martes, 18 de diciembre de 2012

El chico perfecto XIV.


SI NO LO HE HECHO ANTES, NO ES PORQUE NO HAYA QUERIDO, Y LO SABEN. ASÍ QUE NI SE QUEJEN.

Ryan vino a buscarme a casa un par de días después. Tocó el timbre como si no hubiera mañana.

- Buenos días, Jameson – dijo cuando le abrí, y me entregó un vaso de cartón igual al que él sostenía en la otra mano -. ¿Has desayunado? He comprado café. Pensé en tomárnoslo de camino, para no morirnos de una hipotermia.

No pude evitar mirarlo de arriba abajo. Por un lado, llevaba una bufanda de punto azul alrededor del cuello, también regalo de su abuela. La abuela de Ryan era una Power Ranger del punto, le hacía de todo. Era exactamente del mismo color que sus ojos. Parecía que la bufanda se reflejaba en ellos, como si sus ojos fueran un charco de agua limpia. Pero, por otro, llevaba puesto un gorrito de lana con la cara de un oso panda, con pompones negros a modo de orejas y todo.

Le dediqué una mueca al susodicho gorro.

- ¿De dónde has sacado eso?

- ¿No te gusta? A mí me parece monísimo.

- Ryan, es de chica.

- ¡Por el amor de Dios, a todo el mundo le gustan los pandas! – replicó -. ¡No veo cuál es el problema!

- … que es de chica.

Me quitó el café de las manos y me sacó la lengua.

- Así mueras congelado.

Se echó a andar con mi café, y yo salí corriendo detrás de él, cerrando la puerta después de gritarle a mi padre que me iba. Entonces vi que Ryan llevaba pegado a la espalda un artefacto extraño, algo que parecía un cazamariposas gigante, pero más estrecho.

- Ryan, tienes, eh… te está persiguiendo un palo.

- ¿Esto? – se giró, y me respondió muy animado -. Es mi stick de lacrosse.

Tuve que pararme en seco para razonar esa información de forma lógica.

- ¿Juegas al lacrosse? – pregunté, anonadado.

- Los entrenamientos empezarán dentro de un par de semanas – parecía que no me había escuchado y continuó -. Voy a llevarlo al taller a que le den un repaso. Está hecho polvo.

- ¿Juegas al lacrosse? – insistí.

- Sí. Soy delantero en la división juvenil del equipo estatal.

¿Cómo era posible que Ryan no me hubiera contado algo así? Que no me contara si tenía novia o no era comprensible hasta cierto punto, pero esto ya rozaba los límites de mi paciencia. Eso me molestó. Muchísimo.

¿Por qué no era capaz de abrirme su corazón como yo había hecho con él? Yo nunca me negué a contestar ninguna de sus preguntas. Incluso le conté lo de mi madre. De hecho, creo que, a esas alturas, él sabía más cosas de mí que yo mismo.

Apreté los puños, tratando de contener el torrente de palabras que estaba a punto de escapárseme de la boca.

- Nunca me lo habías comentado – gruñí con tono serio.

Ryan tomó un sorbo de café, y se quemó la lengua. Soltó una palabrota.

- ¿Qué estás diciendo? Sí que te lo dije. Lo que pasa es que tú no me escuchas.

No, si aparte de tonto, también soy un mentiroso.

- Ryan, ¿tú confías en mí?

Había luchado por tragarme esa pregunta, pero salió sola. Cuando quise darme cuenta, Ryan ya había clavado sus ojos, abiertos como platos, en los míos. Tenía la boca entreabierta. Tardó unos segundos en articular un par de palabras, con un hilillo de voz.

- ¿A qué viene es…?

Una voz femenina llamó a Ryan por su nombre. Ambos nos giramos, buscando a la propietaria del grito. Una silueta oscura se acercaba corriendo en nuestra dirección, pero mi principio de miopía me impidió identificarla. Ryan sí lo hizo.

- ¿Mamá?

La madre de Ryan. Diana Martin, cuyo nombre conocía no porque él la hubiera mencionado nunca, sino por mi padre. Esa gran desconocida de la que Ryan nunca hablaba.

Se paró junto a nosotros, sujetándose las costillas, recuperando el aliento. Cuando respiraba con normalidad, con un rápido movimiento de muñeca, le soltó una colleja estratosférica a Ryan. Él se quejó y se llevó las manos a la cabeza.

- ¡Te has dejado las llaves en casa! – le regañó -. ¡Si no tuvieras la cabeza pegada al cuello, también te la olvidarías!

Viéndola de cerca, me pareció totalmente incomprensible que Ryan nunca hablara de su madre. No era una de esas maduritas que te follarías. Ni hablar. Era una de esas mujeres con las que tendrías hijos con gusto. Era una mujer espectacular. Teniendo una hija de veinticinco o veintiséis años y un hijo de diecisiete, no podría tener menos de cincuenta años. Y, sin embargo, tenía muy pocas arrugas. Tenía una larga y preciosa melena rubia recogida en un moño alto, y vestía un abrigo negro bajo el que asomaba una falda de tubo gris y unas medias tupidas. Sus líneas eran muy sensuales, como las de cualquier chica de mi edad: cintura fina y caderas redonditas. Se notaba que se cuidaba. Ejercicio y comida sana, supuse.

Lo que más me impactó de su imponente físico, a pesar de estar escondidos detrás de una montura dorada, fueron sus ojos, de un hipnótico color azul celeste y rodeados de pestañas negras y largas. Definitivamente, Ryan tenía los ojos de su madre.

Pero no era sólo su apariencia física lo que me encandiló. Un aura de elegancia y clase flotaba a su alrededor, como una presencia invisible. Todos sus gestos, todos sus movimientos parecían estar previamente estudiados. No pude evitar sentirme un poco abrumado.

Por primera vez, se fijó en que yo estaba allí. Me sonrió, y las gafas se le movieron hacia arriba de forma adorable. Me sonrojé un poco. Tenía una sonrisa muy bonita.

- Tú eres TJ, ¿verdad? – preguntó, muy educada -. El hijo de Paul. ¡Oh! Quizás prefieras que te llame Thomas. Como Ryan me habla constantemente de ti, y siempre se refiere a ti como TJ…

El susodicho agitó los brazos, avergonzado por algo.

- ¡Mamá…!

- Con TJ está bien, señora Martin – respondí, algo cohibido -. Encantado de conocerla.

- El gusto es mío, cariño – se recogió un mechón suelto por detrás de la oreja -. Siento mucho no haber podido presentarme antes. Sé que llevas aquí casi un mes, pero he estado tan ocupada…

- Es igual, no se preocupe – parecía tan afectada que traté de quitarle hielo al asunto.

