jueves, 28 de junio de 2012

El chico perfecto XII.

Una inexistente brisa helada me provocó un escalofrío que me recorrió toda la espina dorsal.

¿Mina es…? No, no puede ser cierto. Ni hablar.

- ¿Cómo que Mina y Kim son novias? –me atreví a preguntar. Mi voz apenas era más alta que un susurro.

- Que son pareja – Ryan levantó una ceja -. Como tú y Andrea.

- ¡Ya sé qué significa! – grité. No quería creérmelo.

- ¿No lo sabías? Pensé que Kim te lo había dicho. Por eso no te había contado nada.

Ryan me hablaba con total normalidad, pero aquello no lo era en absoluto. Kim, y Mina… mi Mina… debía de haber un error. Eso no podía estar pasando.

- No parecen… en fin, lesbianas – la palabra tembló en mi boca.

- Kim es lesbiana – corrigió -. Mina es bisexual. De todas formas, es un secreto. Nadie lo sabe salvo nosotros. Por eso fingen que no están juntas.

La cabeza me daba vueltas. Mi cuerpo se volvió de plomo.

No tengo nada en contra de los homosexuales. Es decir, nunca he conocido a ninguna persona homosexual, así que no tengo criterio para decir sin son buena o mala gente. Y tampoco me gusta generalizar. En fin, no dejan de ser seres humanos, como Ryan o como yo, y probablemente haya de todo.

Pero las relaciones homosexuales no terminaban de convencerme.

Lo de Mina y Kim me sentó como una patada en el hígado. ¿Cómo era posible que Mina y Kim fuesen pareja? No era posible. Siempre las había concebido como amigas, y que fueran novias no me entraba en la cabeza. Todas las miradas, todos esos gestos cómplices… lo tenía delante de las narices, y no me había dado cuenta.

Me había hecho una idea equivocada de Mina. Completamente. Y se me estaba viniendo abajo.

Un momento. ¿Es posible que…?

-TJ, ¿estás bien? – Ryan me observaba ceñudo.

Me sequé el sudor de la frente con el dorso de la mano. Bufé.

- ¿Desde cuándo Mina y Kim…?

- Desde hace un año, más o menos.

- ¿Y por qué…? – le interrumpí, sin pararme a pensar en lo que decía.

La cara de Ryan era un cuadro. No podía cerrar la boca de su asombro.

- Pues porque se quieren, ¿qué otra razón hay? ¿Qué más da?

Sacudí la cabeza tratando de calmarme, pero me hervía la sangre. Me había dado cuenta de algo.

¿Y si resulta que la revelación me ha impactado tanto porque estoy empezando a sentir algo por Mina? Nunca me había parado a pensar detenidamente qué clase de relación teníamos. En principio pensaba que no era más que amistad, pero… ¿y si Mina realmente me gustaba, y yo no me había dado cuenta? ¿Y si esa imagen de madre que veía en ella era fruto de otra clase de sentimientos? ¿Sería por eso por lo que estaba fan furioso?

¿Y qué pasaba con Andrea?

Estaba hecho un auténtico lío, y necesitaba romper algo.

- ¿A qué viene esto, TJ?

Ryan también parecía estar muy mosqueado. Sus hombros estaban tensos y su boca era una fina línea blanca.

Vomité las palabras.

- Porque esto no es normal.

- ¿Cómo que no es normal? ¿Qué estás diciendo? - levantó la voz.

- Son mujeres, Ryan. Son chicas. Y son amigas nuestras. ¡No puede ser! ¡No es lo normal!

Ryan no estaba mosqueado. Estaba furioso. Los puños le temblaban y tenía los nudillos blancos.

- Jamás pensé que fueras tan homófobo – escupió -. Me has decepcionado. ¡Eres un mierda!

Se dio la vuelta y se largó dando zancadas.

Aquélla era la primera vez que vi a Ryan enfadado. Conmigo, para más señas. No me gustaba. No me gustaba en absoluto. Los ojos le brillaban de ira, y la línea de su mandíbula estaba tan tensa que daba miedo.

Probablemente me había pasado cuatro pueblos, pero yo también tenía mis razones para estar enfadado. Enfadado y confuso.

Me marché a casa dándole vueltas al tema. No me hacía ninguna gracia que Mina y Kim fueran pareja, y me asustaba el por qué. No quería pensar que era porque estaba colgado de Mina.

Sólo tenía una forma de averiguarlo. Todavía con la mochila a la espalda, crucé el salón de casa hasta el teléfono de la cocina. Marqué el número de Andrea, y esperé. El corazón se me encogió tanto que dolía. Las manos me sudaban, y tenía el labio dormido de morderlo.

Oí su voz al cuarto tono.

- ¿Diga?

Cantarina, dulce y suave. Así era la voz de Andrea. Una sola palabra fue suficiente para que el estómago me diera un vuelco y notara mariposillas. Las pulsaciones aminoraron, y sentí como todo mi cuerpo se relajaba.

Ahora no tenía ninguna duda. No estaba colgado de Mina. Estaba enamorado de Andrea. Y hasta las trancas.

- Hola, Annie, soy yo – respondí.

Sentí cómo se alteraba ligeramente al otro lado de la línea. 

- ¡Hola! ¿Estás bien? ¿Pasa algo?

Mi bolsillo vibró. Saqué el móvil, y la pantalla me mostró un mensaje de texto. Era de Ryan.

Mi reacción ha sido exagerada. Lo siento. ¿Me dejas invitarte a un café mañana? Solo, bien cargado. R.

Sonreí en silencio y dejé el móvil sobre la mesa.

- Nada. Todo va fenomenal.


Cuando me desperté el sábado aún estaba amaneciendo. Estiré el brazo y agarré el despertador. Eran las ocho menos cuarto de la mañana. Enterré la cara en la almohada, aunque sabía que, una vez despierto, no iba a volver a dormirme. Di un par de de vueltas hasta que me aburrí. Me levanté y fui al cuarto de baño. Me miré al espejo: pelo revuelto, cara hinchada y ojeras. Divino.

Después de una larga ducha, me puse un pantalón de chándal y una camiseta y bajé al piso inferior. A medio tramo de escalera mi nariz detectó un agradable olor a pan tostado. ¿Mi padre estaba despierto a las ocho de la mañana? ¿Un sábado?

Asomé la cabeza por la puerta de la cocina, y allí lo encontré, medio escondido detrás de un periódico y con un sándwich de pavo a medio comer. Bajó el diario cuando entré.

- Buenos días, hijo – sonrió, animado, y señaló el bocadillo - ¿Quieres uno?

No tenía demasiada hambre, pero antes de poder decir nada, ya se había levantado hacia la encimera y trasteaba con un par de rebanadas de pan. Me dejé caer sobre la silla.

- ¿Qué tal la cena anoche?

Giró la cabeza para que pudiera ver su mueca de asco. Me eché a reír.

- Seguro que no fue para tanto.

- Comimos muy bien, en el Harrington’s sirven un cordero espectacular – detalló mientras cortaba unos tomates -. Pero Dios me castigó, y sentó a la señorita McHuggins a mi lado.

- ¿Esa señora mayor que vive cerca de la plaza, la secretaria de tu jefe? – asintió -. Parece una ancianita agradable.

Dejó el cuchillo sobre la encimera y se tapó la nariz con los dedos imitando el tono de voz de la mujer. También copió su pose, apoyando todo el peso del cuerpo sobre un solo pie y con los brazos en jarras.

- Mi sobrina Claudia se casa este verano, ¡y estamos hasta arriba con los preparativos! Ayer fui con mi hermana a mirar los manteles para el convite, y no podíamos decidirnos entre el crudo y el hueso – levantó los brazos y recuperó su voz -. ¡Será posible! ¡Son exactamente el mismo color, maldita sea!

Estallé en carcajadas, y casi me caigo hacia atrás, con silla y todo. Él también se echó a reír, y chasqueó los dedos, decepcionado por no verme en el suelo. Le lancé una de mis zapatillas de andar por casa, y él la esquivó sin esfuerzo.

Mi padre siempre hacía esas cosas, pero hacía bastante tiempo que no lo veía tan ridículo, metiéndose en el papel de señora irlandesa. A decir verdad, me sentía orgulloso de que así fuera. Siempre he admirado a ese tipo de gente que se niega a madurar del todo, y mi padre era una de esas personas. También en cierto que, físicamente, mi padre parecía más joven de lo que era. Pelo castaño oscuro, sin apenas canas ni claros; ojos verdes, enormes y expresivos bajo unas gafas de pasta; perilla perfectamente cuidada y piel lisa, con unas pocas arrugas alrededor de la boca y junto a los ojos. Y más, cuando bromeaba de esa forma tan natural, muy poca gente diría que tiene casi 44 años.

Yo le admiraba por eso, pero lo de pasarse los sábados corriendo y chillando con los niños en el parque me parecía excesivo. Y aún no se lo había dicho.

- Oye, a todo esto, ¿qué haces levantado tan pronto?

- Como ayer llegué tarde de la dichosa cena y no sabía si te vería esta mañana, te dejé una nota – señaló con la cabeza una pegatina amarilla colgada de la nevera -. Ayer me dijeron que tenía que ir a la oficina. Los informáticos van a hacer no sé qué con los equipos y tengo que estar ahí para supervisar la copia de los datos. Tengo tantas ganas de ir como de que me den una patada en el hígado.

- ¿Un sábado? ¿Y después de una cena de empresa? - se encogió de hombros, y me dejó el sándwich sobre la mesa junto con un vaso de zumo- ¿Pero cuánto has dormido?

- Llegué a eso de las tres y media… unas cuatro horas.

- Qué cara tienen.

- Al menos no estaré solo – aclaró -. También les toca pringar a Bruce, a Diana y a algunos más.

Diana Martin. Era la madre de Ryan. Lo único que sabía sobre ella era su nombre, y no porque me lo dijera el propio Ryan. Me entristecí. 

- Bueno – se estiró, y se dirigió al pasillo -. Voy a prepararme antes de que se me haga tarde.

- Papá – dije, y sentí como toda la sangre de mi cuerpo subía hasta mi cara. Él se detuvo -. ¿Esta tarde vas a ir al parque?

- Sí, claro. ¿Por qué?

Tragué saliva y me preparé para las risas.

- Voy a ir esta tarde con los chicos. Ellos… en fin, querían jugar.

Esperé la burla, pero no llegó. Al contrario, mi padre me miró muy serio, con los ojos entrecerrados, como si le hubiese ofendido.

- De verdad, Thomas, qué crío eres. Jugar al fútbol con los niños es de inmaduros.

Salió corriendo muerto de risa antes de que mi segunda zapatilla le alcanzara.

