lunes, 12 de septiembre de 2011

El placer de las cosas sencillas.

Como todas las noches, a eso de las ocho y media, pusieron en marcha su ritual. Ella se metió primero en el cuarto de baño. Se dio una larga ducha de agua caliente y se puso el pijama, un coqueto combinado de camisilla y pantaloncitos morados. Cuando salió, se cruzó con él en el pasillo. Le besó fugazmente los labios y le dijo que iba a preparar la cena. Él sonrió, la siguió con la mirada hasta que desapareció en la cocina y fue a ducharse.

Con un par de huevos, una lata de champiñones, un poco de jamón y un pellizco de tomillo, en pocos minutos, preparó un sabroso revuelto. El olor de los champiñones calientes inundó la cocina y se deslizó por el pasillo. Cuando él salió del baño, con sus gastados pantalones a rayas, el aroma golpeó su nariz. Inspiró profundamente y se pasó la lengua por los labios. Mientras caminaba hacia la cocina, pensó en que tenía mucha suerte: pocas personas cocinaban tan bien como ella.

Cenaron juntos en la cocina, sin prisas, mientras se contaban algunas anécdotas del día. Ella le confesó que no pudo evitar reírse cuando una madre le explicaba en el hospital las dolencias de su hija, a la que llamó Pocahontas. Él, por su parte, le contó que uno de sus alumnos de Primaria le había preguntado qué era masturbarse. La curiosidad de ese niño hizo que ella casi se atragantara. Pasaron un rato muy agradable. Disfrutaron con la simpleza de sentarse juntos a la mesa.

Él se ofreció a fregar los platos, y ella preparó la televisión de la sala para ver una película que había alquilado. Era una comedia romántica. Él se sentó en el sofá, y ella se acurrucó junto a él, hundiendo su cabeza en el hueco de la clavícula. Él, por su parte, le rodeó el hombro y apoyó la mejilla sobre la coronilla de ella. La apretó fuerte contra él, y ella sonrió. Sintió la calidez de la piel desnuda de su pecho contra su rostro. Le gustaba tenerlo cerca, para ella sola.

La película era francamente mala. Penosa, como él la había descrito. Era el típico intento de comedia americana de bajo presupuesto. Se rieron a carcajadas, no de los chistes del guión, sino de los actores y del propio argumento. Las risas de uno hacían reír al otro, y eso les hacía felices. Mientras hacían el esfuerzo de prestar atención a la televisión, él jugaba con algunos mechones de su larga cabellera rubia. Le encantaba su pelo: era suave, fino, y olía siempre a frutas. A pesar de que siempre le habían gustado las chicas morenas, no podía negar que ésa era una de las cosas que más le gustaban de ella.

Al final, se rindieron. Apagaron la televisión de pura vergüenza ajena y se fueron a dormir. Se acostaron, después de lavarse los dientes. Ella fue la primera en meterse en la cama, tapándose con las mantas hasta la oreja. Él se acostó a su lado, y como todas las noches, le besó la frente, le dijo que la quería y le dio las buenas noches, y ella hizo lo mismo.

Pasó una hora, y ella aún daba vueltas en la cama. No conseguía quedarse dormida, a pesar de que permanecía con los ojos cerrados pensando en cosas agradables. Pensaba en él, en lo mucho que le gustaban sus ojos verdes; en sus dientes, blancos y alineados; en esa mata de pelo castaño, siempre despeinado. Para ella, él era lo más hermoso que podría haber deseado nunca.  

Abrió los ojos, empezando a desesperarse. Rodó media vuelta sobre el colchón, esperando verle la cara. Pero él estaba de espaldas. Suspiró, y se acercó a él, pero sin llegar a tocarlo, para no despertarlo. Pero estaba despierto.

- ¿Qué te pasa? - preguntó.

- No puedo dormir - contestó ella, avergonzada,

Él se dio la vuelta al instante, y la rodeó con los brazos. Antes de que pudiera decir nada, empezó a acariciarle la cabeza con los dedos. Le susurró suavemente al oído que no pasaba nada, y que intentara pensar en cosas bonitas, como una puesta de sol en la playa o una montaña nevada. Ella no dijo nada, y se limitó a hacerle caso. Se imaginó a ella misma sentada en la playa, escuchando el ruido del mar, mientras él dibujaba círculos sobre su pelo. En cuestión de minutos, el sueño la venció.

No supo decir cuánto tiempo estuvo durmiendo hasta que volvió a despertarse sin razón aparente. Aún aturdida, le buscó con la mirada. Le encontró a su lado, mirándola con el gesto más dulce que jamás le había visto.

- ¿Qué haces?

- Estoy esperando a que te quedes dormida. Si no consigues coger el sueño, estaré aquí contigo.

Se sintió la mujer más afortunada del mundo. Le abrazó con mucha fuerza, y aunque eso sólo consiguió desvelarla del todo, no le importó tener que trasnochar junto a la persona que más quería en el mundo.

1 comentario:

  1. No negaré que suena placentero, porque entonces estaría mintiendo. Sin embargo, no sé, en mi caso algo así sería como empezar a cavar mi tumba. Sin prisa pero sin pausa...

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