- ¡Ya sé! ¿Te gustaría venir un día a…?

Ryan estaba totalmente alerta a nuestra conversación, y apenas había empezado esa frase, se abalanzó como un perro de caza. Había algo sombrío detrás de su rostro, algo que no llegué a identificar.

- Mamá, por favor…

- Ya lo sé, hijo, ya lo sé. No he terminado – se apresuró a explicarse. La misma oscuridad también apareció en sus ojos -. Me refería a que me gustaría que tomáramos un café o algo una tarde de éstas, en una cafetería de la plaza. Si te apetece, claro.

- C-claro que me apetece. Me encantaría – respondí, dubitativo. ¿Qué estaban escondiendo?

- De acuerdo. Avisa a Ryan, o a Paul cuando quieras venir. Tengo ganas de que me cuentes cómo te van las cosas – me guiñó un ojo, y el color me subió a las mejillas -. Bueno, me voy, o llegaré tarde. Toma las llaves, cabeza de chorlito.

Le entregó el llavero a Ryan y se alejó despidiéndose con la mano. Tardé un momento en comprender lo que había pasado. La madre de Ryan es… Dios mío. Pagaría por tener una madre así.

- ¿Cómo es que nunca me habías hablado de tu madre? – espeté.

Ryan se encogió de hombros y dio otro sorbo al vaso.

- No me parecía que fuera un asunto de interés nacional.

- ¡Ryan, tu madre es espectacular! ¡Si fuera mi madre, presumiría de ella a todas horas!

- No sé, tío, es mi madre y punto.

Me rendí. Ya me estaba cansando de intentarlo. Entre lo del lacrosse y lo de la señora Martin, se me habían quitado las ganas de intentar comprender a Ryan. ¿Para qué? Por más que quiera conocerlo un poco más, él no iba a dejarme. Me dolía, pero ya eran demasiadas veces en las que lo había intentado, y el resultado seguía siendo inexistente.

Guardé silencio y avancé a su lado con el café en la mano, pensando en qué podía decir. Sólo se me ocurrió una cosa. Una pregunta. Una pregunta dolorosa.

- Ryan, ¿qué piensas de lo de Kim y Mina?

Se detuvo en seco y me escudriñó con la mirada. Pude leer en sus ojos una mezcla entre rabia, desaprobación y tristeza. Y no me extrañaba.

- No puedes preguntarme eso – sujetó el vaso con las dos manos y clavó la mirada en su contenido.

- ¿Por qué no?

- Porque sé que, aunque te diga lo que opino, no vas a hacerme caso. Y me duele, porque eres mi amigo. Pero Kim y Mina también son amigas mías.

Mis ganas de desaparecer de la faz de la tierra iban aumentando por momentos.

- Es que… tío, Mina te quiere un montón, y lo está pasando mal. ¿De verdad crees que todo esto merece la pena?

El aire a mi alrededor se volvió pesado de repente. Sentí que me empujaba hacia abajo y que me hacía muy pequeñito. Y me vine abajo. Pues claro que no merecía la pena. Eso ya lo sabía. ¿Pero qué querías que hiciera? No puedo luchar contra lo que siento. Mina es lesbiana, o bisexual, ¡o yo qué sé lo que es! Sólo sé que eso contradice mis principios, y no puedo obviar algo así. No es tan fácil.

Sabía que iba a arrepentirme de preguntarle a Ryan, y aún así lo hice. Me merecí el que nos pasáramos todo el trayecto en silencio, sin apenas dirigirnos la mirada. Al final, tuve que beberme el café frío.


Llegamos justo cuando todo el grueso de estudiantes se apelotonaba en el pasillo caminando hacia sus clases, y estar ahí era insoportable. No sólo por la cantidad de gente, sino por el poco espacio que había. La última semana había hecho tanto frío que salir a la calle con menos de dos piezas de abrigo era un suicidio. En un determinado momento, perdí a Ryan entre el gentío. Me detuve en medio del barullo y me puse de puntillas, ampliando mi campo de visión, pero no lo veía por ninguna parte. Por el amor de Dios, un gorrito panda no pasa desapercibido en un sitio como aquél. ¿Dónde se había metido?

Aún de puntillas, avancé un par de pasos mirando a todos lados, y como no estaba mirando hacia delante, tropecé con alguien. Me apresuré a pedir disculpas, pero mi garganta se cerró cuando me encontré a Mina delante de mí.

¿Cuántos días habían pasado desde la última vez que la miré? Más de los que recordaba. Aún así, ahí estaba, con su bonito tono moreno y su larguísima melena azabache. Sus ojos, de ese hipnótico verde aceituna, miraban de un lado a otro, buscando alguna escapatoria. Boqueaba, tratando de que le salieran las palabras, pero el shock se lo impedía. No se esperaba encontrarse de bruces conmigo. Yo tampoco esperaba tropezarme con ella tampoco.

Me di cuenta de algo. Algo que, hasta que no la tuve delante, no había sido capaz de comprender. A pesar de que le gustaran las chicas, seguía siendo Mina. La observé de arriba abajo, y a pesar de que hacía una eternidad que no la tenía frente a mí, nada había cambiado desde la última vez que me paré a mirarla. Era la misma Mina de siempre, con su mirada risueña, su exotismo y su dulzura. Nada había cambiado en ella. Si dejaba a un lado el hecho de sus preferencias, nunca había dejado de ser Mina. Mi Mina. Mi amiga. Era yo el que había cambiado. Y para peor.

¿Cómo había podido estar tan ciego? ¿Cómo podía haber sido tan capullo? Me odié por el daño que le había hecho. A ella y a Kim. Ryan tenía razón: no merecía la pena.

La presión que llevaba acumulada desde que salí de casa salió de mi cuerpo de golpe, y sentí las piernas flojas. Me llevé una mano a la cabeza y se me aceleró la respiración mientras trataba de escoger las palabras adecuadas, pero estaba tan asustado de mí mismo, de la situación, que era incapaz de formular ni una sola frase. Me temblaba el labio, y no sabía dónde meterme. Fue ella la que habló primero, para mi sorpresa.

- Lo siento – susurró, cabizbaja.

La miré, atónito. ¿Qué lo sentía? ¿Qué sentía?

- Siento haberte decepcionado.

Sucumbí a mis emociones, y me derrumbé. Rompí a llorar como un crío, y la abracé. Ella no sospechó esa reacción, pude notarlo por lo rígida que estaba bajo mis brazos. Pero, aunque rígida, la sentí pequeña, la sentí familiar, y la estreché contra mí. Hundí la cabeza en su pelo, y le dije al oído:

- Soy yo el que lo siente. Siento mucho no haberme dado cuenta de la persona tan increíble que eres.