Aún no sentía hambre, así que subí a mi cuarto a hacer tiempo. Adecenté un poco mi habitación. Había quedado con Ryan para hacer los deberes, y siempre que subía a mi habitación, se metía conmigo. Tampoco es que aquello fuera una leonera. Yo tenía mi orden dentro del desorden. El problema era que Ryan era demasiado organizado.

Aunque, claro, yo sólo había estado en su casa una única vez, y él en la mía ha estado cientos de veces. Sentí un cosquilleo en la nuca cuando me acordé de aquel día. Recuerdo que había algo raro en su casa, algo que no encajaba, aunque seguía sin recordar de qué se trataba.

Estaba metiendo la ropa sucia en el cesto cuando sonó el timbré. Bajé las escaleras y abrí la puerta.

- ¿Ryan?

Me interrumpió, intuyendo mi pregunta.

- Ya sé que habíamos quedado a las diez, pero es que – se encogió de hombros – me desperté a las cinco y no pude volver a dormirme. Incluso salí a correr una hora para pasar el tiempo. Cuando volví a casa me aburría mucho, así que he venido.

Antes de que pudiera quejarme, sacó una bolsa de papel marrón de su mochila. Inclinó la cabeza, y me miró a través de las espesas pestañas, alzando sus ojos azules.

- He traído croissants. Aún están calientes.

Ryan uno, TJ cero. ¿Quién podía decirle que no a esa cara? Dejé escapar una sonrisa.

- Anda, entra, capullo – le di un golpecito en el hombro mientras cruzaba el umbral -. Tienes suerte de que estuviera despierto.

- ¿Tú tampoco podías dormir? - se sentó en la mesa de la cocina y sacó un croissant de la bolsa.

- Me desperté y no logré volver a conciliar el sueño – partí el sándwich de pavo en dos triángulos -. Toma, ésta para ti.

Tenía la boca llena, así que me guiñó un ojo. Había pasado un mes desde que le conocí, y no había día en que no pensara en lo terriblemente atractivo que era Ryan. Y la envidia que me daba. Nunca he tenido problemas para reconocer cuándo un tío es guapo. Igual que puedo opinar objetivamente sobre una chica, puedo hacerlo también sobre un chico. Y a Ryan no le encontraba ningún defecto: piel pálida, pelo rubio suave, labios carnosos, dientes blancos y ojos azules como lagunas. Si yo fuera una chica, probablemente le iría detrás a Ryan.

Entonces me di cuenta de algo. Me había confesado que no tenía novia, pero no me especificó si era porque no le interesaba, o porque no ligaba. Y me costaba creer lo segundo. ¿De verdad que Ryan no tenía éxito con las chicas?

Mi padre bajó a paso rápido las escaleras y se acercó a la cocina, ya preparado para irse. Como se trataba de un asunto extraoficial, había cambiado la camisa y los pantalones de pinza por un polo verde y unos vaqueros oscuros.

- ¿Qué es eso que huele tan bien? – observó la bolsa de los croissants, y luego reparó en Ryan -. Buenos días, Ryan. Hace semanas que no te veía. ¿Cómo estás?

Ryan le dedicó su mejor sonrisa. El metal del piercing destelló.

- Hola, señor Jameson. Muy bien, gracias. La verdad es que he estado ocupado sacando a su hijo a pasear.

Mi padre me dio un codazo, y yo le devolví una mueca.

- ¿Los has traído tú? – señaló la bolsa de papel. Ryan se la acercó.

- Coja los que quiera.

- Gracias, me encantan estas cosas – envolvió uno en una servilleta, y tras pensarlo un momento, envolvió un segundo -. Creo que le voy a llevar uno a tu madre.

Ryan se echó a reír.

- Lo necesita. Estaba de muy mal humor cuando salió de casa esta mañana.

- ¿Tu madre ya se ha ido? – comprobó su reloj -. Entonces es mejor que me dé prisa. Si a la hora de comer os entra hambre, hay treinta dólares en el bote de la mesa de la entrada. Pedid una pizza, comida china, o lo que queráis, ¿vale? Y no esperéis a que yo vuelva, porque no sé cuánto tardaré – se colgó la cartera al hombro y nos despidió con la mano -. Sed buenos.

- Que tengas un buen día – respondí.

Después de apurar el desayuno pasamos gran parte de la mañana resolviendo integrales y otros problemas de matemáticas en mi habitación. Ryan se acomodó sobre mi cama, y yo aproveché el poco hueco libre de mi escritorio. Íbamos a empezar con los ejercicios de francés cuando sonó mi móvil. Leí el número en la pantalla, y en seguida lo deposité en la mesa y dejé que sonara. Sentí la mirada de Ryan clavada en la espalda. Giré la silla y me excusé:

- Es la quinta vez que me llaman los de la compañía telefónica para ofrecerme un cambio de contrato. Ya ni les cojo la llamada.

Por supuesto, era mentira, y por su reacción, Ryan debió de darse cuenta, aunque hizo como que se lo creía. Era Mina. Llevaba evitándola desde que me enteré de lo de ella y Kim, y desde entonces, me llamaba dos o tres veces al día. Simplemente no podía hablar con ella. No sabía qué decirle o cómo tratarla, ahora que sabía lo suyo. De repente, me sentía muy incómodo cuando pensaba en ella…

Eso hizo que me deprimiera. Le tenía un cariño especial a Mina, y enterarme de que le gustaban las chicas había sido un chasco enorme.

Un tono volvió a sonar, pero no era el de mi teléfono. Era una llamada del Skype. Miré la pantalla de mi portátil. Era Andrea.

Abrí el programa, y apareció en el ordenador. Me quedé boquiabierto. Se había arreglado, y estaba muy guapa. Se había pintado los labios de rojo intenso, llevaba puesta una americana azul marino y se había recogido el pelo en un moño alto.

Se me caía la baba.

- Hola, princesa.

- Hola, ¿cómo estás? – el corazón se me aceleró cuando la oí hablar.

- Bien, muy bien. Iba a preguntarte lo mismo, pero ya veo que estás muy guapa.

Se rió de esa forma que me deshacía las piernas.

- ¿En serio crees que estoy guapa? ¡Gracias! Tengo una entrevista de trabajo ahora.

- ¿De verdad? ¿Para qué puesto?

Guardó silencio. Pestañeó un par de veces, y los pómulos se le mancharon de rímmel.

- Te lo dije ayer la última vez que hablamos – refunfuñó -. Para dependienta en una tienda ropa.

¿La última vez? Ah, el día que Ryan me contó lo de Mina y Kim. Mientras hablaba por teléfono con ella, estuve mandándome mensajes con él a raíz del café al que me iba a invitar. Probablemente me lo contó y yo no la escuché.

Me inventé una excusa rápida para que no se enfadara.

- Es verdad, perdona. Es que estamos estudiando y tengo la cabeza embotada.

- ¿Estáis? ¿Quién está contigo?

Vi por el rabillo del ojo que Ryan me hacía señas para que no le dijera que estaba conmigo. Levanté una ceja y le ignoré.

- Ryan.

Su voz tomó cierto deje de aburrimiento.

- Ah, el chico del que tanto hablas.

Lo dijo como si realmente me pasara horas y horas hablando de Ryan. Qué exagerada.

- ¿Quieres que os presente?

Ryan hizo un aspaviento y negó con la cabeza. Pero bueno, ¿a qué venía eso? Ella, sin embargó, se limitó a encogerse de hombros.

- Bueno.

Le pedí a Ryan que se acercara al ordenador, y aunque me rogó que no lo hiciera, acabé convenciéndole. Él puso los ojos en blanco y se colocó a mi lado, frente a la webcam.

- Hola, Ryan. Me alegro de conocerte – musitó Andrea.

- Lo mismo digo – percibí que no la estaba mirando a los ojos, sino que tenía la mirada fija en algo a su izquierda -. TJ me habla mucho de ti.

- De ti también me ha hablado un par de veces – su sarcasmo dolió.

Definitivamente me había perdido algo. La situación se había vuelto hostil de repente. ¿Por qué tenía la sensación de que Andrea y Ryan no se soportaban, sin ni siquiera conocerse?

Giré el portátil hacia mí, alejando a Ryan del ángulo de visión. Andrea comenzó a divagar.

- Quizás me he pasado un poco. Mi madre me dijo que debía causar buena impresión en la entrevista, pero a lo mejor me he vestido demasiado formal. ¿Tú qué piensas?

- No sé, estás bien – en realidad no tenía ni idea.

- La cita es a las doce. Aún tengo tiempo de probarme algunos conjuntos. ¿Te importa decirme cuál crees que es el más adecuado?

Tragué saliva.

- Mira, Annie, la verdad es que ahora estamos un poco ocupados. Tenemos que entregar estos ejercicios el lunes, y vamos un poco apurados de tiempo.

En su cara pude ver que no se esperaba mi respuesta. Permaneció inexpresiva unos segundos, y luego balbuceó, buscando las palabras.

- Bueno… vale. En ese caso, hablaremos esta tarde, cuando vuelva de la entrevista…

- Esta tarde – la interrumpí – voy a salir con Ryan y con los chicos. No voy a estar en casa. ¿Lo dejamos para otro momento?

Debí haber mentido. Podría haber colado si me hubiese inventado una excusa más o menos coherente. Con lo que le dije, conseguí que se encendiera como un mechero.

- Mira, si estás tan ocupado, te vas a la mierda, ¿vale? – escupió, apretando los dientes, y cortó la conexión.

Me quedé mirando la pantalla en negro como un imbécil esperando a que volviera a llamarme, pero no lo hizo. La llamé yo, pero no contestó. Empecé a ponerme nervioso, y la llamé al móvil, pero tampoco lo cogió.

Admito que Andrea y yo discutíamos algunas veces, pero ésta me parecía la mayor estupidez por la que se había cabreado. Pero, al fin y al cabo, había sido culpa mía, y si no lo arreglaba pronto, iba a ser peor.

Ryan me sujetó la mano que sostenía el teléfono.

- Si fuera tú, intentaría llamarla más tarde. Ahora estará mosqueada y no querrá hablar contigo.

Suspiré. Tenía toda la razón. Dejé el móvil sobre la mesa y, resignado, volví a los deberes de francés. No sin antes darme cuenta de que la boca de Ryan se había torcido en una inexplicable sonrisa de satisfacción.


Cuando llegamos me di cuenta de que, desde que llegué a Reed River, no había pisado el parque ni una sola vez, y eso que, cuando mi padre me traía al pueblo, me pasaba la mitad del fin de semana allí. De hecho, sólo tenía dos rutas: de casa al parque, y del parque a casa. Normalmente, cuando eres niño, las cosas te parecen gigantescas y espectaculares, pero en este caso, me pareció que el parque era más grande y más bonito de lo que recordaba.

