella y a Kim. Ryan tenía razón: no merecía la
pena.
La
presión que llevaba acumulada desde que salí de casa salió de mi cuerpo de
golpe, y sentí las piernas flojas. Me llevé una mano a la cabeza y se me
aceleró la respiración mientras trataba de escoger las palabras adecuadas, pero
estaba tan asustado de mí mismo, de la situación, que era incapaz de formular
ni una sola frase. Me temblaba el labio, y no sabía dónde meterme. Fue ella la
que habló primero, para mi sorpresa.
-
Lo siento – susurró, cabizbaja.
La
miré, atónito. ¿Qué lo sentía? ¿Qué sentía?
-
Siento haberte decepcionado.
Sucumbí
a mis emociones, y me derrumbé. Rompí a llorar como un crío, y la abracé. Ella
no sospechó esa reacción, pude notarlo por lo rígida que estaba bajo mis
brazos. Pero, aunque rígida, la sentí pequeña, la sentí familiar, y la estreché
contra mí. Hundí la cabeza en su pelo, y le dije al oído:
-
Soy yo el que lo siente. Siento mucho no haberme dado cuenta de la persona tan
increíble que eres.
Ella
también se vino abajo, y me abrazó con fuerza, arrugando mi sudadera con los
dedos. Tampoco pudo evitar echarse a llorar. No podría decir cuánto tiempo
permanecimos así, quietos, en medio del pasillo, aferrados el uno, diciéndonos
las cosas sin palabras. Cuando la solté, Mina me miró a los ojos y se echó a
reír, nerviosa. Yo también me reí, y le enjuagué las lágrimas con el puño de mi
jersey. Levanté la vista, y por fin encontré a Ryan. Estaba metiéndose en el
aula que nos tocaba. Lo perdí de vista enseguida, pero puedo jurar sobre lo que
más quiero, que él también estaba secándose las lágrimas.
Me
sentí terriblemente aliviado cuando Mina se sentó a mi lado a la hora del
almuerzo. He de decirlo, la echaba de menos. Y hasta que no dejó su bandeja al
lado de la mía no me había dado cuenta. Sí que es verdad que no estaba del todo
conforme con eso de que fuera lesbiana, pero decidí que tendría que aprender a
vivir con ello. No puedo cambiar mis principios así como así. No me gustan los
homosexuales, eso es un hecho. Pero puedo respetarlos sin necesidad de
compartir sus preferencias, ¿no? Eso no es un crimen. Y, sinceramente, creo que
Mina se lo merece. Y Kim también. Después de todo lo que han hecho por mí, es
lo menos que puedo hacer.
Los
chicos estaban muy contentos cuando Mina se sentó otra vez con nosotros. Aunque
nadie lo dijo en voz alta, todos sabían que las cosas entre ella y yo se habían
arreglado. Era una obviedad. Se le notaba en la cara, y aunque yo no podía
verme, en la mía también.
Kim
llegó unos minutos más tarde. Me miró, inquisidora, y luego se trasladó a Mina,
quien se encogió de hombros con una sonrisa tímida. Volvió a mirarme muy seria,
y después de colocar su bandeja y de dejar la mochila en el suelo, se acercó a
mí y me ordenó:
-
Di que eres un gilipollas.
Todos
la miraron pasmados, incluido yo.
-
¿Perdón?
-
Di que eres un gilipollas.
-
Pero…
-
¡Eres un gilipollas! – espetó, y me dio una colleja espacial. Me llevé las
manos a la cabeza.
-
Kim, ¿qué haces? – aulló Mina.
-
¡Vale, vale, soy un gilipollas!
-
¡Más alto! – me regaló otra, aún más fuerte.
-
¡Soy un gilipollas! ¡Soy un gilipollas!
Ella
sonrió complacida, y entonces comprendí que, de una manera u otra, ya habíamos
hecho las paces. Al estilo de Kim. Y también pude ver por el rabillo del ojo,
mientras se sentaba frente a Mina, que Ryan sonreía de la misma forma, aunque
no nos estaba mirando directamente a nosotros. Supuse que, para él, era un alivio,
porque se encontraba en medio de ellas y de mí, y tenía que ser una situación
difícil no poder posicionarse del lado de ninguno de nosotros.
-
Chicos, de verdad, menos mal – comentó Zack mientras se recogía el pelo -. Esto
ya empezaba a ser exasperante.
-
Lo siento – Mina y yo nos excusamos a la vez, y nos echamos a reír. Su risa.
Dios, cómo la extrañaba.
-
Cambiando de tema, ¿os habéis dado cuenta de que el lunes empiezan los
exámenes? – más que una pregunta era un lamento.
-
¿No me digas, Harry? No me había percatado – el sarcasmo de Ryan dolió.
-
Tengo tantas ganas de pasarme las próximas tres semanas encerrada en mi casa
como de que me den una patada en el hígado – espetó Kim mientras se llevaba un
trozo de brócoli a la boca.
-
Hablando de eso – inquirió Harry -, ¿qué vamos a hacer cuando terminemos los
exámenes?
Todos
lo miramos asombrados.
-
¿No has empezado y ya estás pensando en qué hacer cuando acabes? – le regañó
Simon.
-
¡Necesito una motivación para no suicidarme en el intento!
Kim
se adelantó a cualquier otra propuesta potencial.