Ella también se vino abajo, y me abrazó con fuerza, arrugando mi sudadera con los dedos. Tampoco pudo evitar echarse a llorar. No podría decir cuánto tiempo permanecimos así, quietos, en medio del pasillo, aferrados el uno, diciéndonos las cosas sin palabras. Cuando la solté, Mina me miró a los ojos y se echó a reír, nerviosa. Yo también me reí, y le enjuagué las lágrimas con el puño de mi jersey. Levanté la vista, y por fin encontré a Ryan. Estaba metiéndose en el aula que nos tocaba. Lo perdí de vista enseguida, pero puedo jurar sobre lo que más quiero, que él también estaba secándose las lágrimas.


Me sentí terriblemente aliviado cuando Mina se sentó a mi lado a la hora del almuerzo. He de decirlo, la echaba de menos. Y hasta que no dejó su bandeja al lado de la mía no me había dado cuenta. Sí que es verdad que no estaba del todo conforme con eso de que fuera lesbiana, pero decidí que tendría que aprender a vivir con ello. No puedo cambiar mis principios así como así. No me gustan los homosexuales, eso es un hecho. Pero puedo respetarlos sin necesidad de compartir sus preferencias, ¿no? Eso no es un crimen. Y, sinceramente, creo que Mina se lo merece. Y Kim también. Después de todo lo que han hecho por mí, es lo menos que puedo hacer.

Los chicos estaban muy contentos cuando Mina se sentó otra vez con nosotros. Aunque nadie lo dijo en voz alta, todos sabían que las cosas entre ella y yo se habían arreglado. Era una obviedad. Se le notaba en la cara, y aunque yo no podía verme, en la mía también.

Kim llegó unos minutos más tarde. Me miró, inquisidora, y luego se trasladó a Mina, quien se encogió de hombros con una sonrisa tímida. Volvió a mirarme muy seria, y después de colocar su bandeja y de dejar la mochila en el suelo, se acercó a mí y me ordenó:

- Di que eres un gilipollas.

Todos la miraron pasmados, incluido yo.

- ¿Perdón?

- Di que eres un gilipollas.

- Pero…

- ¡Eres un gilipollas! – espetó, y me dio una colleja espacial. Me llevé las manos a la cabeza.

- Kim, ¿qué haces? – aulló Mina.

- ¡Vale, vale, soy un gilipollas!

- ¡Más alto! – me regaló otra, aún más fuerte.

- ¡Soy un gilipollas! ¡Soy un gilipollas!

Ella sonrió complacida, y entonces comprendí que, de una manera u otra, ya habíamos hecho las paces. Al estilo de Kim. Y también pude ver por el rabillo del ojo, mientras se sentaba frente a Mina, que Ryan sonreía de la misma forma, aunque no nos estaba mirando directamente a nosotros. Supuse que, para él, era un alivio, porque se encontraba en medio de ellas y de mí, y tenía que ser una situación difícil no poder posicionarse del lado de ninguno de nosotros.

- Chicos, de verdad, menos mal – comentó Zack mientras se recogía el pelo -. Esto ya empezaba a ser exasperante.

- Lo siento – Mina y yo nos excusamos a la vez, y nos echamos a reír. Su risa. Dios, cómo la extrañaba.

- Cambiando de tema, ¿os habéis dado cuenta de que el lunes empiezan los exámenes? – más que una pregunta era un lamento.

- ¿No me digas, Harry? No me había percatado – el sarcasmo de Ryan dolió.

- Tengo tantas ganas de pasarme las próximas tres semanas encerrada en mi casa como de que me den una patada en el hígado – espetó Kim mientras se llevaba un trozo de brócoli a la boca.

- Hablando de eso – inquirió Harry -, ¿qué vamos a hacer cuando terminemos los exámenes?

Todos lo miramos asombrados.

- ¿No has empezado y ya estás pensando en qué hacer cuando acabes? – le regañó Simon.

- ¡Necesito una motivación para no suicidarme en el intento!

Kim se adelantó a cualquier otra propuesta potencial.

- Sugiero pillarnos un pedo monumental el mismo día que terminan…

- ¿El día veintinueve? – preguntó Zack.

¿El veintinueve de marzo? Vaya mala suerte.

- Exacto. Creo que ese fin de semana mis viejos no están.

A Harry se le iluminaron los ojos.

- Dime que no es una broma, Kimberly, porque me levanto y te beso la frente ahora mismo.

- Lo digo en serio. Incluso, si no hace mucho frío, podemos hacer botellón en la terraza.

- Los que estén de acuerdo de celebrar el fin de los exámenes en casa de Kim que levanten la mano – propuso Mina.

Todos levantaron la mano enseguida. Yo me abstuve. Ryan tampoco levantó la mano, pero asintió satisfecho.

- Chicos, yo no estoy seguro de si podré ir – me fulminaron con la mirada. Me apresuré a excusarme -. Es que no sé si mi padre querrá ir a cenar a alguna parte por mi cumpleaños.

Se produjo un silencio intenso mientras todos procesaban la información. Finalmente fue Ryan el primero en reaccionar.

- Tu cumpleaños es el mismo día que el fin de la temporada de exámenes, ¿y aún no nos habías dicho nada? Eres un mamarracho.

Me lanzó una servilleta arrugada que esquivé con facilidad.

- ¿Y yo qué sabía?

- No pasa nada – Harry se levantó y se subió solemne a la silla para hacer una proclamación -: ese día celebraremos las dos cosas: el fin de los exámenes y el cumpleaños de TJ.

Todos levantaron la mano al grito de “Todo el mundo de acuerdo”.

- ¡Pero que he dicho que no sé si podré ir! Aparte, no hace falta – me quejé.

- No te preocupes. Esperaremos a que termines con tu padre. De esta no te libras, Jameson – Ryan me guiñó un ojo.

Por mucho que pusiera a mi padre como excusa, no dejaron de insistir, así que al final, me rendí. Eso sí, siempre con la condición de que no implicara saltarme cualquier cosa que mi padre quisiera organizar, si es que organizaba algo. Y, conociéndolo como lo conocía, era un hecho.

Algo me cruzó la mente en ese momento, como un rayo de luz.

- No me voy a librar de ninguna manera, ¿no? – todos negaron con la cabeza -. Entonces, ¿hay algún problema si invitara a alguien más?

- ¿Va a venir Andrea? – exclamó Kim. Al mismo tiempo, Ryan chasqueó la lengua y puso los ojos en blanco. Le dediqué una mirada de desaprobación. Cuando quieres, eres bastante desagradable, Martin.

- Ojalá. No creo que pueda, y ahora menos que ha conseguido trabajo.

- ¿Al final le dieron el puesto en la tienda de ropa? – inquirió Simon. Asentí.