Todo el espacio era verde, desde las largas explanadas de césped perfectamente cuidado hasta las hileras de pinos que recorrían todo el perímetro. Cerca de los bosquecillos había un camino de tierra que rodeaba todo el parque y por el cual los vecinos paseaban a sus perros, montaban en bicicleta o descansaban en un banco leyendo el periódico.  En medio del campo de césped se alzaba una coqueta fuente de piedra amarillenta en la cual se unían todos los senderos de tierra; y al sur, justo al lado de la verja de metal que rodeaba el lugar, habían instalado columpios y toboganes en los que una veintena de niños gritones correteaban y pateaban un balón.

Ryan y yo habíamos llegado los primeros y nos sentamos en uno de los bancos del paseo entre la zona de juegos y la fuente. La tarde se quedó bastante fría, e íbamos bastante abrigados. Él, con un abrigo marrón chocolate y una bufanda, y yo, con la sudadera más gruesa que tenía en el armario. Llamé a Andrea un par de veces más, pero, por supuesto, no atendió mis llamadas. Decidí entonces, un poco cansado, que volvería a probar a eso de las ocho, cuando ya se hubiera relajado después de ducharse y cenar.

Estaba entretenido observando a los niños saltar de un lado a otro cuando Ryan hizo una confesión.

- En realidad hace muchísimo tiempo que no vengo por aquí un sábado. Estoy un poco nervioso.

- ¿Nervioso por qué?

- No lo sé. Me da palo pensar que algo ha podido cambiar – reconoció -. Mi madre solía traerme casi todos los fines de semana. Me lo pasaba en grande.

¿Casi todos los fines de semana? Yo iba todos los fines de semana. ¿Cómo es que no me acordaba de él? Seguro que, cuando pequeño, Ryan era un niño muy mono. Probablemente lo recordaría.

- ¿Tú te acuerdas de verme por aquí? – pensé rápido.

Pestañeó un par de veces, buscando la lógica de la pregunta antes de contestar.

- Claro que sí. Eras la versión infantil del señor Jameson, el que siempre traía el balón. Por eso no me costó asociarte cuando en el instituto me dijiste que cómo te llamabas.

Me ruboricé, y sin darme cuenta, me rasqué la mejilla, tal y como hacía mi padre. Enseguida me metí las manos en los bolsillos de la sudadera.

- Por cierto, ¿tienes segundo nombre? – quiso saber.

- Esto... no. ¿Por?

- Es que llevo tiempo pensando en que es muy raro que alguien utilice las iniciales de su nombre y su apellido para abreviar su nombre. Normalmente se hace con los segundos nombres – le escudriñé con la mirada, y él agitó las manos a modo de disculpa -. ¡No quiero decir que sea hortera! Solamente es curiosidad.

- En mi grupo de amigos había dos Thomas. Thomas Wembley, y yo – expliqué -. A él lo llamábamos Tom a secas, porque TW sonaba fatal. Y, para no confundirnos, a mí me bautizaron como TJ.

Su mirada se volvió sombría, y pronunció las palabras en voz baja, muy despacio.

- ¿Los echas de menos?

Su pregunta no tenía ningún contexto, pero me atravesó el corazón como un puñal. Había tardado en apartar a los chicos de mi mente lo suficiente como para no extrañarlos, y hasta que él no los mencionó, había vivido bien en una especie de dulce olvido. Los recuerdos me vinieron de golpe.

No quería admitirlo delante de Ryan porque no quería que se sintiera menospreciado, pero no pude evitarlo. Mi cara lo decía todo.

- Bastante.

Me di cuenta al momento de que, una vez más, estaba regalándole a Ryan detalles sobre mi vida privada sin darme cuenta, y él, para variar, no soltaba prenda de los suyos. De hecho, no fue hasta ese momento que recordé que había mencionado a su madre, cosa que no hacía nunca, y que había cambiado de tema enseguida.

Algo dentro de mí empezó a sentirse incómodo. Podía ser reservado, sí. Podía no gustarle hablar de sí mismo, de acuerdo. Pero no era normal no compartir absolutamente nada sobre sus cosas con quien, se supone, era tu amigo. Porque lo éramos, ¿verdad? Llevaba demasiado tiempo repitiéndome a mí mismo que quizá no era asunto mío, y que no debía meterme en sus asuntos personales. Pero toda esa incertidumbre sobre su familia o sobre su pasado me estaba inquietando.

Y si éramos amigos, no estaba dispuesto a que no confiara en mí. Porque a lo mejor por eso no me contaba nada.

Eso era imposible. Si no confiara en mí, jamás me habría consolado como lo hizo en su cuarto de baño.

Así que, o le ponía las cosas claras ya, o iba a estar arrepintiéndome eternamente. Carraspeé y preparé las palabras.

- Ryan – se había distraído con un pajarillo que picoteaba el suelo delante de nosotros, y al escuchar su nombre, hundió sus ojos en los míos. Me incomodé aún más -, ¿tú conf…?

Un grupito de niños se había desplazado desde los columpios hasta el banco. Dos de ellos le daban codazos a una niña de rizos dorados que flanqueaba a la marabunta. Estaba encogida de hombros, escondiéndose detrás del balón de fútbol. Parecía una muñeca.

- Oye – susurró con una vocecita insegura -, ¿el señor Jameson es tu papá?

Ryan se llevó la mano a la boca para no reírse. Asentí a la chiquilla.

- ¿Sabes cuándo va a venir?

Qué rica. Le dediqué mi mejor sonrisa.

- Está a punto de llegar.

Me dio las gracias y echó a correr, pletórica. A medio camino, le dio una colleja a uno de los niños que la empujaba, y escuché algo como que la próxima vez no iba a preguntarme ella.

Casi inmediatamente aparecieron Simon y Harry, ambos con su chaqueta de los Baltimore Orioles. Se sentaron con nosotros mientras esperábamos. Obviamente, lo de dejarle claras las cosas a Ryan iba a tener que esperar hasta otro momento. Y esperaba que no fuera un momento muy lejano, o acabaría explotando.

Un rato después llegaron Mina y Kim. No sabía adónde mirar. Esta vez no había ninguna forma de evitar a ninguna de las dos, y el aire a mi alrededor se volvió pesado. Notaba que las dos tenían la vista clavada en mí, seguramente preguntándose por qué había estado evitándolas estos días. Si se los contara, lo más probable es que no lo entendieran. No podía soportar la idea de que fueran pareja. De que Mina, mi adorada Mina, fuera lesbiana.

Sin embargo, ninguna de las dos me dijo nada tampoco. Kim dejó se perforarme mentalmente al par de minutos. Mina, por su parte, no podía quitarme los ojos de encima. Y me atrevería a afirmar que no eran ojos enfadados, sino tristes.

Aunque yo ya no sabía qué pensar.

Quince minutos después, y por fin, llegó mi padre, e iba acompañado de Zack, el único que faltaba. Se encontrarían por el camino. Antes de que la melé de chavales histéricos rodearan a mi padre, nos saludó a todos con la mano.

- ¿Comisteis algo, chicos? – se dirigió a Ryan y a mí.

- No teníamos ganas de pedir nada, así que Ryan y yo hicimos unos macarrones con queso. Sobraron unos pocos para la cena.

- ¡Genial, me apetece pasta para cenar! – la niña de los rizos agarró a mi padre por el abrigo y tiró de él. Suspiró en una media sonrisa, y nos dijo -. Hablamos después, antes de que estos salvajes me asesinen. ¡Ya voy, niños, ya voy!

Se alejó con su corte mientras los padres iban acomodándose en los bancos cercanos.

- Tu padre mola un montón, TJ – Harry me dio un golpecito en el brazo.

Entre los chillidos de los niños y la ráfaga de viento que nos heló de repente, creí oír murmurar a Ryan algo como que tenía razón mientras se tapaba la boca con la bufanda y se hundía en el cuello de lana de su abrigo.

La verdad es que sí, mi padre molaba. Cuando lo vi ahí, corriendo con aquellos veinte niños, levantándolos por los aires y haciéndoles cosquillas protegiendo el balón de sus garras, me sentí muy orgulloso de él. No había dejado de ser un niño dentro del cuerpo de un adulto, y eso era algo que realmente admiraba. Lo admiraba porque sé que, por mucho que yo quisiera, era algo que probablemente yo no sería capaz de hacer nunca. Yo quería ir a la universidad, encontrar un buen trabajo en un hospital y vivir feliz con Andrea en un piso pequeño en algún otro estado. Dentro de esos planes, no había tiempo para ser niño. Y parecía que mi padre lo hacía por mí.

Los chiquillos tenían más energía de la que mi padre esperaba, y a la media hora de recorrer el campo de un lado al otro, empezó a luchar por no vomitar las entrañas. Los niños le zarandeaban y le pedían que corriera más rápido, pero ya no daba más de sí. Les dijo que seguirían con la segunda parte del partido de lo que él denominaba “la caza del balón”, que no era más que correr para quitarle el balón a quien lo tuviera en las manos, cuando él se tomara un respiro. Por supuesto, ellos se quejaron, y alguno se enfadó en serio. Algunos padres tuvieron que irrumpir en el terreno de juego a llevarse a sus hijos antes de que le arrancaran la ropa a mi padre.

Se acercó a nosotros y se sentó en la hierba, abriéndose los botones del abrigo y abanicándose con la mano.

- Si queréis que juegue con vosotros, os ruego que me deis cinco minutitos – la poca fuerza que le quedaba se le iba por la boca.

- No se preocupe, señor Jameson, nosotros solos nos bastamos para darle un espectáculo digno al público – anunció Harry con una enorme sonrisa.

- Como queráis. Yo… me quedo aquí, ¿vale?

- ¿Quiere ser nuestro árbitro, señor Jameson? – preguntó Kim.

- De acuerdo, os supervisaré.

Se incorporó y se sentó en el banco que acabábamos de abandonar. Como sabíamos que íbamos a sudar, los chicos nos quitamos las prendas de abrigo y nos quedamos con las camisetas. Mina y Kim decían que tenía demasiado frío.

Formamos dos equipos: Simon, Zack, Kim y yo, por un lado, y Ryan, Harry y Mina, por el otro. Nos dimos cuenta de que nos faltaba un octavo jugador. Harry se acercó a los que observaban cerca y preguntó si alguien quería unirse a nosotros. Entre un grupo de madres con carritos de bebé visualicé a una chica joven, menuda, con un enorme gorro de lana gris y unas gafas de sol que parecía no estar del todo convencida. Cuando por fin se decidió a levantar la mano, Harry ya estaba caminando de vuelta al césped junto con el encargado de los recreativos. Un chico majo, universitario. Habría sido genial que jugara con nosotros alguien de nuestra edad, pero, oh, por Dios, ¿cómo podría alguien de nuestro instituto caer tan bajo como para revolcarse en el césped como un animal? Por esa razón, no había nadie conocido aquella tarde en el parque.