-
Sugiero pillarnos un pedo monumental el mismo día que terminan…
-
¿El día veintinueve? – preguntó Zack.
¿El
veintinueve de marzo? Vaya mala suerte.
-
Exacto. Creo que ese fin de semana mis viejos no están.
A
Harry se le iluminaron los ojos.
-
Dime que no es una broma, Kimberly, porque me levanto y te beso la frente ahora
mismo.
-
Lo digo en serio. Incluso, si no hace mucho frío, podemos hacer botellón en la
terraza.
-
Los que estén de acuerdo de celebrar el fin de los exámenes en casa de Kim que
levanten la mano – propuso Mina.
Todos
levantaron la mano enseguida. Yo me abstuve. Ryan tampoco levantó la mano, pero
asintió satisfecho.
-
Chicos, yo no estoy seguro de si podré ir – me fulminaron con la mirada. Me
apresuré a excusarme -. Es que no sé si mi padre querrá ir a cenar a alguna
parte por mi cumpleaños.
Se
produjo un silencio intenso mientras todos procesaban la información.
Finalmente fue Ryan el primero en reaccionar.
-
Tu cumpleaños es el mismo día que el fin de la temporada de exámenes, ¿y aún no
nos habías dicho nada? Eres un mamarracho.
Me
lanzó una servilleta arrugada que esquivé con facilidad.
-
¿Y yo qué sabía?
-
No pasa nada – Harry se levantó y se subió solemne a la silla para hacer una
proclamación -: ese día celebraremos las dos cosas: el fin de los exámenes y el
cumpleaños de TJ.
Todos
levantaron la mano al grito de “Todo el mundo de acuerdo”.
-
¡Pero que he dicho que no sé si podré ir! Aparte, no hace falta – me quejé.
-
No te preocupes. Esperaremos a que termines con tu padre. De esta no te libras,
Jameson – Ryan me guiñó un ojo.
Por
mucho que pusiera a mi padre como excusa, no dejaron de insistir, así que al
final, me rendí. Eso sí, siempre con la condición de que no implicara saltarme
cualquier cosa que mi padre quisiera organizar, si es que organizaba algo. Y,
conociéndolo como lo conocía, era un hecho.
Algo
me cruzó la mente en ese momento, como un rayo de luz.
-
No me voy a librar de ninguna manera, ¿no? – todos negaron con la cabeza -.
Entonces, ¿hay algún problema si invitara a alguien más?
-
¿Va a venir Andrea? – exclamó Kim. Al mismo tiempo, Ryan chasqueó la lengua y
puso los ojos en blanco. Le dediqué una mirada de desaprobación. Cuando
quieres, eres bastante desagradable, Martin.
-
Ojalá. No creo que pueda, y ahora menos que ha conseguido trabajo.
-
¿Al final le dieron el puesto en la tienda de ropa? – inquirió Simon. Asentí.
-
En cualquier caso, puedes llevar a quien te apetezca, TJ – concluyó Kim -. Al
fin y al cabo, es tu cumpleaños.
-
Pero es tu casa – repliqué.
-
Que te calles e invites a quien quieras.
Tenía
muy claro a quién quería invitar a la fiesta. Lo que no tenía tan claro es que
ellos estuvieran de acuerdo. Más concretamente, que Ryan estuviera de acuerdo,
cosa que era bastante improbable.
Pero
quería darle una oportunidad. Por eso, dejé una nota en su taquilla antes de
entrar en clase, diciéndole que el día veintinueve celebraríamos una fiesta por
mi cumpleaños y que me gustaría que fuera. Le dejé también mi teléfono móvil y
mi dirección de correo electrónico para que pudiera responderme lo antes
posible.
La
respuesta tardó cuatro días en llegar, lo cual, tal y como pensaba, demuestra
que tuvo que hacer un gran esfuerzo por tomar la decisión. Cuando abrí mi
bandeja de correo, apareció un mensaje entrante:
<<Gracias
por la invitación. Me encantaría ir. Cuenta conmigo, pero por favor, no se lo
cuentes a nadie. Harriet>>.
Las
siguientes tres semanas fueron un verdadero infierno. Fueron veintiún días
yendo de clase a la biblioteca, y de la biblioteca a casa, pero no para dormir,
sino para seguir estudiando. Mi vida social se redujo a citas románticas con
mis libros y mis apuntes. De hecho, en ese tiempo, apenas hablé con Andrea,
salvo tres o cuatro veces. Desde que empezó a trabajar, apenas tiene tiempo
libre, y nuestros horarios prácticamente no coinciden. Es más, creo que vi a mi
padre una o dos veces. Cuando no estaba en la Iglesia, estaba recluido en mi
cuarto, y siempre me subía la cena a mi habitación para no perder demasiado
tiempo. Él no se quejó en absoluto. De hecho, todas las tardes, cuando volvía
de estudiar, siempre me encontraba una bolsa con gominolas encima de mi
escritorio, por el tema de que el cerebro necesita glucosa para rendir bien y
demás chorradas que mi padre lee en las revistas. Paranoia o no, era un detalle
genial.
Y,
sinceramente, de no ser por Ryan, habría muerto de agotamiento. Prácticamente
pasábamos las veinticuatro horas del día juntos, dándonos apoyo moral. Muchas
tardes fue mi compañero de encierro en casa, y de no ser por él, habría llevado
fatal los exámenes. Aunque había conseguido ponerme al día, aún había muchas
cosas que no dominaba, y Ryan fue tan amable de echarme una mano, especialmente
con la Física y la Biología. Por mi parte, yo le ayudé en lo que pude con las
derivadas y las integrales.