- En cualquier caso, puedes llevar a quien te apetezca, TJ – concluyó Kim -. Al fin y al cabo, es tu cumpleaños.

- Pero es tu casa – repliqué.

- Que te calles e invites a quien quieras.

Tenía muy claro a quién quería invitar a la fiesta. Lo que no tenía tan claro es que ellos estuvieran de acuerdo. Más concretamente, que Ryan estuviera de acuerdo, cosa que era bastante improbable.

Pero quería darle una oportunidad. Por eso, dejé una nota en su taquilla antes de entrar en clase, diciéndole que el día veintinueve celebraríamos una fiesta por mi cumpleaños y que me gustaría que fuera. Le dejé también mi teléfono móvil y mi dirección de correo electrónico para que pudiera responderme lo antes posible.

La respuesta tardó cuatro días en llegar, lo cual, tal y como pensaba, demuestra que tuvo que hacer un gran esfuerzo por tomar la decisión. Cuando abrí mi bandeja de correo, apareció un mensaje entrante:

<<Gracias por la invitación. Me encantaría ir. Cuenta conmigo, pero por favor, no se lo cuentes a nadie. Harriet>>.


Las siguientes tres semanas fueron un verdadero infierno. Fueron veintiún días yendo de clase a la biblioteca, y de la biblioteca a casa, pero no para dormir, sino para seguir estudiando. Mi vida social se redujo a citas románticas con mis libros y mis apuntes. De hecho, en ese tiempo, apenas hablé con Andrea, salvo tres o cuatro veces. Desde que empezó a trabajar, apenas tiene tiempo libre, y nuestros horarios prácticamente no coinciden. Es más, creo que vi a mi padre una o dos veces. Cuando no estaba en la Iglesia, estaba recluido en mi cuarto, y siempre me subía la cena a mi habitación para no perder demasiado tiempo. Él no se quejó en absoluto. De hecho, todas las tardes, cuando volvía de estudiar, siempre me encontraba una bolsa con gominolas encima de mi escritorio, por el tema de que el cerebro necesita glucosa para rendir bien y demás chorradas que mi padre lee en las revistas. Paranoia o no, era un detalle genial.

Y, sinceramente, de no ser por Ryan, habría muerto de agotamiento. Prácticamente pasábamos las veinticuatro horas del día juntos, dándonos apoyo moral. Muchas tardes fue mi compañero de encierro en casa, y de no ser por él, habría llevado fatal los exámenes. Aunque había conseguido ponerme al día, aún había muchas cosas que no dominaba, y Ryan fue tan amable de echarme una mano, especialmente con la Física y la Biología. Por mi parte, yo le ayudé en lo que pude con las derivadas y las integrales.

Durante la temporada de exámenes, comimos mal y dormimos poco a partes iguales, pero lo hicimos juntos. Y, personalmente pienso, que este pequeño infierno personal nos unió mucho más. Compartimos chucherías, latas de Red Bull, comida rápida y café muy cargado. Hasta que, incluso, la noche antes del último examen, nos quedamos dormidos a la vez en el sofá, en uno de esos momentos de imperiosa necesidad de distracción. Cuando nos despertamos, mi padre nos había tapado con una manta y nos había traído comida china para cenar. Fueron unas semanas muy duras, pero a la vez fueron una experiencia muy bonita, en cierta manera.


El día de mi cumpleaños, al acabar nuestro último examen, sentí una inmensa sensación de orgullo y de alivio. Fue al salir del aula de Literatura cuando Ryan me felicitó, me dio un abrazo enorme y me regaló una bolsa con uno de esos croissants que a mi padre y a mí nos gustan tanto. La pena era que estaba ya frío. Según él, hasta que no terminaran oficialmente los exámenes, no podría tener un cumpleaños feliz. Y era cierto. Al salir del examen, miré mi teléfono, y estaba a rebosar de mensajes de felicitación de mis amigos de Washington, de mis tíos y de mis abuelos. Y, como me esperaba, no había señal alguna de mis hermanas. Me sentí un poco decepcionado, pero no podía culparlas. Seguramente ellas tenían tantas ganas de felicitarme como yo de recibir algo suyo, pero mi madre era implacable al respecto. Podía imaginármela perfectamente amenazándolas con castigarlas si se les ocurría llamarme. Qué asco de mujer.

A la hora del almuerzo, los chicos se me lanzaron encima y me hicieron la enorme putada de cantarme el cumpleaños feliz en medio del comedor, en medio de todo el mundo. Y yo no sé qué me daba más ganas de morir, si el hecho de que estuvieran cantando o que todos nos miraran con un desprecio y una indignación tóxicas.


A las ocho y media de la tarde ya estaba listo para marcharme a casa de Kim. Como hacía un frío horrible, no me preocupé en arreglarme demasiado, y me puse varias capas de abrigo como una cebolla. Mi padre, que es más bueno que el pan, insistió para que fuera hoy a la fiesta que me habían organizado, y que iríamos a celebrar mi cumpleaños el domingo, y así tendríamos una excusa para ir a comer fuera. Entre eso, y el disco duro externo de un terabyte que me había regalado, me sentí el hijo más afortunado del mundo.

Kim vive al otro lado del pueblo, en una de las primeras urbanizaciones residenciales que se construyeron en la periferia, y tenía que atravesar todo el centro. Aprovechando esto, por la mañana mandé un correo a Harriet, con quien no había hablado durante todo este tiempo, y le ofrecí que fuéramos juntos hasta allá. Recibí su contestación por la tarde, diciéndome que le haría un favor, porque no tenía ni idea de dónde era la fiesta. Francamente, me sorprendió que aceptara. ¿Acaso no le importaba que pudieran vernos juntos por el centro del pueblo?

Estaba esperándome en la plaza, apoyada en el muro de la fuente. La saludé con la mano al acercarme, y ella sonrió tímidamente al verme llegar. Llevaba puestas unas enormes gafas de sol, a pesar de que el cielo estaba encapotado, y el famoso gorro de punto gris. No me sorprendí en absoluto: ya decía yo que era demasiado extraño que hubiese accedido sin más. Cuando llegué a su lado la observé fijamente, asomando la cabeza por encima de varias capas de abrigo, o de al menos de un jersey negro de cuello alto y un abrigo gris, y no pude evitar reírme para mis adentros. Era tan menuda y tan poquita cosa. ¿Cuándo podría medir exactamente? ¿Medio metro? O lo mejor ni siquiera llegaba. En cualquier caso, me parecía adorable de una forma que no era capaz de explicar.

- Hola – dije en voz baja, un poco nervioso por cómo pudiera reaccionar -. ¿Llevas mucho tiempo esperando?