Tal y como había dicho Harry, le dimos un gran espectáculo al público. Padres, madres, niños y abuelos nos vitoreaban y daban ánimos, y cada vez se les unía más gente: corredores de footing, ciclistas de paso, incluso algún que otro jardinero se les unió. Aquello era una verdadera fiesta.

No pensé que iba a tomármelo tan en serio, aunque creo que ninguno de nosotros lo había hecho. Antes de empezar decidimos que, en vez de limitarnos a lanzar el balón por los aires y correr unos detrás de los otros, estableceríamos dos límites, uno para cada equipo, que tendríamos que superar en carrera para marcar un punto. Eso nos hizo hervir el afán competitivo. Corrimos con todas nuestras ganas, nos abalanzamos unos sobre los otros tratando de hacernos con el balón, incluso yo llegué a placar a Harry alguna vez.

La mitad del partido la dominamos nosotros. Simon, Zack, Kim y yo nos pasábamos el balón constantemente, en pasos cortos, mareando al equipo contrario. Sin embargo, ellos no decaían en el intento. Esprintaban, bloqueaban nuestros pasos y metían el cuerpo en la trayectoria tratando de detenernos. La primera vez que consiguieron mantener la pelota en su poder durante un minuto, comenzaron a venirse arriba, y entonces empezó el juego de verdad.

Solamente tenía ojos para el balón y para los movimientos de mis compañeros y de los adversarios. Mi cerebro no era capaz de centrarse en otra cosa salvo que en correr, atrapar aquel balón de cuero, y por supuesto, controlar la respiración. Había empezado a sentir una pequeña presión en el pecho a causa de la falta de oxígeno, pero no tenía intención de detenerme. El sudor me pegaba el pelo a la frente y me pegaba la camiseta al cuerpo.

Aún con esas, me fijé en la velocidad de Mina. Nunca pensé que fuera tan rápida. Zigzagueaba entre los jugadores como una comadreja, y se hacía con la pelota sin demasiada dificultad. Tanto, que no tuve la oportunidad de cruzarme con ella. Y la verdad, era algo que no me apetecía demasiado.

También me sorprendió la fuerza con que Ryan lanzaba los balones largos. No destacaba por tener una musculatura de culturista, pero tampoco era excesivamente delgado. Para hacer esos pases de lado a lado del campo, eran necesarios unos brazos fuertes, y aunque no me había parado a mirarlos bien, los de Ryan no parecían gran cosa.

Iniciamos una jugada rápida en busca del siguiente tanto. Lancé el balón a Zack e hice señas a Simon para que bloqueara a Harry para garantizar nuestra posesión del cuero. Me eché a correr hacía la línea de gol, y por el rabillo del ojo vi que Zack emprendía la carrera en dirección contraria, y Mina le seguía. Hice un aspaviento y esprinté con todas mis fuerzas para alcanzarlos.

No lo había hecho en todo el partido, pero aproveché que no tenía a nadie presionándome y eché un vistazo al público. Estaban todos eufóricos. Algunas chicas mayores habían sacado pañuelos blancos y los ondeaban para darnos fuerzas. Me hinché. Cuando lo vives desde dentro, los sábados de fútbol dejan de ser una cosa de niños.

Entonces clavé la mirada en la chica del gorrito gris, medio escondida detrás de un arbusto de arándanos. Se había quitado las gafas de sol. Era Harriet. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿De verdad quería jugar con nosotros? ¡Si estaba medio escondida, no tenía ningún sentido que levantara la mano para unirse al juego!

No le oí aproximarse. Cuando miré al frente, ya lo tenía encima. Ryan había robado el balón y se había lanzado como un rayo en mi dirección. Chocamos de frente, y el golpe sonó como si se estrellaran dos rocas. Perdí el equilibrio, y caí de espaldas en peso. Él me siguió, y se desplomó sobre mí. El balón salió disparado en la colisión.

El aire a mi alrededor se volvió pesado y turbio. Un escalofrío me recorrió el cuerpo de punta a punta, y todas las terminaciones nerviosas de mi piel se erizaron. Sentía el pecho sudoroso de Ryan contra el mío. Sus músculos latían bajo la camiseta mojada, y eran duros y firmes, como una piedra. Su peso me aplastaba sobre el césped, y me costaba respirar.

Colocó las manos junto a mi cabeza y se irguió, dejándome espacio. Al hacerlo, su boca se acercó unos centímetros a la mía durante uno, quizás dos segundos, y dejó escapar una bocanada de aire. Su aliento me acarició los labios e hizo que pellizcara la hierba con los dedos. Observé sus brazos: estaban en tensión, y todas las líneas de sus músculos estaban perfectamente definidas. Eran tan fuertes como pensaba. Sentí una ligera presión en los pantalones.

Miré hacia arriba, y el corazón se me desbocó. Estaba cerca, muy cerca, y sus ojos, azules como el océano, se hundían en los míos. Susurró algo, pero estaba tan aturdido que no entendí lo que quería decirme. Sólo vi cómo sus labios carnosos se movían a cámara lenta, mientras el aro de metal que perforaba el inferior destelleaba.

Una voz lejana preguntó si nos encontrábamos bien. No sé por qué, pero asentí. Entonces Ryan relajó los hombros y giró sobre sí mismo hacia la derecha, quedando boca arriba a mi lado. Se echó a reír, y los que estaban a su alrededor también lo hicieron.

Yo no me reí. Aquello no era en absoluto divertido. No tenía ninguna gracia.

El chico de los recreativos me tendió la mano y me ayudó a incorporarme.

- ¿Estás bien? – preguntó -. Estás pálido.

Piensa en algo, rápido. Lo que sea.

-         Estoy mareado. Voy a sentarme un momento.

Sentí la mirada no sólo de los chicos, también del público, mientras me marchaba y me sentaba en el banco. A medio camino, mi padre se acercó con gesto preocupado, pero le dije que estaba bien. Respiré hondo un par de veces y hundí la cara en las manos, tratando de razonar objetivamente la situación. Seguramente había una explicación para lo que acababa de pasar.

Pero no había nada que explicar. Era absurdo, estúpido, y sobre todo, inexplicable. Ilógico y completamente incoherente.

Ryan había hecho que me excitara.

jueves, 7 de junio de 2012

El chico perfecto XI.


Que conste que aún no he terminado con mis quehaceres de universitaria casi diplomada. Lo he hecho por ustedes. Cabrones.

Después de ponerme una camiseta prestada de Ryan, decidí que lo mejor sería que me fuera a casa. Insistió en acompañarme, pero preferí volver solo. No pareció muy convencido, y estaba preocupado, pero no volvió a repetirlo. Se lo agradecí. En ese momento no quería otra cosa que estar solo. Tenía demasiadas cosas en las que pensar.

Mi padre aún no había llegado de trabajar. Le dejé una nota pegada en la nevera diciéndole que me encontraba mal y que, por favor, no me despertara. Subí a mi cuarto, cerré la puerta con llave, me quité la camiseta de Ryan, la doblé y eché la mía en el cesto de la ropa sucia; y aunque todavía era bastante temprano, me tumbé sobre la cama con la intención de dormirme y esperar al día siguiente. Estaba terriblemente cansado.

El sueño tardó en llegar más de lo que me esperaba. No sólo porque me palpitaban las sienes como si me golpearan la cabeza con un martillo. No podía sacarme de la cabeza lo que había pasado en el baño de Ryan.

¿En qué demonios estaba pensando para hacer algo así? ¿Cómo se me ocurrió abrazarle de esa forma, como si quisiera que fuera mío y que no me dejara hasta que dejara de llorar? Me sentía extraño. La verdad es que lo había necesitado, necesitaba que Ryan me abrazara y me consolara sobre su hombro, pero después, pensándolo fríamente, deseé no haberlo hecho. O al menos de esa forma, tan estrecha, y a la vez tan extraña, permitiendo que el olor natural de Ryan me reconfortara poco a poco. No tenía ningún sentido. Jamás me había comportado así con nadie, nunca había llorado de esa manera, como un crío, dejando que las emociones fluyeran solas. También es cierto que no mucha gente sabía lo de mi madre, y me pilló en un momento bastante complicado, pero de ahí a aferrarme a él y no querer soltarlo… estaba hecho un lío.

Al final llegué a la conclusión de que aquello era fruto de la falta de contacto humano. Llevaba un mes lejos de Andrea, y supuse que no tenerla cerca me estaba trastornando el cerebro. Y Ryan era lo más parecido que tenía a Andrea en Reed River. No pretendía en absoluto sustituirla. Andrea era única y no había nadie en el mundo a quien yo más quisiera que a ella. Pero estar tan lejos de ella me estaba haciendo daño, y ahora que Ryan era la persona con quien más tiempo compartía, necesitaba paliar de alguna forma lo solo que me sentía en ese aspecto. Sólo podía tratarse de eso, era la única explicación lógica.

Y si aquélla no era la razón, decidí creérmela.

Di vueltas en la cama y en mi cabeza hasta que, un par de horas después, me venció el sueño.


Fui incapaz de dormir más de dos horas seguidas, y por eso, la jaqueca me estaba matando a la mañana siguiente. Fui incapaz de seguir la clase del señor Callaghan: él estaba hablando, estaba explicando algo importante, escribía y borraba fórmulas en el pizarrón,  pero no conseguía entender lo que quería decir. Sólo oía un desagradable e ininteligible murmullo.

Ryan no mencionó el suceso de su cuarto de baño en toda la mañana. Era el mismo de siempre, con su sonrisa agradable y sus ojos brillantes. Como todas las mañanas, fue a buscarme a casa para ir juntos al instituto. Llevaba puesto un jersey de punto gris y unos vaqueros oscuros. Me habló con total normalidad, y me contó que su abuela le había tejido ella misma el jersey y le había llegado por correo hacía dos días. Parecía que no le daba especial importancia. Y si él no lo hacía, yo tampoco debía hacerlo, así que decidí olvidarme de mi falta de contacto humano.

 Aunque eso iba a ser relativamente complicado.

Un golpe en el costado me sacó de mi estado de trance provocado por la falta de sueño. Ryan me había dado un codazo justo cuando el profesor miraba hacia nosotros. Sacudí la cabeza, pestañeé un par de veces y fingí prestarle atención. El señor Callaghan, también conocido como Hitler, era implacable con los que daban muestras de aburrirse en sus clases. No podía imaginarme cómo castigaba a los que se quedaban dormidos, y tampoco tenía ganas de averiguarlo.