Durante
la temporada de exámenes, comimos mal y dormimos poco a partes iguales, pero lo
hicimos juntos. Y, personalmente pienso, que este pequeño infierno personal nos
unió mucho más. Compartimos chucherías, latas de Red Bull, comida rápida y café
muy cargado. Hasta que, incluso, la noche antes del último examen, nos quedamos
dormidos a la vez en el sofá, en uno de esos momentos de imperiosa necesidad de
distracción. Cuando nos despertamos, mi padre nos había tapado con una manta y nos
había traído comida china para cenar. Fueron unas semanas muy duras, pero a la
vez fueron una experiencia muy bonita, en cierta manera.
El
día de mi cumpleaños, al acabar nuestro último examen, sentí una inmensa
sensación de orgullo y de alivio. Fue al salir del aula de Literatura cuando
Ryan me felicitó, me dio un abrazo enorme y me regaló una bolsa con uno de esos
croissants que a mi padre y a mí nos gustan tanto. La pena era que estaba ya
frío. Según él, hasta que no terminaran oficialmente los exámenes, no podría
tener un cumpleaños feliz. Y era cierto. Al salir del examen, miré mi teléfono,
y estaba a rebosar de mensajes de felicitación de mis amigos de Washington, de
mis tíos y de mis abuelos. Y, como me esperaba, no había señal alguna de mis
hermanas. Me sentí un poco decepcionado, pero no podía culparlas. Seguramente
ellas tenían tantas ganas de felicitarme como yo de recibir algo suyo, pero mi
madre era implacable al respecto. Podía imaginármela perfectamente
amenazándolas con castigarlas si se les ocurría llamarme. Qué asco de mujer.
A
la hora del almuerzo, los chicos se me lanzaron encima y me hicieron la enorme
putada de cantarme el cumpleaños feliz en medio del comedor, en medio de todo
el mundo. Y yo no sé qué me daba más ganas de morir, si el hecho de que
estuvieran cantando o que todos nos miraran con un desprecio y una indignación
tóxicas.
A
las ocho y media de la tarde ya estaba listo para marcharme a casa de Kim. Como
hacía un frío horrible, no me preocupé en arreglarme demasiado, y me puse
varias capas de abrigo como una cebolla. Mi padre, que es más bueno que el pan,
insistió para que fuera hoy a la fiesta que me habían organizado, y que iríamos
a celebrar mi cumpleaños el domingo, y así tendríamos una excusa para ir a
comer fuera. Entre eso, y el disco duro externo de un terabyte que me había
regalado, me sentí el hijo más afortunado del mundo.
Kim
vive al otro lado del pueblo, en una de las primeras urbanizaciones
residenciales que se construyeron en la periferia, y tenía que atravesar todo
el centro. Aprovechando esto, por la mañana mandé un correo a Harriet, con
quien no había hablado durante todo este tiempo, y le ofrecí que fuéramos
juntos hasta allá. Recibí su contestación por la tarde, diciéndome que le haría
un favor, porque no tenía ni idea de dónde era la fiesta. Francamente, me
sorprendió que aceptara. ¿Acaso no le importaba que pudieran vernos juntos por
el centro del pueblo?
Estaba
esperándome en la plaza, apoyada en el muro de la fuente. La saludé con la mano
al acercarme, y ella sonrió tímidamente al verme llegar. Llevaba puestas unas
enormes gafas de sol, a pesar de que el cielo estaba encapotado, y el famoso
gorro de punto gris. No me sorprendí en absoluto: ya decía yo que era demasiado
extraño que hubiese accedido sin más. Cuando llegué a su lado la observé
fijamente, asomando la cabeza por encima de varias capas de abrigo, o de al
menos de un jersey negro de cuello alto y un abrigo gris, y no pude evitar
reírme para mis adentros. Era tan menuda y tan poquita cosa. ¿Cuándo podría
medir exactamente? ¿Medio metro? O lo mejor ni siquiera llegaba. En cualquier
caso, me parecía adorable de una forma que no era capaz de explicar.
-
Hola – dije en voz baja, un poco nervioso por cómo pudiera reaccionar -.
¿Llevas mucho tiempo esperando?
-
No, acabo de llegar – contestó con un tono de voz normal, así que me relajé. Al
menos no tendríamos que hablar por señas -. Gracias por acompañarme, Jameson.
-
Por favor, puedes llamarme por mi nombre de pila.
Harriet
se ruborizó ligeramente.
-
Oh, perdona… Thomas.
-
¿Thomas? – me eché a reír, y ella me miró asustada -. No, tranquila, sí que me
llamo así. Se me hace un poco raro, porque sólo mi padre y mi novia me llaman
Thomas.
Algo
que no fui capaz de detectar nubló el rostro de Harriet, quien, además, se
abrazó la barriga mientras se miraba las botas.
-
¿Tienes novia…? – preguntó con un hilo de voz.
Un
momento. No sólo sí que tenía novia, sino que encima… no podía ser. Saqué
apresuradamente mi teléfono del bolsillo y eché un vistazo a la bandeja de
entrada. Nada. Revisé también el registro de llamadas, y tampoco encontré nada.