- No, acabo de llegar – contestó con un tono de voz normal, así que me relajé. Al menos no tendríamos que hablar por señas -. Gracias por acompañarme, Jameson.

- Por favor, puedes llamarme por mi nombre de pila.

Harriet se ruborizó ligeramente.

- Oh, perdona… Thomas.

- ¿Thomas? – me eché a reír, y ella me miró asustada -. No, tranquila, sí que me llamo así. Se me hace un poco raro, porque sólo mi padre y mi novia me llaman Thomas.

Algo que no fui capaz de detectar nubló el rostro de Harriet, quien, además, se abrazó la barriga mientras se miraba las botas.

- ¿Tienes novia…? – preguntó con un hilo de voz.

Un momento. No sólo sí que tenía novia, sino que encima… no podía ser. Saqué apresuradamente mi teléfono del bolsillo y eché un vistazo a la bandeja de entrada. Nada. Revisé también el registro de llamadas, y tampoco encontré nada. Increíble. No sólo sí que tenía una novia, sino que encima, no me había felicitado aún por mi cumpleaños. Era demasiado extraño. Nunca en la vida se había olvidado, ni siquiera cuando aún no salíamos juntos. De hecho, a Andrea nunca se le olvidaba un cumpleaños. Entendía que, en horas de trabajo, no podía llamarme, pero por lo menos podría haberme mandado un mensajito, ¿no? Me puse realmente nervioso y me dispuse a llamarla, pero caí en la cuenta de que, antes de las nueve, nunca salía de trabajar, así que decidí dejarlo para un poco más tarde.

Tío, menudo mosqueo. Esto nunca me había pasado. Me metí el móvil en el bolsillo y pateé una piedrecilla contra la roca de la fuente.

- ¿Pasa algo? – preguntó Harriet.

- Oh, no, nada, perdona – me excusé -. Sí que tengo novia. Tenía que llamarme, y aún no lo ha hecho, y estoy algo preocupado – antes de que pudiera pedir explicaciones, me adelanté -. ¿Vamos? Si nos quedamos aquí más rato, nos congelaremos.

Harriet y yo echamos a andar hacia la casa de Kim. Se me hizo más largo de lo que realmente era, porque caminamos en un silencio sepulcral, cada uno mirando hacia delante. Bueno, ¿y qué esperaba? Es normal que Harriet estuviera cortada, yo también lo estaba. No sabía de qué hablar con ella. Ni siquiera tenía una ligera idea, y hablar del tiempo me parecía ridículo.

A unos cien metros de la entrada a la urbanización, fue ella la que rompió el hielo.

- Oye, Jame… Thomas – titubeó. Vi cómo, nerviosa, se enrollaba un mechón de pelo en el dedo -. Gracias por haberme invitado.

- De nada, no tienes por qué darlas.

- ¿Puedo preguntarte por qué lo has hecho?

Me pilló tan de sopetón que tuve que detenerme.

- ¿Qué quieres decir?

- Bueno, tú y yo… no tenemos ninguna relación apenas, y… no sé…

Enseguida vi adónde quería llegar.

- Porque me apetecía que vinieras – respondí. Fui totalmente sincero con ella, y creo que no se lo esperaba, porque su cara se encendió como una cerilla. Qué mona -. Además, dijiste que te gustaría ser amiga de Ryan. Creo que ésta es una buena oportunidad, ¿no?

Pasó de estar roja como un pimiento a estar blanca como la clara de un huevo frito en décimas de segundo.

- ¿Ryan va a ir a la fiesta? – asentí, y su voz se elevó varias octavas -. ¿Sabe que voy a ir yo?

- Aún no lo sabe nadie. Quería que fuera una sorpresa.

Harriet se dio media vuelta y echó a andar a paso rápido. Fui tras ella cuando reaccioné.

- ¿Qué estás haciendo?

- No puedo ir. Ryan me odia – musitó, con voz quebrada.

- No digas eso. No te odia.

Bueno, eso no era del todo cierto.

- He visto cómo me mira. No le va a hacer ninguna gracia verme, y no quiero aguarte la fiesta. Mejor me vuelvo a casa.

Me sentí repentinamente molesto. No iba a consentir algo así. La miré a los ojos y le advertí con la mayor seriedad que me fue posible:

- Harriet, eres una invitada a mi cumpleaños, no al suyo. Él no decide a quién me apetece invitar o a quién no. Y yo quiero que vengas – seguía sin convencerle demasiado la idea, así que insistí -. Por favor. Hazlo por mí, al menos.

Mi táctica dio resultado, porque vi cómo caía su defensa y se echaba a andar de nuevo en la dirección correcta.

- Está bien, tú ganas – dijo por lo bajo.


La casa de Kim era la penúltima de la hilera de casas blancas de la urbanización. Miré mi reloj: marcaba las nueve menos diez. Llegábamos diez minutos antes de la hora prevista. Toqué el timbre, y fue Ryan el que nos abrió la puerta. Tengo que admitir que estaba francamente guapo: se había puesto una camisa negra de botones y unos vaqueros oscuros. Además, me fijé en el detalle de que había cambiado su inseparable piercing plateado por una espiral negra. Me sentí idiota por no haberme puesto nada más que una camiseta y unos vaqueros, que, encima, no eran mis mejores pantalones. Si lo llego a saber, me habría puesto algo más formal, ¡pero es que hacía un frío de la ostia!

Ryan me dedicó una sonrisa tierna cuando me recibió en el umbral de la puerta.

- Que sepas que eres el último, James… - entonces reparó por primera vez en Harriet, que se había quitado las gafas y lo saludaba tímidamente con la mano. Le cambió la expresión de golpe, y casi escupió la pregunta -. ¿Qué hace ella aquí?

Harriet se quedó en blanco, y a mí me hirvió la sangre. Pero bueno, ¿por qué eres tan gilipollas, Ryan? Eso no es propio de ti.

- Pues porque la he invitado yo –fui tajante, quizás demasiado -. ¿Tienes algún problema?

- No – el chasquido de lengua lo delató -. No me molesta, pero me resulta extraño.

- Puedo irme a casa si… - apresuró Harriet con voz nerviosa. La detuve antes de que continuara.

- De eso nada. Vamos a pasar un buen rato, ¿de acuerdo?

Miré inquisidor a Ryan, y él puso los ojos en blanco. Se retiró de la puerta, y ambos pasamos. Dejamos nuestros abrigos en el recibidor y nos adentramos en el salón. Era una habitación bonita y sencilla, con muebles de madera y tapizado rojo. Las paredes eran de color vainilla, y junto a la chimenea, en el extremo del cuarto, descansaba una televisión de dimensiones estratosféricas. Todos estaban sentados alrededor de una mesita baja para café. ¿Cómo es posible que todos, absolutamente todos, llegaran antes de la hora que habíamos acordado? Me saludaron al unísono.