Sin apartar la vista de la pizarra, Ryan tamborileó los dedos sobre mi mesa tratando de captar mi atención. Por el rabillo del ojo vi que se estaba riendo en silencio, aguantando la carcajada, pero no supe qué le hacía tanta gracia. Le di un codazo en busca de una explicación, y él señaló con la barbilla hacia la fila de al lado.

En la mesa al otro lado del pasillo, a un metro escaso del asiento de Ryan, Kate, embutida en una camisa de seda color menta y un pañuelo al cuello, estaba literalmente sobando, dormida  como un tronco, con la cabeza apoyada sobre los brazos. Su espalda ascendía y descendía suave y lentamente, fruto de un sueño profundo.  Me extrañó que no roncara, aunque lo peor es que nadie parecía darse cuenta salvo nosotros.

El señor Callaghan se dio la vuelta para borrar de nuevo la pizarra, y Ryan aprovechó para volver la cara hacia mí, y con esa sonrisa malvada que auguraba algo de lo que quizás podría arrepentirse, levantó las cejas y se mordió el labio inferior, balanceando el piercing.

Lamentablemente, sabía perfectamente lo que se le estaba pasando por la cabeza. Se me pusieron los ojos como platos y le susurré que ni se le ocurriera. Él se revolvió en su asiento observando a la durmiente Kate, y luego a mí, y me suplicó con la mirada. Suspiré, y murmuré:

- No la líes.

Puso los ojos en blanco, y se crujió los dedos con una amplia sonrisa que sólo podría calificar de una forma: sonrisa de grandísimo hijo de puta. Tanteó al señor Callaghan, se cercioró de que nadie a su alrededor lo miraba, y entonces echó todo el peso hacia el pasillo, inclinando la silla sobre dos patas. Mantuvo el equilibrio unos segundos hasta que apoyó las manos sobre el pupitre de Kate.

Sus pupilas se dilataron de pura satisfacción, y enseñó los dientes.

Golpeó la mesa con una fuerza absurda, y chilló el nombre de Kate a escasos centímetros de su oreja. Ella brincó tanto que me extrañó que no se empotrara contra el techo. Se levantó de golpe, con los ojos muy abiertos, la frente sudorosa y la respiración agitadísima, mirando a todas partes. Tenía el pelo revuelto y las tiras del sujetador le asomaban bajo las mangas de la camisa. Parecía realmente asustada y confusa.

- Kate, te estás durmiendo – Ryan se regocijaba apoyado en el respaldo de la silla, con los brazos cruzados.

Para mi sorpresa, mucha gente se rió. La gran mayoría lo hacía por lo bajo, pero podía oírlos desternillarse.  Yo entre ellos. En circunstancias normales, habría pensado que esa clase de bromas no tienen ninguna gracia.

Pero Kate era una zorra, y cualquier cosa que le pasara, se la tenía bien merecida.

La rubia miraba a todos lados, y a duras penas trataba de fulminar a los demás para que dejaran de reírse. Sólo consiguió que sus amigas las Barbies guardaran un silencio que nadie se creía.

El señor Callaghan se había desplazado hasta Kate sin que nadie se diera cuenta. Su cara daba daba miedo. Si hubiese tenido pelo, se le habría puesto rubio y de punta como un guerrero saiyan.

- ¿Le aburro, señorita Turner?

- No, señor  – Kate no sabía dónde meterse.

- Eso espero. Tiene suerte de que Ryan la haya despertado a tiempo. Yo en su lugar le habría estampado el libro de Física en la cabeza – golpeó la tapa de susodicho libro. Una vez lo pesé por curiosidad: casi un kilo de fórmulas y ejercicios.

- Lo siento, señor.

Callaghan cerró los ojos y suspiró. Se dio media vuelta y continuó con el ejercicio que estaba escribiendo en la pizarra.

Kate se giró hacia Ryan. Estaba que echaba chipas. Tenía los puños y los dientes apretados, y habría jurado que quería pegarle.

- Estás muerto, Martin – escupió.

Ryan se recostó sobre su asiento y se llevó las manos detrás de la cabeza.

- ¿Pero por qué? Ya lo has oído, te he hecho un favor.

Barbie pelo paja enseñó los dientes, y para mi sorpresa, no dijo nada más. Se giró hacia la pizarra e ignoró a Ryan.

- La has dejado hecha polvo – murmuré.

- Que se joda – Ryan se encogió de hombros -. A ver si así empieza a respetarme un poco.

Es verdad que Kate se metía constantemente con Ryan y que le buscaba las cosquillas a diario, pero darle con su misma medicina no me parecía la mejor forma de hacerlo.

- En realidad no te ha hecho nada… quiero decir, al menos hoy. ¿No crees que te pasas un poco?

Ryan suspiró e inclinó la cabeza hacia mí para poder escucharlo mejor.

- Hoy no, pero quizás mañana. O pasado mañana. No sé cuándo, pero lo hará. Esa tía me odia.

Hasta entonces nunca me lo había planteado, pero empecé a preguntarme por qué Kate le tenía tanta manía a Ryan.


El sonido del timbre al final de la clase retumbó en mi cabeza como un martillo hidráulico. Necesitaba urgentemente una aspirina o algo para aliviar el dolor de cabeza. Ryan se ofreció a dejarme un comprimido de paracetamol que llevaba en su mochila. Salíamos del aula hacia la cafetería a comprar una botella de agua cuando el profesor gritó:

- Jameson, ¿puede venir un momento?

Ay, Dios. ¿Qué había hecho?

Ryan me hizo señas y me esperó fuera. Cuando todos abandonaron la clase, me acerqué a la mesa del señor Callaghan. Estaba llena de papeles y de carpetas de colores. Tenía los ojos fijos en una de color rojo.

- ¿Señor?

Levantó la cabeza. Su rostro era serio, impasible.

- Dígame, Jameson, ¿cómo está llevando los estudios? – preguntó con tono suave.

No me esperaba esa pregunta en absoluto. Creía que iba a regañarme. Titubeé un poco antes de responder, digiriendo la situación.

- Bien, señor. Al menos eso creo.

- No se asuste. Lo digo porque – señaló la carpeta roja con una media sonrisa – los profesores me han dado muy buenas evaluaciones de su rendimiento.

La sangre me subió a la cara. Definitivamente, el señor Callaghan, a pesar de su mala leche, era un tío legal. Me lo demostró el primer día de clase, cuando me dijo que contaba con todo su apoyo. Y aunque, en realidad, no me había hecho falta, el hecho de que me felicitara por mi esfuerzo era un detallazo.

- Y eso que – continuó – apenas ha pedido ayuda.

- Bueno, he estado estudiando duro. Al principio sí que tuve que ir al despacho de la señora Atkins y del señor Saunders para aclarar algunas cosas, pero luego he intentado estudiar por mi cuenta.

- Precisamente – dejó escapar una carcajada socarrona. Su bigote se movió como una oruga – la señora Atkins está encantada con usted. Me ha comentado que pilló el ritmo de la clase exageradamente deprisa, y que es de los pocos alumnos que dominan las integrales.

Me estaba rascando tanto la mejilla que pensé que iba a prenderme fuego. No estaba acostumbrado a que me alabaran de esa forma.

- No es sólo cosa mía – corregí -. Ryan me ha ayudado mucho a ponerme al día. Y también los chicos del otro curso: Nadooshan, Fitzpatrick…

Callaghan cerró los ojos y se reclinó sobre la silla con las manos entrelazadas. Un suspiro de aprobación se escapó de sus labios.

- Ryan… ese chico, aunque no lo aparente, es un estudiante modélico. Me encantaría poder tener más alumnos como él.

Estaba totalmente de acuerdo. A veces a Ryan le perdía la pereza, especialmente con las asignaturas que no le gustaban. Muchas veces dejaba las tareas para el último momento y luego se veía apurado para poder entregarlas a tiempo, pero lo cierto es que era muy inteligente. Desde mi primer día en Reed River se ofreció a ayudarme a estudiar, y hasta aquel día no había habido ninguna cosa que Ryan no hubiera sabido explicarme. Controlaba prácticamente todos los temas, y muy pocas veces hacía mal un ejercicio.

Y sin embargo, quienquiera que no lo conociera, pensaría que era un “viva la vida”, perezoso y egocéntrico. Sin ninguna duda, Ryan era una caja de sorpresas.

Y el señor Callaghan hablara de él como de su propio hijo.

- Me alegro – continuó el profesor, bajando el tono de voz – de que haya hecho amistad con Ryan, Jameson. Sinceramente. Es un buen estudiante y una buena persona. Es una lástima que los demás no sean capaces de darse cuenta.

- ¿Qué quiere decir con eso?

El señor Callaghan se mordió el labio inferior en un gesto muy sincero. Parecía que ese comentario estaba de más.

- Bueno, ya sabe, Ryan es un chico bastante… peculiar.

No me diga.

- Los otros alumnos no aceptan a Ryan por el simple hecho de ser como es. Es absurdo, y no es justo, lo sé. Desde que llegó hace dos años todo el cuerpo docente hemos intentado meterles en la cabeza que es ridículo juzgar a las personas por no esconder cómo son en realidad, pero… - Callaghan se frotó las sienes, agotado – es algo que nos supera.

- ¿Y Ryan lo sabe? – pregunté, casi atragantándome con la saliva que no quería bajar por mi garganta.

- Claro que lo sabe – elevó el tono de voz -. Y nos pidió que, por favor, no lo hiciéramos. Que él se encargaría de hacerse un hueco entre sus compañeros y que no nos entrometiéramos. Creo que, cuando desistió, empezó a comportarse como lo hace.

Esa revelación me dejó de piedra, aunque en el fondo me imaginaba que el odio visceral que mis compañeros le tenían a Ryan, y a mí, por asociación, venía de algo por el estilo, y que Ryan se comportaba como un imbécil era para defenderse. Una oleada de rabia me invadió desde la cabeza a los pies. Ryan me había advertido que eran unos capullos, y no se equivocaba. Pobre Ryan. Lo habían encasillado eternamente sólo por ser diferente, por no llevar ropa de marca y no ser un niño de papá.

- Es asqueroso – farfullé, más alto de lo que pensaba.

- Tiene toda la razón del mundo – el señor Callaghan se echó hacia atrás y suspiró, rendido -. A veces la gente tiene ideas demasiado conservadoras sobre lo que uno elige o no elige ser.

Un momento. Esa frase no acababa de entenderla del todo. Quise pedirle una explicación, pero me interrumpió antes de que abriera la boca.

