miércoles, 2 de enero de 2013

Crónica de otra Nochevieja deprimente.

Todo el que me conoce sabe que detesto el día de Nochevieja. Lo detesto, lo aborrezco, lo odio. Porque llevo veintiún años haciendo exactamente lo mismo. Lo mismo. Con todos los puntos y las comas. A mí eso de salir por las noches no me entusiasma demasiado, pero creo que ésa es la única noche en que de verdad no me importaría hacerlo. Porque lo necesito. Y mis padres me han dicho que, con la edad que tengo, puedo salir cuando me apetezca. Pero que, en Fin de Año, nada de estar tirada en la calle o de macrofiestas. Eso no me deja demasiado margen de actuación.

Las últimas veintiún Nocheviejas han empezado conmigo y con mi madre (quién, por otras razones, odia el 31 de diciembre aún más que yo, si cabe) de morros desde las cinco de la tarde. A eso de las nueve y pico llegamos a casa de mis abuelos paternos, un pisito macroenano en el que difícilmente caben dos, pues nos metemos seis; y del que siempre sales apestando a comida. La mesa se pone de la misma forma desde veintiún años; nos sentamos en los mismos sitios desde hace veintiún años, y cenamos exactamente lo mismo desde hace veintiún años. El repertorio culinario de mi abuela es reducido, pero tío, de eso a cocinar pescado al horno año tras añ... bueno, el año pasado creo que hizo otra cosa. No salió muy bien, si volvimos a comer pescado al horno este año también. 

Y luego, cuando ya hemos terminado de cenar, llega el séptimo invitado a la cena, que es Manolo Vieira. Este señor no es santo de mi devoción, pero lo que me repatea es que tengamos que guardar silencio sepulcral durante todo el monólogo porque mi abuelo quiere oír todos y cada uno de los chistes del caballero. Que, si por lo menos alguno hiciera gracia, pues bueno, sería algo más llevadero. 

Suenan las campanadas, brindamos, y llega entonces la media hora más larga del año, en la que mi padre se decide a marcharse. Quiero decir, ya hemos partido el año con los abuelos, que es la obligación, ¿a qué cojones estás esperando? Este año decidí hincharme a cava para pasar esa media hora, y también para intentar que lo que me quedaba de noche se me hiciera más ameno.

A eso de la una toca la visita a casa de mi otra abuela, en la que cenan todos mis otros tíos. En cierto modo, estoy segura de que la noche no sería tan amarga si la pasara allí. Pero el panorama cuando llegamos es el mismo: todo el mundo trincado, sonriendo falsamente y haciendo como que todos se llevan genial. Y este año, sinceramente, eso me dolió. Después de todo lo que ha pasado estas Navidades, estar ahí fue peor que meterse desnuda en una habitación hecha de hielo.

Nos quedamos viendo la tele hasta que mi abuela dice: "Señores, lo siento mucho, pero hasta aquí llegué", y se va a dormir. Y una vez ella se marcha, como ya hemos cumplido, nos vamos a casa. Ya han terminado las obligaciones, no tenemos más motivos para seguir fuera.

Eran las 2.40 de la mañana cuando me acosté a dormir. Hay días entre semana que me acuesto más tarde, pero estaba tan cabreada y tan deprimida que no tenía ganas ni de leer, ni de echar una partida a la PlayStation, nada.

Porque lo que me sentó mal no fue la noche en sí. Que también. Fue otra cosa. Este año fue el primero que comí uvas con las campanadas. No me apasionan las uvas, pero este año sentí que debía hacerlo. Dicen que, con cada uva, tienes que pedir un deseo. Yo tenía muy claro qué iba a pedir. Pero, con los nervios de las uvas y de poder pensar clara y rápidamente qué era lo que realmente deseaba para este año, después de pedir que mi abuela mejorara, que en casa de mi novio encuentren trabajo y que él termine los estudios y no se rinda, con la última campanada, sin darme cuenta, sin pensarlo, pedí poder hacer las paces con Andrea.

De verdad, a veces me sorprendo de lo enormemente gilipollas que puedo llegar a ser.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¡Vamos, es gratis y no duele!


¡Gracias por leer hasta el final! ♥