- Llegas tarde, capullo – exclamó Harry.

- Eso es mentira. Habíamos quedado a las nueve. He llegado el último, pero no por ello he llegado tarde. El problema es vuestro, que sois unos cagaprisas.

Kim se levantó y miró con curiosidad a Harriet.

- ¿Quién es tu amiga? – preguntó.

Casi me olvido de Harriet. Estaba detrás de mí, con los hombros encogidos y la mirada fija en el suelo. Sonreí, un poco por ternura y otro poco por compasión. Yo era bastante tímido, aunque reconozco que convivir con Ryan durante todo este tiempo me había ayudado a superar un poco mi timidez. Pero Harriet era demasiado introvertida hasta para mí.

Cogí a Harriet de la mano y la acerqué al grupo. Dio un respingo, y al principio se resistió un poco, pero luego cedió.

- Chicos, ésta es Harriet Green. Está en mi clase, conmigo y con Ryan.

Mina se llevó una mano a la frente.

- ¡Ya decía yo que me sonaba tu cara, pero no conseguía ubicarte! – exclamó -. Ahora ya lo sé. He tenido que verte en el instituto.

Oí a Zack decir por lo bajo que no la había visto en su vida, y a Simon preguntar si aquélla no era Andrea. Por Dios, viven en el mundo de la piruleta.

Sorprendentemente, Harriet tomó la iniciativa por su cuenta y se acercó a Kim. Estaba incómoda y le temblaba un poco la voz, pero lo supo gestionar mejor de lo que esperaba.

- ¿Tú eres Kim? – la aludida la miró, perpleja, y asintió. Entonces, metió la mano en el bolso y sacó una botella de cristal -. He traído esto. Es para darte las gracias por invitarme a tu casa y… bueno, no sé si es un buen regalo, pero como Thomas me dijo que iba a haber un botellón, pues… en fin, que esto es para ti.

- ¿Una botella de Absolut? – a Kim se le iban a salir los ojos de las órbitas -. ¡Pero si esto es carísimo! ¡Cuesta por lo menos veinte pavos!

A Harriet se le escapó un atisbo de sonrisa.

- ¿Te gusta? ¿O es demasiado ostentoso?

- ¡Es genial! – exclamó Kim, eufórica -. Ha sido un detallazo… Harriet, ¿verdad? Te lo agradezco, aunque no tenías por qué. Es TJ quien te ha invitado, no yo – dio media vuelta y le enseñó su pequeño tesoro a Harry -. ¡Mira, tú, imbécil! ¡Ya no tendremos que beber tu mierda de vodka barato que sabe a matarratas!

Harry le dedicó un corte de mangas, y Simon salió en su defensa.

- Mi padre no tenía nada más en casa. Te recuerdo que, la última vez que intentamos comprar alcohol, llamaron a mi madre, y estuvimos castigados tres semanas.

- No os preocupéis, yo me beberé vuestro matarratas – prometió Zack entre risas -. A mí me da igual mientras sea vodka.

Mientras los chicos discutían sobre las propiedades para el hígado del vodka de los gemelos, Mina se había levantado del sofá y se había acercado a Harriet para presentarse. Ésa era mi Mina. La verdad, no podría ser más encantadora. De hecho, consiguió en apenas un minuto que Harriet se relajara un poco y empezara a sonreír. Sin embargo, cuando Kim le rodeó la cintura con el brazo mientras hablaban, tuve que apartar la mirada de ellas. Había aceptado que Kim y Mina eran pareja, pero aún me resultaba bastante incómodo verlas en actitud cariñosa.

Ryan apareció a mi lado, y me di cuenta de que había estado ausente todo este rato.

- ¿Dónde estabas? – quise saber.

Se encogió de hombros.

- En la cocina.

Tu cara es un poema, chaval.

- ¿Estás enfadado conmigo?

- No, es sólo que… - bufó, y volvió a poner los ojos en blanco -. No sé por qué la has invitado. Es una falsa y una hipócrita.

Te estás pasando.

- Es mi cumpleaños, y creo que tengo todo el derecho del mundo a invitar a quien me apetezca. Y me apetecía invitarla a ella. Quiero darle una oportunidad. Tú mismo dijiste que en realidad era una chica maja.

Desmonté rápidamente su ofensiva, y levantó los brazos en señal de rendición.

- De acuerdo, tienes razón. Lo siento. No me fío de ella, TJ, sólo es eso. Me he pasado un poco con el comentario, perdóname. Vamos a divertirnos y ya está – me guiñó un ojo -. Me portaré bien con ella, lo prometo.

El gesto me deshizo por completo, y en seguida se me pasó el mosqueo. Era imposible estar enfadado con Ryan.

El timbre de la puerta sonó un par de veces, y todos miramos atónitos a la puerta y luego al salón, preguntándonos si faltaba alguien. Kim salió disparada hacia el recibidor.

- Tranquilos, chicos, he pedido unas pizzas – aclaró -. No pensabais hincharos a beber con el estómago vacío, ¿verdad?


Ocho pizzas familiares y un par de copas después, el ambiente había empezado a ponerse divertido. Al menos por mi parte. No era un bebedor asiduo ni mucho menos, pero tomaba algún trago de vez en cuando mientras aún vivía en Washington. La falta de hábito al alcohol de las últimas semanas y la poca grasa que había ingerido mi cuerpo – Kim tuvo el detalle de pedir una pizza sin queso para mí, con lo que, básicamente, había comido pan con tomate – hicieron que, al tercer vaso de vodka con limón empezara a estar algo mareadillo. Que no borracho, he de aclarar. Tenía la mandíbula un poco suelta y las cosas me hacían más gracia de lo normal. Pero no estaba borracho.

El que estaba bastante peor que yo era Harry. Bebe demasiado deprisa; más que beber, engulle como un pato. Y encima, whiskey. No se estaba arrastrando por el suelo porque estaba sentado, que si no.

Harriet, por su parte, intuyo que debía de estar bebida. Llevaba un buen rato charlando animadamente con Kim y Mina, y eso, estando sobria, no lo haría ni de coña. Kim, a pesar de llevar… creo que cuatro o cinco copas de vodka con una especie de líquido morado no identificado, estaba bastante más entera de lo que pensaba.

El que me dejó a cuadros fue Ryan. De no ser porque le estaba viendo el vaso lleno de… no sé, era marrón, Coca-Cola con algo, supongo, habría jurado que estaba bebiendo agua. Estaba completamente sobrio, daba hasta miedo. Pero bueno, ¿este tío es inmortal o qué?