Increíble. No sólo sí que tenía una novia, sino que encima, no me había
felicitado aún por mi cumpleaños. Era demasiado extraño. Nunca en la vida se
había olvidado, ni siquiera cuando aún no salíamos juntos. De hecho, a Andrea
nunca se le olvidaba un cumpleaños. Entendía que, en horas de trabajo, no podía
llamarme, pero por lo menos podría haberme mandado un mensajito, ¿no? Me puse
realmente nervioso y me dispuse a llamarla, pero caí en la cuenta de que, antes
de las nueve, nunca salía de trabajar, así que decidí dejarlo para un poco más
tarde.
Tío,
menudo mosqueo. Esto nunca me había pasado. Me metí el móvil en el bolsillo y
pateé una piedrecilla contra la roca de la fuente.
-
¿Pasa algo? – preguntó Harriet.
-
Oh, no, nada, perdona – me excusé -. Sí que tengo novia. Tenía que llamarme, y
aún no lo ha hecho, y estoy algo preocupado – antes de que pudiera pedir
explicaciones, me adelanté -. ¿Vamos? Si nos quedamos aquí más rato, nos
congelaremos.
Harriet
y yo echamos a andar hacia la casa de Kim. Se me hizo más largo de lo que
realmente era, porque caminamos en un silencio sepulcral, cada uno mirando
hacia delante. Bueno, ¿y qué esperaba? Es normal que Harriet estuviera cortada,
yo también lo estaba. No sabía de qué hablar con ella. Ni siquiera tenía una
ligera idea, y hablar del tiempo me parecía ridículo.
A
unos cien metros de la entrada a la urbanización, fue ella la que rompió el
hielo.
-
Oye, Jame… Thomas – titubeó. Vi cómo, nerviosa, se enrollaba un mechón de pelo
en el dedo -. Gracias por haberme invitado.
-
De nada, no tienes por qué darlas.
-
¿Puedo preguntarte por qué lo has hecho?
Me
pilló tan de sopetón que tuve que detenerme.
-
¿Qué quieres decir?
-
Bueno, tú y yo… no tenemos ninguna relación apenas, y… no sé…
Enseguida
vi adónde quería llegar.
-
Porque me apetecía que vinieras – respondí. Fui totalmente sincero con ella, y creo
que no se lo esperaba, porque su cara se encendió como una cerilla. Qué mona -.
Además, dijiste que te gustaría ser amiga de Ryan. Creo que ésta es una buena
oportunidad, ¿no?
Pasó
de estar roja como un pimiento a estar blanca como la clara de un huevo frito
en décimas de segundo.
-
¿Ryan va a ir a la fiesta? – asentí, y su voz se elevó varias octavas -. ¿Sabe
que voy a ir yo?
-
Aún no lo sabe nadie. Quería que fuera una sorpresa.
Harriet
se dio media vuelta y echó a andar a paso rápido. Fui tras ella cuando
reaccioné.
-
¿Qué estás haciendo?
-
No puedo ir. Ryan me odia – musitó, con voz quebrada.
-
No digas eso. No te odia.
Bueno,
eso no era del todo cierto.
-
He visto cómo me mira. No le va a hacer ninguna gracia verme, y no quiero
aguarte la fiesta. Mejor me vuelvo a casa.
Me
sentí repentinamente molesto. No iba a consentir algo así. La miré a los ojos y
le advertí con la mayor seriedad que me fue posible:
-
Harriet, eres una invitada a mi
cumpleaños, no al suyo. Él no decide a quién me apetece invitar o a quién no. Y
yo quiero que vengas – seguía sin convencerle demasiado la idea, así que
insistí -. Por favor. Hazlo por mí, al menos.
Mi
táctica dio resultado, porque vi cómo caía su defensa y se echaba a andar de
nuevo en la dirección correcta.
-
Está bien, tú ganas – dijo por lo bajo.
La
casa de Kim era la penúltima de la hilera de casas blancas de la urbanización.
Miré mi reloj: marcaba las nueve menos diez. Llegábamos diez minutos antes de
la hora prevista. Toqué el timbre, y fue Ryan el que nos abrió la puerta. Tengo
que admitir que estaba francamente guapo: se había puesto una camisa negra de
botones y unos vaqueros oscuros. Además, me fijé en el detalle de que había
cambiado su inseparable piercing
plateado por una espiral negra. Me sentí idiota por no haberme puesto nada más
que una camiseta y unos vaqueros, que, encima, no eran mis mejores pantalones.
Si lo llego a saber, me habría puesto algo más formal, ¡pero es que hacía un
frío de la ostia!
Ryan
me dedicó una sonrisa tierna cuando me recibió en el umbral de la puerta.
-
Que sepas que eres el último, James… - entonces reparó por primera vez en
Harriet, que se había quitado las gafas y lo saludaba tímidamente con la mano.
Le cambió la expresión de golpe, y casi escupió la pregunta -. ¿Qué hace ella
aquí?
Harriet
se quedó en blanco, y a mí me hirvió la sangre. Pero bueno, ¿por qué eres tan
gilipollas, Ryan? Eso no es propio de ti.
-
Pues porque la he invitado yo –fui tajante, quizás demasiado -. ¿Tienes algún
problema?
-
No – el chasquido de lengua lo delató -. No me molesta, pero me resulta
extraño.