- Se está haciendo tarde. No quiero hacerle perder más tiempo, señor Jameson – me dedicó una sonrisa formal pero amable -. Simplemente quería preguntarle por cómo estaba llevando los estudios. Parece que no tengo nada de qué preocuparme. Puede irse.

Me señaló la puerta con el mentón, y no me dejó otra opción que irme sin poder aclarar eso último. Me despedí, me colgué la mochila y abrí la puerta. Antes de salir, Callaghan me pidió un favor, en voz muy bajita:

- Cuide de él, ¿de acuerdo? Es un chico estupendo.

No supe qué contestarle, así que no le dije nada y cerré la puerta a mi espalda.

Ryan me estaba esperando en el pasillo. Se quitó los auriculares y se los colgó del cuello cuando me vio aparecer. Sacó algo del bolsillo trasero de sus vaqueros y me lo tendió. Era la pastilla de paracetamol.

- ¿Te ha fustigado el calvo?

- ¿Por qué debería hacerlo? – puse los ojos en blanco.

- Porque eres estúpido – se echó a reír con mala baba.

- ¡Y tú un gilipollas!

Empezamos a regalarnos collejas y golpes en los hombros. Ninguno de los dos se dio cuenta de que alguien se había acercado a nosotros hasta que carraspeó y pronunció mi nombre.

-  ¿Jameson?

Era Harriet, la chica morena de la trenza. La que se había encogido de hombros cuando Kate había llamado a Ryan friki monstruito.

A pesar de que no me caía bien, la muchacha estaba de muy buen ver. Hoy llevaba el pelo suelto, le llegaba hasta la cintura. Llevaba una camisa beige muy ceñida y un pantalón marrón que marcaban las curvas de su cuerpo pequeñito de una forma muy sutil.

Antes de que se diera cuenta de que la estaba mirando con ojos lascivos, sacudí la cabeza y la miré a los ojos, tratando de mostrarme serio. Por muy maciza que estuviera, seguía sin caerme bien.

- Tengo que pedirte un favor – musitó, escondiendo la cara detrás de la carpeta que sujetaba entre los brazos -. ¿Podrías prestarme tus apuntes de Biología?

Ryan puso los hombros en blanco y se alejó un par de pasos, dándonos la espalda. Harriet se sintió claramente incómoda, y bajó la mirada tratando de ocultar sus mejillas sonrojadas.

Mi cerebro tardó en procesar la información.

- ¿Mis apuntes de Biología? – repetí la frase para comprobar que no había oído mal.

- ¡Por favor! – alzó la voz. Enseguida se tapó la mano con la boca y miró a ambos lados confirmando que nadie la había oído. Bajó tanto el tono que tuve que inclinarme para escucharla -. Se te da bien la Biología. Necesito tu ayuda o suspenderé.

Debería haber sido una mala persona y mandarla a freír espárragos, pero me había dejado tan estupefacto que no me paré a pensarlo.

- Claro. Los tengo en casa. Mañana te los traeré.

Ryan chasqueó la lengua. Harriet me dio las gracias y le echó una última mirada de arrepentimiento a Ryan antes de marcharse.

La observé contonear las caderas hasta que dobló la esquina y la perdí de vista. Tardé varios segundos más en digerir la situación, hasta que al final me salieron las palabras.

- Tío, ¿tú has visto eso? – aullé, señalando la esquina por la que había desaparecido.

-  No me sorprende – contestó Ryan mientras se toqueteaba el piercing con la lengua -. A mí ya me ha pedido apuntes a escondidas más de una vez.

Seguía sin salir de mi asombro.

- Pero…

- TJ, ni que hoy fuera tu primer día – me cortó, mirándome ceñudo -. Ya sabes que, o te mimetizas con el entorno, o te comen vivo. Si no, ¿cómo es posible que todo hijo de vecino parezca una copia del de al lado?

- ¿Y por eso tiene que venir de incógnito a pedirme favores? Le habría dejado los apuntes aunque me lo hubiese pedido delante de todos.

O no.

- Dime, ¿qué crees que pensaría esa manada de trogloditas si vieran a Harriet hablando con nosotros?

Observé a Ryan de arriba abajo. Pelo revuelto, piercing en el labio, jersey de punto gris, auriculares de tamaño estratosférico y vaqueros comidos por los bajos. Luego me eché un vistazo a mi reflejo en la vitrina de trofeos que tenía a mi izquierda: sudadera naranja, pantalones rojos y zapatillas de caña alta. Realmente desentonábamos entre todos los demás, con sus trapitos de marca, sus colonias caras y su refinamiento fingido.

Ryan leyó la respuesta en mis ojos, así que no me la pidió. Se limitó a sonreír, aunque era una sonrisa de resignación. Echó a andar hacia la cafetería, y yo le seguí.

- Aunque la verdad es que lo de Harriet me da un poco de lástima – reflexionó en voz alta -. Es maja, y a ella en realidad no le gusta comportarse así.

Recordé el día que hablé con ella. Estaba leyendo una vieja novela escondida tras una revista de moda. No pude evitar sentir lástima por ella también.

- Un momento – me detuve, y Ryan se paró conmigo -. ¿Cómo sabes eso? ¿Acaso conoces a esa chica?

Ryan se encogió de hombros.

- Su hermano y mi hermana estuvieron saliendo juntos un tiempo. La veía a menudo.

Algo en mi cerebro hizo clic. Algo en lo que hacía tiempo que no pensaba, y que de repente, captó todo mi interés.

- No sabía que tenías una hermana.

- Pues sí – guardé silencio esperando los detalles. Ryan se metió las manos en los bolsillos y suspiró -. Es mayor que yo. Vive en Portland.

- ¿Muy mayor? ¿Tiene hijos?

- Qué va – hizo una mueca de asco -. Sólo es ocho años mayor que yo. Tiene veinticinco – echó a caminar a paso rápido y cambió súbitamente de tema -. Vamos a la cafetería para que te tomes eso.

No parecía tener ganas de contarme nada más, así que no le pregunté.

Sin embargo, me di cuenta de algo: apenas sabía nada sobre la vida personal de Ryan. Él sabía cosas de mí que ni siquiera mis amigos de Washington sabían, como lo de mi madre. Y yo, de él, sabía que su segundo nombre es Frederick, que le gusta The Offspring, y ahora, que tenía una hermana en Portland. Es normal que, hasta cierto punto, no te guste hablar de ti mismo. Pero dado el tiempo que pasábamos juntos, y la confianza que había entre nosotros, no me terminaba de cuadrar el que Ryan no compartiera detalles sobre su vida privada, habiendo compartido yo los míos.

Quizás Ryan no me consideraba su amigo tanto como yo a él. Quizás no confiaba en mí tanto como yo pensaba.

Qué estupidez. Si no fuéramos amigos, no habría pasado lo que pasó ayer en su cuarto de baño.

Sacudí la cabeza enérgicamente y seguí el ritmo de Ryan. No podía volver a darle vueltas a lo del baño.  Me había prometido no hacerlo.


La hora del almuerzo parecía no llegar nunca. La pastilla de Ryan había hecho efecto, aunque no tanto como me había esperado. Cuando entré en la cafetería con Ryan, además de dolerme la cabeza, estaba fatigado y me sonaban las tripas.

Nos servimos la comida y buscamos a los demás. Los encontramos en una mesa cerca de la cristalera del patio. Todas las mesas del exterior estaban ocupadas.

Ryan volvió a la fila de la comida a buscar una pieza de fruta. Yo me adelanté y me senté en a la mesa, justo al lado de Mina. Todos me saludaron con un sonoro ‘hey’ y una sonrisa.

Mina no. Se inclinó sobre mí y me dio un beso en la mejilla.

- Hola, cielo. ¿Qué tal te ha ido la mañana? – algo captó su atención y acercó el pulgar a mi rostro – Espera, te he manchado de brillo de labios.

Todos nos miraban y se reían. Me daba una vergüenza terrible que Mina me saludara siempre con un beso, pero no me importaba. Mina era así con todo el mundo. Todo en ella era amor y dedicación.  Jamás había conocido a nadie tan cariñoso como ella. Ni siquiera Andrea, muy a mi pesar. Mina siempre te hablaba con dulzura, como si te fueras a romper. Era una persona súper cercana, y se preocupaba porque estuvieras bien. Si, por cualquier cosa, había algo que te preocupara, ella hacía todo lo posible por ayudarte, aunque no fuera nada más que escuchar de qué se trataba. También era muy detallista. Recuerdo lo feliz que me hizo que me llamara un día que no coincidimos en el instituto solamente para preguntarme qué tal estaba y qué tal me había ido el día. Definitivamente, si Mina se cortara, en lugar de sangre, saldría batido de fresa.

Siendo totalmente franco, sentía una adoración especial por Mina. Porque ella era lo más parecido a una madre que había tenido nunca.

- Oye, Mina – gritó Simon desde el otro lado de la mesa -. A mí no me diste un beso cuando llegué.

- Te lo di cuando te vi esta mañana. Qué celoso eres.

- Eso no es cierto – fingió una indignación sobreactuada -. Debiste de dárselo a Harry, porque yo no te he visto en todo el día.

Mina puso los ojos en blanco.

- Por el amor de Dios, sé diferenciaros perfectamente, y os saludé a los dos esta mañana.

- Vamos, Mina, no te enfades, que el chico sólo quiere un poco de cariño – Harry rodeó a Simon por el hombro y estallaron a reír.

Mina tenía razón. Después de tanto tiempo, distinguir a Simon y a Harry era como diferenciar entre derecha e izquierda. Aunque fuera físicamente iguales, había algo en el aura que los rodeaba lo que los hacía completamente diferentes. Simon era bastante más discreto que Harry. Él, por su parte, era siempre risas y fiestas.

Ryan se acercó y Mina le hizo señas. Se inclinó para que le besara la frente y se sentó a mi lado, en el extremo de la mesa.

- ¿Qué tal, chicos? – lanzó.

- El señor Trotman ha tenido la estupenda idea de hacernos el Course Navette – farfulló Harry -. Creo que voy a morirme.

- Eres un marica.

- ¡Mira quién vino a hablar! – espetó el pelirrojo.

- Perdona, reina, pero a mí no me da un infarto después de dos vueltas al campo de fútbol.

- Y a mí tampoco. Hice ocho periodos y medio, para que te enteres.

- Háblale a mi mano – Ryan giró la cabeza y levantó la mano con tanto glamour que ni Sarah Jessica Parker en Sexo en Nueva York.

Mientras Harry le dedicaba un educado corte de mangas, Zack había cerrado la tapa de su móvil y lo había dejado caer sobre la mesa con un profundo suspiro de agotamiento.