Dejé mi análisis de alcoholemia y volví a la conversación.

- Una cosa te voy a decir – confesó Zack, muy despacio y aguantándose la risa -: Stacey Spellman es un zorrón, ¡pero yo me la tiraría!

- Me han dicho que tiene las tetas de plástico – añadió Simon.

- Como Mina, ¿no? – Ryan se había acercado sigilosamente por detrás, y mientras decía eso, había deslizado los brazos por debajo de sus axilas y le había apretado los pechos a la aludida sin mucha delicadeza. Mina pegó un chillido y salió corriendo detrás de él para pegarle.

Ahora que lo pienso, a mí también me habría gustado tocarle las tetas. Pero mi cerebro, o la parte que resistía lúcida frente al alcohol, se detuvo en otro pensamiento.

- Oíd, hablando de Stacey, siempre he tenido una duda – dije, y todos me observaron atentos -. ¿Cómo es posible que…? Harriet, no te ofendas. ¿Cómo es posible que gente que tiene dinero para hacerse operaciones estéticas estudia en un colegio público?

- Oye, ni que yo me limpiara el culo con billetes de cien dólares – se quejó Harriet.

- Pues porque son tan inútiles que no llegan ni al cinco en la prueba de acceso al Trinity – apostilló Kim, y dio otro sorbo a su vaso.

- ¿Trinity? ¿Como la de la peli de Matrix?

- No – Simon se echó a reír, y yo me sentí estúpido -. El Trinity High School. Es el único centro junto con el Saint John’s en un radio de setenta kilómetros.

- Es un instituto privado - continuó Mina, quien se había cansado de perseguir a Ryan -. Y vale una pasta. Pero tiene la peculiaridad de que, para poder ingresar, tienes que pasar unos exámenes durísimos. Y la nota de corte es muy alta.

- Necesitas un mínimo de un ocho y medio sobre diez para poder entrar – añadió Harriet.

- ¿Un ocho y medio? ¡Madre mía! – exclamé -. Ese sitio debe de estar lleno de genios.

- Pues Ryan aprobó las pruebas, y estuvo matriculado un año – confesó Harry con una risa propia del marujeo -. ¿Verdad, Ryan?

- Tienes que estar de coña – dije.

Ryan se rascaba la nuca, incómodo. Venga ya, no me digas que te da vergüenza decir que eres un lumbreras.

- Sí, bueno, saqué un ocho con ocho en los exámenes de acceso. Pero mi madre no podía costearse la matrícula, y tuve que cambiarme al público hace dos años.

- Yo también me presenté a las pruebas, pero no pasé del siete – dijo Harriet, abriendo su quinta lata de cerveza -. Aunque, de todas formas, sin una beca, no habría podido pagarlo. Y menos mal que no entré, porque jamás me la dieron.

Desconocía por completo la existencia de ese instituto para grandes mentes. ¿De verdad que Ryan consiguió pasar los exámenes? No me lo creo. O sea, el niño no es tonto, pero de ahí a ser el Albert Einstein de nuestra generación…

- ¡Eh, panda de borrachos! – gritó Mina -. ¿Quién quiere jugar a “Yo nunca”?

No hubo prácticamente objeciones. Nos reunimos en círculo alrededor de la mesita baja con unos vasos de chupitos que Kim había sacado para jugar. Mina los llenó de la mierda morada que Kim estaba bebiéndose con el vodka. Espero que no tuviera alcohol, porque yo estaba empezando a marearme un poco.

Me fijé en que Ryan no tenía vaso, y eso me extrañó. ¿Por fin había empezado a subírsele el alcohol? ¡Ya era hora!

- Yo primero – exclamó Zack con el vasito en la mano -. Yo nunca… ¡yo nunca he tenido la entrepierna de alguien en la boca!

Después de una ruidosa carcajada general, Kim, Mina, Zack, Simon y Harriet se bebieron su trago. De todos ellos, la que más me sorprendió fue Harriet. No me la imaginaba… en fin, chupándosela a nadie. Y nada más pensar en que Kim y Mina… ¡por Dios, no! Yo, por mi parte, me habría gustado beber, pero no lo hice. Andrea siempre se negó a practicar sexo oral. Decía que era demasiado sucio.

Mi aturdida y ebria mente tuvo un atisbo de lucidez en el preciso momento en el que recordé a Andrea. Saqué torpemente mi móvil del bolsillo, esperando encontrar una llamada o un mensaje suyo, pero no había absolutamente nada. Miré el reloj en la pantalla: era casi medianoche. No sé si fue por el alcohol, o si en circunstancias normales lo habría hecho de todas formas, pero me encendí como una cerilla, y esta vez no dudé en que debía llamarla y cantarle las cuarenta. Me aparté a la cocina y marqué su teléfono. Respondió al cuarto tono.

- ¿Dígame?

Oí el rumor de gente charlando de fondo, y eso hizo que me cabreara aún más.

- ¿Dónde estás? – escupí.

- ¿Por qué me hablas así?

- Estoy un poco borracho.

Noté enseguida cómo se ponía hecha una fiera. Ese silencio prolongado y esa respiración entrecortada. Siempre hacía lo mismo cuando se enfadaba conmigo.

- ¿Y se puede sabes por qué estás borracho, Thomas Jameson?

Me lo has puesto a huevo, nena.

- Porque estoy en una fiesta celebrando mi cumpleaños.

Se produjo otro silencio largo, pero no porque estuviera enfadada, sino porque la había pillado.

- Mierda – susurró, incómoda -. Mierda, mierda, mierda, maldita sea, lo siento. No me he… no he tenido tiempo de llamarte.

- ¿Que no has tenido tiempo? ¿En todo el día?

- He salido muy tarde de trabajar. Luego me… me he ido directamente a casa. Estoy muy cansada.

Esa pausa no me ha gustado nada.

- ¿De verdad que no has tenido tiempo de mandarme un miserable mensaje?

- Pero bueno, ¿desde cuándo puedes decirme lo que tengo o no tengo que hacer? ¡Te recuerdo que, si estoy trabajando, es por ti! ¡Para ir a verte! – chilló de repente.

Pero bueno, ¿por qué se enfada? ¿Y desde cuándo yo soy el malo de la película? ¡Soy yo el que está enfadado, y tú tienes la culpa!

- ¡No me jodas, Andrea! ¿Cómo es posible que no me hayas mandado un triste mensaje en todo el día? ¿Te tienen explotada en esa tienda o qué? ¡No me lo creo!

- ¿De qué vas, tío? ¿Me estás llamando mentirosa?

De repente, al fondo del auricular, empieza a sonar una canción, y la gente que antes murmuraba había empezado a gritar. Me revolví entero. Tenía el teléfono agarrado con tanta fuerza que los nudillos se me habían puesto blancos.