-
Puedo irme a casa si… - apresuró Harriet con voz nerviosa. La detuve antes de
que continuara.
-
De eso nada. Vamos a pasar un buen rato, ¿de acuerdo?
Miré
inquisidor a Ryan, y él puso los ojos en blanco. Se retiró de la puerta, y
ambos pasamos. Dejamos nuestros abrigos en el recibidor y nos adentramos en el
salón. Era una habitación bonita y sencilla, con muebles de madera y tapizado
rojo. Las paredes eran de color vainilla, y junto a la chimenea, en el extremo
del cuarto, descansaba una televisión de dimensiones estratosféricas. Todos
estaban sentados alrededor de una mesita baja para café. ¿Cómo es posible que
todos, absolutamente todos, llegaran antes de la hora que habíamos acordado? Me
saludaron al unísono.
-
Llegas tarde, capullo – exclamó Harry.
-
Eso es mentira. Habíamos quedado a las nueve. He llegado el último, pero no por
ello he llegado tarde. El problema es vuestro, que sois unos cagaprisas.
Kim
se levantó y miró con curiosidad a Harriet.
-
¿Quién es tu amiga? – preguntó.
Casi
me olvido de Harriet. Estaba detrás de mí, con los hombros encogidos y la
mirada fija en el suelo. Sonreí, un poco por ternura y otro poco por compasión.
Yo era bastante tímido, aunque reconozco que convivir con Ryan durante todo
este tiempo me había ayudado a superar un poco mi timidez. Pero Harriet era
demasiado introvertida hasta para mí.
Cogí
a Harriet de la mano y la acerqué al grupo. Dio un respingo, y al principio se
resistió un poco, pero luego cedió.
-
Chicos, ésta es Harriet Green. Está en mi clase, conmigo y con Ryan.
Mina
se llevó una mano a la frente.
-
¡Ya decía yo que me sonaba tu cara, pero no conseguía ubicarte! – exclamó -. Ahora
ya lo sé. He tenido que verte en el instituto.
Oí
a Zack decir por lo bajo que no la había visto en su vida, y a Simon preguntar
si aquélla no era Andrea. Por Dios, viven en el mundo de la piruleta.
Sorprendentemente,
Harriet tomó la iniciativa por su cuenta y se acercó a Kim. Estaba incómoda y
le temblaba un poco la voz, pero lo supo gestionar mejor de lo que esperaba.
-
¿Tú eres Kim? – la aludida la miró, perpleja, y asintió. Entonces, metió la
mano en el bolso y sacó una botella de cristal -. He traído esto. Es para darte
las gracias por invitarme a tu casa y… bueno, no sé si es un buen regalo, pero
como Thomas me dijo que iba a haber un botellón, pues… en fin, que esto es para
ti.
-
¿Una botella de Absolut? – a Kim se le iban a salir los ojos de las órbitas -.
¡Pero si esto es carísimo! ¡Cuesta por lo menos veinte pavos!
A
Harriet se le escapó un atisbo de sonrisa.
-
¿Te gusta? ¿O es demasiado ostentoso?
-
¡Es genial! – exclamó Kim, eufórica -. Ha sido un detallazo… Harriet, ¿verdad?
Te lo agradezco, aunque no tenías por qué. Es TJ quien te ha invitado, no yo –
dio media vuelta y le enseñó su pequeño tesoro a Harry -. ¡Mira, tú, imbécil!
¡Ya no tendremos que beber tu mierda de vodka barato que sabe a matarratas!
Harry
le dedicó un corte de mangas, y Simon salió en su defensa.
-
Mi padre no tenía nada más en casa. Te recuerdo que, la última vez que
intentamos comprar alcohol, llamaron a mi madre, y estuvimos castigados tres
semanas.
-
No os preocupéis, yo me beberé vuestro matarratas – prometió Zack entre risas
-. A mí me da igual mientras sea vodka.
Mientras
los chicos discutían sobre las propiedades para el hígado del vodka de los
gemelos, Mina se había levantado del sofá y se había acercado a Harriet para
presentarse. Ésa era mi Mina. La verdad, no podría ser más encantadora. De
hecho, consiguió en apenas un minuto que Harriet se relajara un poco y empezara
a sonreír. Sin embargo, cuando Kim le rodeó la cintura con el brazo mientras
hablaban, tuve que apartar la mirada de ellas. Había aceptado que Kim y Mina
eran pareja, pero aún me resultaba bastante incómodo verlas en actitud
cariñosa.
Ryan
apareció a mi lado, y me di cuenta de que había estado ausente todo este rato.
-
¿Dónde estabas? – quise saber.
Se
encogió de hombros.
-
En la cocina.
Tu
cara es un poema, chaval.
-
¿Estás enfadado conmigo?
-
No, es sólo que… - bufó, y volvió a poner los ojos en blanco -. No sé por qué
la has invitado. Es una falsa y una hipócrita.
Te
estás pasando.
-
Es mi cumpleaños, y creo que tengo todo el derecho del mundo a invitar a quien
me apetezca. Y me apetecía invitarla a ella. Quiero darle una oportunidad. Tú
mismo dijiste que en realidad era una chica maja.
Desmonté
rápidamente su ofensiva, y levantó los brazos en señal de rendición.