- La vieja va a acabar conmigo – murmuró frotándose las sienes.

- ¿Cómo está tu abuela, Zack? – pregunté.

- Nada, la artritis va a peor y ya apenas puede caminar sin caerse. Tiene la espalda hecha polvo, y se niega a usar el andador.

- ¿Y una silla de ruedas? – inquirió Simon -. Es más cómodo que el andador.

- ¡Es una cabezota! Está convencida de que no necesita nada para andar, y casi no puede mantenerse en pie. Nos tiene a todos locos.

- Podríamos ir a visitarla una tarde de éstas. Quizás entre todos podamos hacerla entrar en razón. Suele hacernos caso – propuso Mina. Todos asentimos. Sólo había ido a ver a la abuela de Zack una vez, y a la señora le gustaba nuestra compañía.

- Os lo agradezco, chicos, pero es mejor que no os metáis en este embrollo. Mi madre ya tiene suficiente trabajo discutiendo con mis tíos.

Zack estaba hecho polvo. Estaba muy unido a su abuela, y desde que la artritis comenzó a agudizarse, no dormía bien por las noches. Sus ojeras parecían un tatuaje más en su cuerpo.

- ¡Fitzpatrick! ¡Intégrate en la conversación! – chilló Ryan sin venir a cuento.

Kim no se movió. Desde que llegué, no había levantado la cabeza de la mesa. Ahora Mina le estaba haciendo cosquillas en el antebrazo, algo que solía hacerle bastante a menudo. Ni siquiera Kim podía decir que no a los mimos de Mina.

- Ryan, no grites, me va a reventar la cabeza – dijo con voz rota.

- ¿Te encuentras mal? – pregunté.

- Anoche me quedé hasta las tantas empollando y he dormido dos horas. Y encima Trotman nos hizo el Course Navette.

- Deberías comer algo – dijo Mina, acariciándole el pelo.

- Tengo el estómago revuelto – Kim se incorporó. Sus ojeras iban a juego con las de Zack -. Quizá más tarde.

Le dedicó una sonrisa a Mina, y ella le guiñó un ojo.

- ¡Dios, qué puto asco! – aulló Harry -. ¿Alguien ha cogido las natillas? – Zack señaló su bandeja -. Pues ni las pruebes. Están agrias.

Zack puso una mueca de asco y apartó el bol de natillas.

Simon levantó una mano para atraer nuestra atención.

- Chicos, estaba pensando, ¿qué podríamos hacer este fin de semana?

- Hay una de zombies en el cine de Annapolis – propuso Kim -. Hace por lo menos tres meses que no vamos juntos al cine.

- Entre lo que cuestan las entradas y el viaje hasta Annapolis, si vamos al cine, me quedaré sin un céntimo para el resto del mes – dijo Ryan peleando por pinchar un guisante con el tenedor.

- ¿Qué dices? Si Zack nos lleva en el todoterreno de su padre, el viaje nos sale gratis.

- No contéis con el todoterreno – intervino Zack mientras se recogía el pelo -. Mi viejo me ha prohibido cogerlo después del golpe que le di contra aquella farola.

Kim volvió a echarse.

- Eres un inútil – escupió.

- Gracias. Siento que solo me queráis por mi coche.

- Ya basta, chicos – dijo Mina -. ¿Y si vamos de excursión al lago?

- No tenemos coche – recordó Simon.

- Si se trata de ir de excursión, la cosa es ir andando, ¿no?

Harry arrugó una servilleta y se la lanzó a Mina.

- ¿Estás loca? ¡El lago está a más de dos horas del pueblo!

- Oh, por Dios, Harry, no seas marica.

Ryan se atragantó con el zumo. El pelirrojo le dedicó un bonito insulto.

- Aunque la idea de Mina no está del todo mal – comentó Zack -. Sí que me apetece hacer algo de ejercicio.

- No pienso caminar cuatro horas nada más que para ir al lago al que hemos ido tropecientas veces – insistió Harry con los brazos cruzados.

- Yo nunca he estado en el lago, por si os interesa – dije, aunque supe que nadie iba a escucharme.

- No he dicho nada del lago. En serio, Harry, qué vago eres.

- ¡Dejadme en paz!

- ¡Ya sé! – Simon golpeó la mesa con entusiasmo -.TJ, ¿tu padre organiza partido este sábado?

No. No, por Dios, qué vergüenza. Eso no.

Ryan levantó enérgicamente los brazos. Le brillaban los ojos.

- Es la mejor idea que he oído en mucho tiempo.

- Secundo la moción – Zack también se puso eufórico.

- ¡Yo también me apunto! – chilló Mina.

- Eh, chicos, no creo que… - nadie me estaba haciendo caso.

- ¿Quién vota por ir al partido del señor Jameson? – preguntó Ryan en tono solemne.

Fui el único que no levantó la mano. Ése, sin duda, habría sido un buen momento para que me tragara la tierra.

- Decidido – concluyó Harry -. Ya tenemos plan. ¡Un brindis por el padre de TJ!

Todos levantaron sus vasos y brindaron.  Yo también brindé, aunque la idea no me entusiasmaba en absoluto. No me apetecía que los chicos vieran a mi padre comportarse con un crío.

- Oh, tíos – Simon tenía los ojos clavados en algo justo detrás de mí. Había cambiado del entusiasmo a la más profunda seriedad en cuestión de segundos.

- Ryan, tu amiga viene a buscarte – añadió Harry.

La mesa al completo guardó silencio y dirigió la mirada hacia sus bandejas. Sólo había una persona a la que Harry podía referirse como la ‘amiga’ de Ryan.

El tufo a coco llegó precedido de un taconeo estridente. No me giré para mirarlas. Habíamos establecido una regla no escrita que consistía en ignorar a Kate cuando venía a tocar las narices. Sin embargo, las vi reflejadas en el cristal del patio. Kate, con su blusa verde menta, lideraba un escuadrón de Barbies formado por la melena oxigenada de Stacey Spellman, los pechos operados de Kylie, o Kayley, o Katia, no sabía cómo se llamaba; y una chica castaña que no me sonaba de nada. No pude evitar reírme al ver que las cuatro llevaban el mismo modelo de blusa, en diferentes colores. Patético.

Me sorprendió no ver a Harriet con ellas.

Se habían detenido detrás de Ryan. Kate dio un par de pasos adelante y se cruzó de brazos, mientras las demás le cubrían la retaguardia. Aún más patético. Se dirigió a él en tono amenazador:

- Martin, te voy a dejar clara una cosita – Ryan seguía peleándose con el mismo guisante - ¡Martin!

Ryan nos miraba a todos por el rabillo del ojo aguantándose una sonrisa. Disfrutaba haciéndola rabiar.

- ¡Ryan Martin, te estoy hablando! – chilló Kate. Todo el comedor lo oyó, y disminuyó el jaleo ambiental, atentos a la bronca.

Ryan dejó el tenedor sobre la mesa, pero no se dio la vuelta para contestar.

- Te estoy escuchando.

- Te lo advierto, como vuelvas a dejarme en ridículo de esa forma, te juro que lo vas a pagar muy caro.

- Uy, mira cómo tiemblo – puso voz ñoña y agitó los brazos. Tuvimos que hacer un esfuerzo por no explotarnos de la risa.

Kate apretó los dientes.

- No tienes ni puñetera idea de con quién te estás metiendo. Conozco a gente, ¿sabes? Gente que te puede dar una paliza sin pedir explicaciones.

- ¡Enhorabuena! Cuando llegue a casa los agregaré como amigos en mi Facebook.

La cara de Barbie pelo paja pasó por toda la gama cromática del rojo. Tenía hinchada la vena del cuello, y no me habría extrañado que hubiese explotado como una palomita de maíz. Stacey se acercó a ella y la sujetó por la muñeca, pidiéndole que se largaran, pero Kate dio un manotazo y se liberó de ella.

Dio un paso adelante y apretó los puños.

- ¡Ryan Martin, voy a hacer que te partan la cara!

Por un momento, empecé a pensar que esto no era divertido. ¿Y si era verdad que Kate conocía a gente chunga? Parecía que hablaba totalmente en serio. Y no le faltaban razones para pedirles que pegaran a Ryan.

De repente, quise largarme de ahí. Llevarme a Ryan conmigo y esconderlo dentro de mi armario hasta que Kate se olvidara de él.

Me sequé el sudor de las palmas de las manos en los pantalones y le di un golpecito por debajo de la mesa.

- Déjalo ya, Ryan, esto no…

Ryan me interrumpió con un sonoro bufido y echó la cabeza hacia atrás, agotado.

- ¿Te vas a comer eso? – señaló el plato de las natillas de Zack.
Él le miró confundido y negó con la cabeza. Ryan sujetó el bol con una mano, se levantó y encaró a Kate. Había puesto cara de póker, ningún músculo de su cara se movió lo más mínimo.

Pero el brillo de sus ojos le delataba. Podía ver sus intenciones a través de ellos como si fuera transparente. Él no lo hacía, pero sus ojos sonreían de esa forma que sólo la boca de Ryan podía dibujar. Esa sonrisa que auguraba problemas.

Con un rápido movimiento de muñeca, volteó el contenido del bol sobre una Kate inmóvil, atónita, tratando de creérselo. Toda la cafetería contuvo la respiración, y en un rincón de mi mente, mis nervios se pusieron alerta. Algo no cuadraba.

Las comisuras de la boca de Ryan se torcieron de aquélla forma.

- Déjame en paz, ¿vale? – escupió.

Kate seguía sin reaccionar. Me recordó a los videojuegos que tardan años en cargar la pantalla de inicio. Boqueaba, buscando las palabras que gritarle a Ryan, pero sólo consiguió dejar escapar unos gemidos de perro. El ejército de Barbies se había apresurado a buscar servilletas con las que limpiar las natillas que le chorreaban por el pelo y los hombros, como si fueran sus esclavas. Qué rídiculo.

Ryan se metió las manos en los bolsillos y echó a andar con paso firme hacia la salida. Todos los demás se levantaron de sus asientos, y sin mediar palabra, le siguieron. Yo hice lo mismo, preguntándome qué estaban haciendo. Cuando abandonamos la cafetería lo entendí. Kate había empezado a chillar con muchísima fuerza, maldiciendo el nombre de Ryan una y otra vez. Sus gritos eran lo más parecido a un cerdo en el matadero que había escuchado nunca.

Andamos por el pasillo en silencio. Una pregunta asaltó mi mente mientras observaba la espalda de Ryan más adelante: ¿por qué Kate odiaba tanto a Ryan? Es decir, vale, entendía por qué en ese preciso momento le odiaba. No es agradable que te duchen con natillas rancias. Pero, ¿de ahí a querer darle una paliza? El señor Callaghan había dicho que la gente le tenía manía a Ryan por ser diferente. Saltaba a la vista que él no era como los demás, pero me parecía demasiado extremo. Había algo que se me escapaba. Y aunque le preguntara a Ryan, él no iba a soltar prenda.