- Con que te has ido a casa, ¿eh? – gruñí entre dientes.

- TJ, yo… - intentó excusarse, pero antes de que volviera a soltarme otra bola, la corté.

- Has pasado de llamarme por mi cumpleaños porque te has ido de fiesta. ¡Muy bien. Andrea, muy bien! ¡Me parece cojonudo! – entré en cólera -. ¿Pues sabes qué te digo? ¡Que te puedes ir un poco a la mierda! ¡Hala, que te diviertas!

Colgué la llamada y lancé el teléfono contra la mesa. La carcasa y la batería salieron disparadas cuando impactaron contra el suelo. En realidad me daba igual si me lo cargaba. Estaba muy enfadado, a la vez que hecho polvo. Jamás me habría esperado esto de Andrea. Jamás. Y el vodka no me ayudaba a pensar las cosas desde una perspectiva más comprensiva. Me apoyé contra la pared y me llevé las manos a la cara, buscando las fuerzas para no seguir rompiendo cosas.

Ryan entró corriendo en la cocina.

- Hey, he oído gritos y un golp… ¿TJ, va todo bien? – se acercó a mí y me sujetó por los hombros -. ¿Qué te pasa?

De verdad, de todas las personas a las que quiero ver en este momento, tú lideras la cola, Ryan. Vete, por favor.

- TJ, ¿qué ha pasado?

Si todavía podía seguir haciendo el idiota a causa de la bebida, mi ebrio subconsciente iba a aprovechar la oportunidad.

- ¿Quieres saber lo que pasa? ¿Quieres saber lo que pasa? ¡Que estoy hasta las narices de ti! ¡De ti, y de que no me cuentes nada! ¡Tú me conoces mejor que yo mismo, y yo no sé nada de ti! ¡Nada! ¿Por qué no me cuentas las cosas, Ryan? ¿Por qué no confías en mí?

Hacía varios días que no pensaba en ello, y no sé exactamente por qué lo solté de repente. Supongo que fue porque se me acumularon varias cosas. O por la alineación planetaria, yo qué sé.

Ryan se quedó lívido. No se esperaba esa respuesta para nada. Sinceramente, yo tampoco. Vi en sus ojos, en esos hipnóticos ojos azules, cómo por dentro se iba haciendo pedacitos. Pero en aquel momento, eso me daba un poco igual. Yo sólo quería mi explicación. Ryan se había puesto muy nervioso: se estiraba las mangas de la camisa y no era capaz de mirarme a la cara.

- ¿A qué viene esto? TJ, yo confío en ti… musitó, fijando la vista en algún lugar a su izquierda.

- ¿Entonces cuál es el problema? ¿Por qué no me cuentas nada? ¿Por qué no me dejas conocerte, Ryan? ¿Por qué huyes de mí?

Había empezado a subir poco a poco el tono, hasta que acabé gritando. Empezaron a saltárseme las lágrimas de pura rabia e incomprensión. Ryan también me gritó, y en ese momento deseé que nunca lo hubiera hecho:

- ¡Porque hay cosas de mí que no quiero que sepas!

Ahora era yo el que se había quedado sin habla. ¿Cosas que no quería que supiera? ¿Qué clase de cosas? ¿Qué puede ser tan grave para no querer contármelo? Ryan, ¿qué coño me estás escondiendo?

Antes de poder formular todas esas preguntas que rondaban mi mente, él se disculpó y dejó la cocina. Su expresión era un verdadero poema. No sé en qué estaría pensando, pero fue como si le hubiese clavado un puñal en la espalda. Todo su cuerpo transmitía un dolor y un sufrimiento que no entendía. Le pedí que se quedara, pero apenas reparó en que le había hablado. Y entonces me vi solo en aquella cocina, sintiéndome como una auténtica mierda y con unas inmensas ganas de desaparecer de la faz de la Tierra. Me senté en una de las sillas y hundí la cabeza entre los brazos, dejándome llevar por el llanto.

Me prometí que ésa sería la última vez que bebería tanto.

Oí a alguien entrar en el cuarto, y enseguida me incorporé para comprobar si Ryan había vuelto. No tuve suerte: era Harriet, buscando un rollo de servilletas. La silla chirrió al levantarme, y ella dio un respingo. Según me vio, se acercó a mí, preocupada.

- Thomas, ¿qué te pasa?

Negué con la cabeza. No tenía ganas de hablar.

- ¿Hay algo en lo que pueda ayudarte?

Levanté la mirada, y la vi justo delante de mí. Yo estaba sentado, y ella de pie, y nuestras cabezas estaban a la misma altura. Tenía sus ojos oscuros clavados en los míos, y no sé exactamente por qué, pero sentí la imperiosa necesidad de abrazarla. A ella, o a quien fuera. Me daba igual. Sólo necesitaba un hombro sobre el que hincharme a llorar. Y, como ella estaba allí, antes de que pudiese reaccionar y salir corriendo, hundí la cara en el hueco entre su cuello y su hombro, y me derrumbé. Lloré como un crío, dejando que las emociones salieran solas, sin importarme qué pudiera estar pensando ella de mí. No me importaba lo más mínimo, francamente. En un primer momento ella pareció tensa, probablemente estaba intentando digerir mi comportamiento, pero luego su cuerpo se fue relajando, y acabó devolviéndome el abrazo y apretándome contra su pecho. Nunca pensé que pudiera hacer algo así, pero la verdad es que eso ayudó a reconfortarme antes de lo que pensaba. Eso, y el agradable olor a perfume de su cuello. Olía a madera y a flores. Y a cerveza.

Cuando hube sacado de mí todo lo que tenía acumulado, decidí que estaría bien quedarme abrazado a Harriet un poco más. Olía bien, era cómoda y tenía todo el tronco completamente pegado a su escote. Sus pechos eran grandes y blandos. Era una sensación muy agradable.

Demasiado agradable. Peligrosamente agradable.

No sé qué fue exactamente lo que se me pasó por la cabeza, pero cuando quise darme cuenta, ya no la estaba abrazando. La tenía cogida con fuerza por la cintura. La miré a los ojos, y ella hizo lo mismo. Tenía la boca entreabierta y su respiración empezó a entrecortarse. Maldito el momento: me estaba echando el aliento sobre la boca. Estaba caliente, y apestaba a alcohol.

Eso fue el botón que me activó. Antes de poder pararme a pensar en si realmente quería hacerlo y de darme cuenta de que estaba haciendo una estupidez, ya le estaba devorando la boca.

¿Han sido capaces de encontrar todos los guiños sobre mi persona que he colado de incógnito? ;)

¡Gracias por leer hasta el final! ♥