-
De acuerdo, tienes razón. Lo siento. No me fío de ella, TJ, sólo es eso. Me he
pasado un poco con el comentario, perdóname. Vamos a divertirnos y ya está – me
guiñó un ojo -. Me portaré bien con ella, lo prometo.
El
gesto me deshizo por completo, y en seguida se me pasó el mosqueo. Era
imposible estar enfadado con Ryan.
El
timbre de la puerta sonó un par de veces, y todos miramos atónitos a la puerta
y luego al salón, preguntándonos si faltaba alguien. Kim salió disparada hacia
el recibidor.
-
Tranquilos, chicos, he pedido unas pizzas – aclaró -. No pensabais hincharos a
beber con el estómago vacío, ¿verdad?
Ocho
pizzas familiares y un par de copas después, el ambiente había empezado a
ponerse divertido. Al menos por mi parte. No era un bebedor asiduo ni mucho
menos, pero tomaba algún trago de vez en cuando mientras aún vivía en
Washington. La falta de hábito al alcohol de las últimas semanas y la poca
grasa que había ingerido mi cuerpo – Kim tuvo el detalle de pedir una pizza sin
queso para mí, con lo que, básicamente, había comido pan con tomate – hicieron
que, al tercer vaso de vodka con limón empezara a estar algo mareadillo. Que no
borracho, he de aclarar. Tenía la mandíbula un poco suelta y las cosas me
hacían más gracia de lo normal. Pero no estaba borracho.
El
que estaba bastante peor que yo era Harry. Bebe demasiado deprisa; más que
beber, engulle como un pato. Y encima, whiskey. No se estaba arrastrando por el
suelo porque estaba sentado, que si no.
Harriet,
por su parte, intuyo que debía de estar bebida. Llevaba un buen rato charlando
animadamente con Kim y Mina, y eso, estando sobria, no lo haría ni de coña.
Kim, a pesar de llevar… creo que cuatro o cinco copas de vodka con una especie
de líquido morado no identificado, estaba bastante más entera de lo que
pensaba.
El
que me dejó a cuadros fue Ryan. De no ser porque le estaba viendo el vaso lleno
de… no sé, era marrón, Coca-Cola con algo, supongo, habría jurado que estaba
bebiendo agua. Estaba completamente sobrio, daba hasta miedo. Pero bueno, ¿este
tío es inmortal o qué?
Dejé
mi análisis de alcoholemia y volví a la conversación.
-
Una cosa te voy a decir – confesó Zack, muy despacio y aguantándose la risa -:
Stacey Spellman es un zorrón, ¡pero yo me la tiraría!
-
Me han dicho que tiene las tetas de plástico – añadió Simon.
-
Como Mina, ¿no? – Ryan se había acercado sigilosamente por detrás, y mientras
decía eso, había deslizado los brazos por debajo de sus axilas y le había
apretado los pechos a la aludida sin mucha delicadeza. Mina pegó un chillido y
salió corriendo detrás de él para pegarle.
Ahora
que lo pienso, a mí también me habría gustado tocarle las tetas. Pero mi
cerebro, o la parte que resistía lúcida frente al alcohol, se detuvo en otro
pensamiento.
-
Oíd, hablando de Stacey, siempre he tenido una duda – dije, y todos me
observaron atentos -. ¿Cómo es posible que…? Harriet, no te ofendas. ¿Cómo es
posible que gente que tiene dinero para hacerse operaciones estéticas estudia
en un colegio público?
-
Oye, ni que yo me limpiara el culo con billetes de cien dólares – se quejó
Harriet.
-
Pues porque son tan inútiles que no llegan ni al cinco en la prueba de acceso
al Trinity – apostilló Kim, y dio otro sorbo a su vaso.
-
¿Trinity? ¿Como la de la peli de Matrix?
-
No – Simon se echó a reír, y yo me sentí estúpido -. El
Trinity High School. Es
el único centro junto con el Saint John’s en un radio de setenta kilómetros.
-
Es un instituto privado - continuó Mina, quien se había cansado de perseguir a
Ryan -. Y vale una pasta. Pero tiene la peculiaridad de que, para poder
ingresar, tienes que pasar unos exámenes durísimos. Y la nota de corte es muy
alta.
-
Necesitas un mínimo de un ocho y medio sobre diez para poder entrar – añadió
Harriet.
-
¿Un ocho y medio? ¡Madre mía! – exclamé -. Ese sitio debe de estar lleno de
genios.
-
Pues Ryan aprobó las pruebas, y estuvo matriculado un año – confesó Harry con
una risa propia del marujeo -. ¿Verdad, Ryan?
-
Tienes que estar de coña – dije.
Ryan
se rascaba la nuca, incómodo. Venga ya, no me digas que te da vergüenza decir
que eres un lumbreras.
-
Sí, bueno, saqué un ocho con ocho en los exámenes de acceso. Pero mi madre no
podía costearse la matrícula, y tuve que cambiarme al público hace dos años.
-
Yo también me presenté a las pruebas, pero no pasé del siete – dijo Harriet,
abriendo su quinta lata de cerveza -. Aunque, de todas formas, sin una beca, no
habría podido pagarlo. Y menos mal que no entré, porque jamás me la dieron.
Desconocía
por completo la existencia de ese instituto para grandes mentes. ¿De verdad que
Ryan consiguió pasar los exámenes? No me lo creo. O sea, el niño no es tonto,
pero de ahí a ser el Albert Einstein de nuestra generación…
-
¡Eh, panda de borrachos! – gritó Mina -. ¿Quién quiere jugar a “Yo nunca”?