Mis dudas sobre Ryan no hacían más que crecer, y no tenía respuesta para ninguna de ellas.

Kim me agarró del hombro y me sacó de mis pensamientos. Tenía los hombros tensos.

- Oye, siento mucho que hayas tenido que ver esto – susurró lo suficientemente bajo como para que los demás no la oyeran.

Tardé unos segundos en comprender a qué se refería.

- Oh, no, pero si yo no… - en realidad no sabía qué responderle.

- Mira, te voy a ser sincera, ¿de acuerdo? – se detuvo en seco, y yo me paré a su lado. Me habló con una incompresible voz que describiría entre seria y rota -. Lo que voy a decirte podrá parecerte cruel, pero es la pura verdad.

Tragué saliva y asentí. ¿A qué venía esto ahora?

- TJ, no sé si te habrás fijado, pero nosotros somos diferentes a los demás – gracias, Kim. Sin ti, no habría podido adivinarlo -. Hemos tenido la suerte, o la desgracia, de no dejarnos influenciar. Y sólo por eso, la gente no suele respetarnos. Nos tratan como si fuéramos inferiores a ellos.

Se me revolvió el estómago. Sabía que la gente se metía con Ryan, pero nunca llegué a imaginar que también lo hicieran con ellos.

- Eso es totalmente injusto – espeté.

- Ya lo sé – respiró hondo -. Es una mierda, pero es así. No elegimos el cómo nos traten los demás. Y como tenemos que vivir con ello, no nos queda otra alternativa que intentar hacernos respetar.

Me sentí furioso, aunque esa conversación ya la había tenido antes. Guardé silencio. No sabía qué decir.

- Por eso – me miró a los ojos y me puso la mano sobre el hombro. Sus hombros se relajaron – no le tengas en cuenta estas cosas a Ryan. Lo hace para

No me esperaba que la conversación siguiera por ahí.

- ¿A qué te refieres?

Sonrió. Aquélla me pareció la sonrisa más triste que había visto en mi vida. Dirigió sus ojos parduzcos hacia un lugar del techo de granito, y por un momento, creí ver que se le estaban llenando de lágrimas.

- Ryan… la tienen cogida con él. Lo detestan sobre todas las cosas – su voz tembló -. A nosotros no nos dan tanto la lata. Pero a Ryan le odian.

Mi pulso se aceleró. Necesitaba respuestas, y las necesitaba ya.

- ¿Pero por qué? ¿Por qué, Kim? ¿Sólo por ser como es y no avergonzarse de ello?

Me dejó helado cuando me cogió la mano y empezamos a caminar. Se secó una lágrima con el dorso de la mano libre.

- Eso es algo que nos preguntamos todos los días.

Eché un vistazo a Ryan. Continuaba caminando delante de todos, solo, con las manos en los bolsillos y los hombros caídos.

Mi corazón se hizo pedacitos. Ryan no se merecía esto. Ni Ryan ni nadie.

Y yo me sentía un inútil por no poder hacer nada.

Apreté con fuerza la mano de Kim. Era huesuda y estaba fría. A mí también me habían entrado ganas de echarme a llorar.


Cogimos nuestras cosas y nos tomamos la libertad de saltarnos las últimas clases. Comimos en una de las cafeterías de la plaza, y luego nos metimos en la Iglesia a estudiar.

O al menos eso intentamos. A eso de las cinco comenzaron a taladrar y a dar martillazos en el edificio de al lado. La sala de lectura de la Iglesia estaba coronada por una bóveda, y el ruido de las obras se hacía insoportable por la reverberación. La gente fue abandonando la biblioteca poco a poco, cuando concentrarse se les hacía imposible.

Nosotros, sin embargo, nos quedamos un par de horas haciendo el tonto en una de las mesas, lanzándonos bolas de papel y sacándonos fotos con la cámara profesional de Kim. Podríamos habernos ido, pero decidimos quedarnos por Ryan. Había estado un poco apagado desde que nos largamos del instituto, y aunque ninguno lo dijo en voz alta, teníamos que animarlo. Quedarnos en la biblioteca haciendo en ganso nos pareció la mejor opción, y acertamos. En cuestión de minutos, Ryan volvía a ser el mismo de siempre.

Eso me dio en qué pensar. A pesar de que tenía colgado el cartel de grandísimo capullo, en el fondo a Ryan le dolía que se metieran con él. Y por eso se comportaba como lo hacía. Fingía que pasaba de todo para que los demás no notaran que en realidad sí que le importaba.

Qué asco de gente.

- Chicos, por favor, ¿seríais tan amables de bajar el tono? – Zack nos miró ceñudo -. Hay gente que intenta estudiar.

Le abucheamos y le bombardeamos con una lluvia de pelotas de papel. Harry incluso le tiró una goma de borrar.

- ¿Cómo puedes concentrarte con el ruido de las obras? – preguntó Simon jugando con un bolígrafo entre los dedos.

- Con el alboroto que estáis haciendo vosotros apenas escucho la obra.

Nos miramos, y volvimos a regarlo con papel y otros objetos.

- Vamos, Zack, no seas aguafiestas y déjalo por hoy – Kim estaba tumbada sobre el banco de madera. Su cabeza descansaba sobre el regazo de Mina. Miraba las fotos en la pantalla de su cámara.

Zack cerró el libro de Literatura y se soltó el pelo, sacudiendo la cabeza.

- No me va a quedar otra, escandalosos.

- Hey, ¿quién se apunta a ir a tomar un batido? – propuso Harry.

- Te olvidas de nuestro amigo intolerante a la lactosa – Ryan me apuntó con la punta del lápiz.

- ¡Por última vez, no soy alérgico a la lactosa! – me enfurruñé -. Simplemente no puedo beber leche. Me dan arcadas.

- Bueno, nosotros nos tomamos un batido y tú miras – Harry se rió de su propio chiste, y yo puse los ojos en blanco.

- ¿Y si echamos una partida al billar? – la alternativa de Kim gustó a la gran mayoría, así que decidieron pasarse por los recreativos.

Nos levantamos y empezamos a recoger nuestras cosas. Kim se incorporó para que Mina pudiera levantarse. Se echó su larguísima cabellera hacia atrás y anunció:

- Yo voy al servicio un momento. Volveré enseguida.

Entonces pasó algo muy raro. Probablemente fuera, una vez más, la falta de contacto humano, aunque la falta de sexo, para ser más concreto, lo que me hizo ver visiones. Juraría que había visto a Mina echar una mirada encendida a Kim, y mientras se iba, le había acariciado el hombro y había seguido hasta su antebrazo con los dedos. Sin embargo, Kim no la había mirado.

Sacudí la cabeza y pestañeé con fuerza. Definitivamente estaba falto de sexo. Había pasado más de un mes desde que me acosté por última vez con Andrea, y ya estaba empezando a pasarme factura el tener asuntos acumulados en las joyas familiares.

Kim se levantó, y dijo que aprovechaba para ir al baño ella también.

Me reñí a mí mismo por imaginarme cosas raras con Mina y Kim. No sólo por la adoración secreta que sentía por Mina. Ellas tenían la típica relación de amigas que iba más allá de lo que los demás pudieran ver. Parecía que les unía un vínculo muy fuerte. Por la forma en que se miraban y en que se comportaban, era como si el destino hubiera querido que fueran inseparables. Muchas veces quedaban juntas para estudiar, ir de compras, ver una peli, e incluso se prestaban algunas piezas de ropa, a pesar de tener estilos completamente diferentes. Mina era muy femenina, y Kim… en fin, Kim era Kim.

Por un momento, me recordaron a Andrea y a Zoe. Al igual que ellas, Annie y Zoe pertenecían a un grupo mucho más grande de amigos, pero entre ellas existía una relación especial. No podían vivir separadas la una de la otra.

Me acordé de Andrea, y me puse nostálgico.

Al cabo de un rato ya habíamos recogido, y las chicas aún no habían regresado. Ryan sacó su móvil para darles un toque, pero enseguida aparecieron al otro lado de la sala. Mina se miraba en un espejo de mano y se colocaba el pelo.

- De verdad, ¿se puede saber qué hacéis las chicas en el baño para tener que ir juntas? – me quejé cuando las tuvimos delante.

Se miraron con una sonrisa cómplice.

- ¿No lo sabes? – dijo Kim, tratando de no reírse -. Mientras una mea, la otra aplaude.

- Y yo como soy muy original – continuó Mina -, mientras ella orinaba, le he cantado una canción.

Todos se echaron a reír, y yo me sentí idiota por no entender la broma.

- Venga, vamos antes de que nos cierren los recreativos – se apresuró Simon.

Miré mi reloj. Eran las siete menos veinte de la tarde.

- Oh, lo siento, lo había olvidado. Hoy es jueves. Voy a ir a cenar con mi padre. Estará a punto de llegar a casa – me excusé.

- Vaya, es verdad – Mina arrugó la nariz -. Bueno, que os divirtáis. Ya jugarás la próxima partida.

- Chicos, yo creo que me voy también – anunció Ryan. Todos le miramos confusos -. No me apetece demasiado jugar al billar.

- Podemos jugar al futbolín – sugirió Zack.

- No, no es eso. Estoy un poco cansado. Creo que iré a casa a comer algo y luego me acostaré.

No tenía pinta de cambiar de opinión, así que dejaron de insistir. Caminamos juntos hasta la plaza, y allí nos despedimos. Ellos se fueron al salón de juegos, justo al lado de la cafetería a donde Ryan me había llevado la primera vez que salimos, y nosotros nos dirigimos calle abajo hacia las afueras. Ryan vivía cinco manzanas más abajo de mi casa.

- Oye, Ryan, ¿Mina y Kim hace mucho que se conocen? – comenté mientras caminábamos.

Ryan se toqueteó el piercing. Siempre lo hacía cuando se paraba a pensar en algo.

- Pues sí. Desde el jardín de infancia, creo.

- Están muy unidas, ¿verdad?

- Mucho – Ryan lanzó una risilla pícara.

- La verdad, esa clase de amistad que tienen las chicas es difícil de comprender – reflexioné -. Es algo que se escapa de toda lógica. Pero se nota que se quieren mucho.

Ryan se detuvo en seco. Yo avancé varios pasos hasta que me di cuenta de que ya no me seguía. Al girarme, le observé mirarme con cara de pasmo.

- TJ, Mina y Kim son novias. 


¡Gracias por leer hasta el final! ♥