No
hubo prácticamente objeciones. Nos reunimos en círculo alrededor de la mesita
baja con unos vasos de chupitos que Kim había sacado para jugar. Mina los llenó
de la mierda morada que Kim estaba bebiéndose con el vodka. Espero que no
tuviera alcohol, porque yo estaba empezando a marearme un poco.
Me
fijé en que Ryan no tenía vaso, y eso me extrañó. ¿Por fin había empezado a subírsele
el alcohol? ¡Ya era hora!
-
Yo primero – exclamó Zack con el vasito en la mano -. Yo nunca… ¡yo nunca he
tenido la entrepierna de alguien en la boca!
Después
de una ruidosa carcajada general, Kim, Mina, Zack, Simon y Harriet se bebieron
su trago. De todos ellos, la que más me sorprendió fue Harriet. No me la
imaginaba… en fin, chupándosela a nadie. Y nada más pensar en que Kim y Mina…
¡por Dios, no! Yo, por mi parte, me habría gustado beber, pero no lo hice.
Andrea siempre se negó a practicar sexo oral. Decía que era demasiado sucio.
Mi
aturdida y ebria mente tuvo un atisbo de lucidez en el preciso momento en el
que recordé a Andrea. Saqué torpemente mi móvil del bolsillo, esperando encontrar
una llamada o un mensaje suyo, pero no había absolutamente nada. Miré el reloj
en la pantalla: era casi medianoche. No sé si fue por el alcohol, o si en
circunstancias normales lo habría hecho de todas formas, pero me encendí como
una cerilla, y esta vez no dudé en que debía llamarla y cantarle las cuarenta.
Me aparté a la cocina y marqué su teléfono. Respondió al cuarto tono.
-
¿Dígame?
Oí
el rumor de gente charlando de fondo, y eso hizo que me cabreara aún más.
-
¿Dónde estás? – escupí.
-
¿Por qué me hablas así?
-
Estoy un poco borracho.
Noté
enseguida cómo se ponía hecha una fiera. Ese silencio prolongado y esa
respiración entrecortada. Siempre hacía lo mismo cuando se enfadaba conmigo.
-
¿Y se puede sabes por qué estás borracho, Thomas Jameson?
Me
lo has puesto a huevo, nena.
-
Porque estoy en una fiesta celebrando mi cumpleaños.
Se
produjo otro silencio largo, pero no porque estuviera enfadada, sino porque la
había pillado.
-
Mierda – susurró, incómoda -. Mierda, mierda, mierda, maldita sea, lo siento.
No me he… no he tenido tiempo de llamarte.
-
¿Que no has tenido tiempo? ¿En todo el día?
-
He salido muy tarde de trabajar. Luego me… me he ido directamente a casa. Estoy
muy cansada.
Esa
pausa no me ha gustado nada.
-
¿De verdad que no has tenido tiempo de mandarme un miserable mensaje?
-
Pero bueno, ¿desde cuándo puedes decirme lo que tengo o no tengo que hacer? ¡Te
recuerdo que, si estoy trabajando, es por ti! ¡Para ir a verte! – chilló de
repente.
Pero
bueno, ¿por qué se enfada? ¿Y desde cuándo yo soy el malo de la película? ¡Soy
yo el que está enfadado, y tú tienes la culpa!
-
¡No me jodas, Andrea! ¿Cómo es posible que no me hayas mandado un triste
mensaje en todo el día? ¿Te tienen explotada en esa tienda o qué? ¡No me lo
creo!
-
¿De qué vas, tío? ¿Me estás llamando mentirosa?
De
repente, al fondo del auricular, empieza a sonar una canción, y la gente que
antes murmuraba había empezado a gritar. Me revolví entero. Tenía el teléfono
agarrado con tanta fuerza que los nudillos se me habían puesto blancos.
-
Con que te has ido a casa, ¿eh? – gruñí entre dientes.
-
TJ, yo… - intentó excusarse, pero antes de que volviera a soltarme otra bola,
la corté.
-
Has pasado de llamarme por mi cumpleaños porque te has ido de fiesta. ¡Muy
bien. Andrea, muy bien! ¡Me parece cojonudo! – entré en cólera -. ¿Pues sabes
qué te digo? ¡Que te puedes ir un poco a la mierda! ¡Hala, que te diviertas!
Colgué
la llamada y lancé el teléfono contra la mesa. La carcasa y la batería salieron
disparadas cuando impactaron contra el suelo. En realidad me daba igual si me
lo cargaba. Estaba muy enfadado, a la vez que hecho polvo. Jamás me habría
esperado esto de Andrea. Jamás. Y el vodka no me ayudaba a pensar las cosas
desde una perspectiva más comprensiva. Me apoyé contra la pared y me llevé las
manos a la cara, buscando las fuerzas para no seguir rompiendo cosas.
Ryan
entró corriendo en la cocina.
-
Hey, he oído gritos y un golp… ¿TJ, va todo bien? – se acercó a mí y me sujetó
por los hombros -. ¿Qué te pasa?
De
verdad, de todas las personas a las que quiero ver en este momento, tú lideras
la cola, Ryan. Vete, por favor.
-
TJ, ¿qué ha pasado?
Si
todavía podía seguir haciendo el idiota a causa de la bebida, mi ebrio
subconsciente iba a aprovechar la oportunidad.
-
¿Quieres saber lo que pasa? ¿Quieres saber lo que pasa? ¡Que estoy hasta las
narices de ti! ¡De ti, y de que no me cuentes nada! ¡Tú me conoces mejor que yo
mismo, y yo no sé nada de ti! ¡Nada! ¿Por qué no me cuentas las cosas, Ryan?
¿Por qué no confías en mí?
Hacía
varios días que no pensaba en ello, y no sé exactamente por qué lo solté de
repente. Supongo que fue porque se me acumularon varias cosas. O por la
alineación planetaria, yo qué sé.
Ryan
se quedó lívido. No se esperaba esa respuesta para nada. Sinceramente, yo
tampoco. Vi en sus ojos, en esos hipnóticos ojos azules, cómo por dentro se iba
haciendo pedacitos. Pero en aquel momento, eso me daba un poco igual. Yo sólo
quería mi explicación. Ryan se había puesto muy nervioso: se estiraba las
mangas de la camisa y no era capaz de mirarme a la cara.
-
¿A qué viene esto? TJ, yo confío en ti… musitó, fijando la vista en algún lugar
a su izquierda.
-
¿Entonces cuál es el problema? ¿Por qué no me cuentas nada? ¿Por qué no me
dejas conocerte, Ryan? ¿Por qué huyes de mí?
Había
empezado a subir poco a poco el tono, hasta que acabé gritando. Empezaron a
saltárseme las lágrimas de pura rabia e incomprensión. Ryan también me gritó, y
en ese momento deseé que nunca lo hubiera hecho:
-
¡Porque hay cosas de mí que no quiero que sepas!
Ahora
era yo el que se había quedado sin habla. ¿Cosas que no quería que supiera?
¿Qué clase de cosas? ¿Qué puede ser tan grave para no querer contármelo? Ryan,
¿qué coño me estás escondiendo?
Antes
de poder formular todas esas preguntas que rondaban mi mente, él se disculpó y
dejó la cocina. Su expresión era un verdadero poema. No sé en qué estaría
pensando, pero fue como si le hubiese clavado un puñal en la espalda. Todo su
cuerpo transmitía un dolor y un sufrimiento que no entendía. Le pedí que se
quedara, pero apenas reparó en que le había hablado. Y entonces me vi solo en
aquella cocina, sintiéndome como una auténtica mierda y con unas inmensas ganas
de desaparecer de la faz de la Tierra. Me senté en una de las sillas y hundí la
cabeza entre los brazos, dejándome llevar por el llanto.
Me
prometí que ésa sería la última vez que bebería tanto.
Oí
a alguien entrar en el cuarto, y enseguida me incorporé para comprobar si Ryan
había vuelto. No tuve suerte: era Harriet, buscando un rollo de servilletas. La
silla chirrió al levantarme, y ella dio un respingo. Según me vio, se acercó a
mí, preocupada.
-
Thomas, ¿qué te pasa?
Negué
con la cabeza. No tenía ganas de hablar.
-
¿Hay algo en lo que pueda ayudarte?
Levanté
la mirada, y la vi justo delante de mí. Yo estaba sentado, y ella de pie, y
nuestras cabezas estaban a la misma altura. Tenía sus ojos oscuros clavados en
los míos, y no sé exactamente por qué, pero sentí la imperiosa necesidad de
abrazarla. A ella, o a quien fuera. Me daba igual. Sólo necesitaba un hombro
sobre el que hincharme a llorar. Y, como ella estaba allí, antes de que pudiese
reaccionar y salir corriendo, hundí la cara en el hueco entre su cuello y su
hombro, y me derrumbé. Lloré como un crío, dejando que las emociones salieran
solas, sin importarme qué pudiera estar pensando ella de mí. No me importaba lo
más mínimo, francamente. En un primer momento ella pareció tensa, probablemente
estaba intentando digerir mi comportamiento, pero luego su cuerpo se fue
relajando, y acabó devolviéndome el abrazo y apretándome contra su pecho. Nunca
pensé que pudiera hacer algo así, pero la verdad es que eso ayudó a
reconfortarme antes de lo que pensaba. Eso, y el agradable olor a perfume de su
cuello. Olía a madera y a flores. Y a cerveza.
Cuando
hube sacado de mí todo lo que tenía acumulado, decidí que estaría bien quedarme
abrazado a Harriet un poco más. Olía bien, era cómoda y tenía todo el tronco
completamente pegado a su escote. Sus pechos eran grandes y blandos. Era una
sensación muy agradable.
Demasiado
agradable. Peligrosamente agradable.
No
sé qué fue exactamente lo que se me pasó por la cabeza, pero cuando quise darme
cuenta, ya no la estaba abrazando. La tenía cogida con fuerza por la cintura. La
miré a los ojos, y ella hizo lo mismo. Tenía la boca entreabierta y su
respiración empezó a entrecortarse. Maldito el momento: me estaba echando el
aliento sobre la boca. Estaba caliente, y apestaba a alcohol.
Eso
fue el botón que me activó. Antes de poder pararme a pensar en si realmente
quería hacerlo y de darme cuenta de que estaba haciendo una estupidez, ya le
estaba devorando la boca.
¿Han sido capaces de encontrar todos los guiños sobre mi persona que he colado de incógnito? ;)